¡Aúpa Castellón!
El hincha tiene razones que la razón no entiende. La inesperada filiación de mi sobrino es un ejemplo de cómo la casualidad y el carácter determinan los cariños futboleros
La pasada primavera toda Bizkaia vestía rojiblanco por la inminencia de la final de Copa. No había lugar en el que no ondeara una bandera. Bares, oficinas, instituciones, aulas, todos los espacios de socialización estaban teñidos de los colores del Athletic, y los planes para el día del partido (y la eventual posterior celebración) ocupaban las conversaciones. A medida que se acercaba la fecha, en las calles aparecían más y más camisetas del club, co...
La pasada primavera toda Bizkaia vestía rojiblanco por la inminencia de la final de Copa. No había lugar en el que no ondeara una bandera. Bares, oficinas, instituciones, aulas, todos los espacios de socialización estaban teñidos de los colores del Athletic, y los planes para el día del partido (y la eventual posterior celebración) ocupaban las conversaciones. A medida que se acercaba la fecha, en las calles aparecían más y más camisetas del club, como flores anunciando la inminencia del buen tiempo. El viernes previo a la final, los centros educativos organizaron su día de fiesta, pidiendo a los alumnos que esa mañana vistieran de rojo y blanco. Ese día, para desesperación de mi hermana, Ian, el más pequeño de mis sobrinos, que tiene cuatro años y es terco como una mula, se negó en redondo a ponerse la camiseta del Athletic y acudió a la escuela luciendo la del CD Castellón. De hecho, llevaba semanas vistiendo blanquinegro y respondiendo a todo el que decía ¡Aúpa Athletic! con un ciertamente desconcertante ¡Aúpa Castellón!
¿Has visto lo que has hecho?, me recriminó la mañana de la final mi hermana en un audio de WhatsApp en el que, de fondo, se escuchaba al pequeño Ian exclamando ¡Castellón, Castellón! “¡No es culpa mía!”, intenté justificarme desde Sevilla y recordé el maravilloso spot argentino de TYC Sport titulado Con los chicos no, imaginando la sonrisa perversa del periodista Enrique Ballester cuando le contara la anécdota.
Y es que resulta imprevisible el efecto mariposa de las pasiones futboleras. El primer batir de alas que terminó con mi sobrino militando de blanquinegro se dio mucho antes de que él naciera, cuando la vida nos juntó a Enrique y a su tío. Digo la vida, pero en realidad nos unió (a él y a mí y otros amigos) el ciberespacio, una manera de sentir el fútbol y las columnas de Enric González en estas mismas páginas de EL PAÍS. Entonces el Castellón sobrevivía a duras penas en los barros de lo que Enrique denominó el infrafútbol, y gracias a su manera de contar la vida a través del balón consiguió que muchos pusiéramos en nuestro radar el club que él ama. Yo, que hasta entonces solo recordaba de Castellón un 2-0 que nos endosó en la temporada 90/91, tras el cual Clemente fue cesado, empecé a seguir (y sufrir un poco) sus devenires. El segundo acontecimiento que llevó a que el pequeño Ian se diga hincha de un equipo del que lo desconoce todo aconteció una tarde de marzo de 2018, en la que Enrique y yo juntamos a nuestras familias y él trajo de regalo una camiseta del Castellón para cada uno de mis dos hijos. El tercero de los ingredientes es el de toda buena receta: el lento paso del tiempo. Con los años al pequeño de mis hijos la camiseta blanquinegra ya no le cupo y, junto con mucha otra ropa, se la pasé a mi hermana, quien un día se la puso a Ian para ir a jugar al parque, desatando consecuencias imprevisibles.
El hincha tiene razones que la razón no entiende. ¿Por qué nos es simpático un club? La inesperada filiación de mi sobrino es un ejemplo de cómo la casualidad y el carácter determinan los cariños futboleros. De adultos, nuestras simpatías son más racionales: nos es amable un club por razones sociopolíticas, el comportamiento de sus hinchas y jugadores o muescas recientes en partidos jugados. Pero la historia por escribir de los seguidores del futuro está sujeta a carambolas del destino. Para Ian, los colores del Castellón son una señal de identidad, un gesto que busca subrayar su carácter rebelde, una manera de diferenciarse de la homogeneidad del grupo. Quién sabe cuánto tiempo resistirá como abanderado blanquinegro en Bizkaia (dentro de no mucho heredará otra camiseta del Castellón, la de su primo mayor), pero por ahora a mí me brota la sonrisa cada vez que le veo orgullosamente vestido así, pues esos colores me recuerdan cuánto quiero y admiro a mi compadre Ballester (convendremos que toda esta historia es muy ballesteriana). Vestida por mi sobrino, esa camiseta es además un recordatorio de aquello que nos unió a Enrique y a mí hace tanto tiempo: el interés por entender y narrar los recovecos de esta pasión absurda y maravillosa que es el fútbol en lo que al hincha se refiere.