La nostalgia confunde al Barça
A Laporta ya no le alcanza con improvisar, tampoco con alimentarse del conflicto, muchas veces generado expresamente. Para ser más que un club antes hay que saber qué significa ser un club, cosa olvidada con el traslado del Camp Nou a Montjuïc
La incontinencia de Laporta, igual de voraz a la hora de comer que en la de trabajar, hombre de vida y también vividor, cegado por querer arreglar en un segundo un asunto de años, y la impaciencia de Xavi, ansioso por saber qué sería de un futuro que ya no controlaba a pesar de sentir que es depositario de las esencias del barcelonismo, provocaron un desenlace tan esperado como inoportuno, más que nada porque se produjo en vísperas de la final de la Champions femenina en San Mamés. El bien común ya no cuenta c...
La incontinencia de Laporta, igual de voraz a la hora de comer que en la de trabajar, hombre de vida y también vividor, cegado por querer arreglar en un segundo un asunto de años, y la impaciencia de Xavi, ansioso por saber qué sería de un futuro que ya no controlaba a pesar de sentir que es depositario de las esencias del barcelonismo, provocaron un desenlace tan esperado como inoportuno, más que nada porque se produjo en vísperas de la final de la Champions femenina en San Mamés. El bien común ya no cuenta cuando en los extremos se sitúan egos como el del presidente y el del entrenador, los dos atrapados por la prisa en un equipo que se distinguió por la pausa y el dominio del espacio y tiempo, aspectos sublimados por Cruyff y después Guardiola y denunciados antes en tiempos de urgencias por Menotti.
Xavi no supo ser el entrenador del Barça después de ser reconocido como el capitán del equipo que en 2015 conquistó la Champions. Los mejores futbolistas de un club no han sido necesariamente sus mejores técnicos, como se aprecia en Xavi, cuyo despido no significa que sea un mal entrenador, sino que no supo resistir la presión y la responsabilidad de sentarse en el banquillo del Barça. La condición de barcelonista no exime a nadie de tener que acreditar sus conocimientos como preparador, sobre todo en un equipo que insiste en sus aspiraciones de reconquistar la Champions. Ni siquiera la conquista de la pasada Liga ha servido a Xavi como salvoconducto para vivir el 125 aniversario del club en el banquillo del nuevo Camp Nou que todavía no se sabe cuándo se inaugurará, circunstancia que obliga a continuar en Montjuïc.
El todavía técnico barcelonista, titular hasta este domingo en Sevilla, ha asumido tantas funciones como barcelonista en un momento de desgobierno general que se olvidó de ejercer de técnico y, por tanto, de marcar distancias con la afición y también con la directiva de Laporta. Mal asunto cuando se mezclan las competencias y ya no hay que llamar a la puerta para entrar en los distintos despachos simplemente porque todos se sienten bendecidos por su condición de hinchas del Barça. La familiaridad y la proximidad son malas compañías cuando se exige distanciamiento y profesionalidad para acertar en el diagnóstico y en la solución que no pasa necesariamente con un ejercicio de nostalgia resumido en la pancarta “Ganas de volver a veros” que Laporta colgó muy cerca del Bernabéu.
A Xavi le ha condicionado más su propio entorno que el barcelonista y le pudo más su ambición por salvar al Barcelona que la de responder al cargo de entrenador del Barça. El rescate fue un desafío que se adjudicó el presidente nada más volver al Camp Nou. Xavi, en este sentido, no ha tenido el liderazgo ni el carisma para competir con Laporta, sino que ha sido utilizado como una víctima más de la era post Messi, tan cruda seguramente como lo fue la del postcruyffismo y de la deskubalización, término acuñado por el padre del relato azulgrana Manuel Vázquez Montalbán. Xavi ha perdido demasiado tiempo en identificar a los conspiradores o a los que le quieren mal —con la excusa de que nadie alcanzará la gloria de Cruyff ni Guardiola— que en ganar en la adversidad el carisma preciso para liderar al desvencijado Barça desde la Masia.
Utilizado como saco de los golpes de Laporta, tal que fuera un indultado ante la condena del anonimato o sala de espera de Qatar, Xavi no ha sido capaz de protegerse, de ser escudo de sí mismo, desde aquel día del 3-5 contra el Villarreal cuando anunció una dimisión en diferido —hasta el 30 de junio— que fue asumida por Laporta no porque creyera en el entrenador sino en la figura legendaria del Barça. Los equívocos no dejaron de sucederse desde entonces, hasta cerrar una convivencia en falso, forzada más por necesidad que por convicción que no ha durado ni un mes, por la falta de confianza, especialmente por parte de Laporta. Xavi ha corrido la misma suerte que Koeman en un club en que las decisiones se toman a destiempo y que ya amenazan con alcanzar a un presidente que regresó en 2021.
A Laporta ya no le alcanza ahora con improvisar, tampoco con invocar a la nostalgia y a los intangibles del club, ni siquiera con alimentarse del conflicto, muchas veces generado expresamente, sino que precisa aplicar el sentido común, delimitar responsabilidades y saber que para ser más que un club antes hay que saber qué significa ser un club, cosa olvidada también con el traslado del Camp Nou a Montjuïc.
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