Sin autógrafos, gracias
Un autógrafo dice mucho más del que lo ejecuta que del que lo recibe; sobre todo dice muchísimo de los engreídos capaces de pasar de largo
Hay una escena que se repite a menudo en el mundo del fútbol: jugadores bajando del autobús del equipo embebidos en sus auriculares, mirada de frente, incluso al suelo. Futbolistas pasando de largo mientras un grupo de seguidores, sobre todo niños, les esperan para recibir un autógrafo. Es la imagen que refleja lo peor del fútbol, en realidad: los muestra a ellos endiosados y distantes, como si perteneciesen a un mundo que carece de tiempo y de cortesía.
Patrice Evra contó cómo en una pretemporada ...
Hay una escena que se repite a menudo en el mundo del fútbol: jugadores bajando del autobús del equipo embebidos en sus auriculares, mirada de frente, incluso al suelo. Futbolistas pasando de largo mientras un grupo de seguidores, sobre todo niños, les esperan para recibir un autógrafo. Es la imagen que refleja lo peor del fútbol, en realidad: los muestra a ellos endiosados y distantes, como si perteneciesen a un mundo que carece de tiempo y de cortesía.
Patrice Evra contó cómo en una pretemporada Sir Alex Ferguson les hizo bajar del autobús del equipo para firmar autógrafos. Ferguson se había pasado media hora estampando su rúbrica en camisetas y papeles, mientras los jugadores esperaban sentados en el autocar. “¿Quién coño os creéis que sois? Esa gente está pagando vuestros salarios. Esa gente ha venido a veros. Ahora bajad del puto autobús y firmad”, les gritó desde las escaleras.
Visto en perspectiva, recolectar autógrafos en la infancia puede parecer una misión inútil. Pero es una forma de marcar recuerdos e incluso de marcar la vida: años contados por temporadas y estampas. Es un poderosísimo ejercicio emocional. Yo todavía conservo una libreta roja de anillas repleta de trazos de jugadores como Revivo y Mostovoi, a quienes cazaba a la salida de A Madroa, el antiguo campo de entrenamiento del Celta. También conservo un par de servilletas de un hotel de Portugal en el que nos hospedamos el mismo verano que los jugadores del Manchester United. Ahí siguen las marcas, algunas ya ilegibles, de David Beckham, Gary Neville o Paul Scholes.
Hubo un tiempo en que podías enviarle cartas a futbolistas y ser recompensado con su autógrafo por correo. Es una pena que las firmas hayan perdido ese valor con los años, convertidas ahora en invitadas segundonas por detrás de los selfies. Pienso en el tiempo que empleamos de pequeños ideando una firma con personalidad. Mi estampa, practicada hasta la extenuación, alargaba la ele en forma de envoltorio del resto de letras bajo las cuales acomodaba, más pequeño, el apellido. Ahora se ha terminado convirtiendo en un garabato inane que bien podría significar “Mercedes” más que “Lucía”.
Parece hasta extraño que una simple firma pueda tomarse en serio como identificación o como prueba alguna de singularidad. Pero es que una firma va mucho más allá de eso y puede tomarse hasta en serio como tesoro, sin importar la edad o el status. El mismísimo Bob Dylan tuvo que disculparse públicamente por utilizar una máquina para autografiar copias especiales de su libro The Philosophy of Modern Song anunciado inicialmente como “firmado a mano”. La mismísima UEFA tuvo que advertir a sus árbitros de lo inaceptable e indigno de pedirle autógrafos a los jugadores. “Que ya tenéis una edad”, le faltó decir a la UEFA.
Pero por eso mismo creo que las firmas sobrevivirán a biometrías, pins o selfies: porque las firmas encarnan a las personas (véase la firma enloquecida de Donald Trump, por ejemplo). Y, en ese sentido, un autógrafo dice mucho más del que lo ejecuta que del que lo recibe; sobre todo dice muchísimo de los engreídos capaces de pasar de largo. ¿Acaso puede haber algo más importante como futbolista que estamparle tu firma a un chaval?
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