Un Barça popular y Xavi, la excepción que confirma la regla
Nadie cierra ya los ojos tratando de buscar el compás de los pases encadenados, un clásico en tiempos de Cruyff
Terminó el partido y se fue el periodista de turno a por João Félix Sequeira, que había marcado un gol bellísimo, como de taco de billar, y cuajado un partido más que meritorio, al menos desde que su equipo compareció sobre el terreno de juego y puso fin a un espectáculo dantesco en el que Iñaki Peña parecía Iron Man, o Thor, y los futbolistas del Oporto eran alienígenas en manada que se colaban por un portal demoníaco abierto en el cielo de Barcelona. “El partido era una final y la hemos ganado”, dijo feliz tras ha...
Terminó el partido y se fue el periodista de turno a por João Félix Sequeira, que había marcado un gol bellísimo, como de taco de billar, y cuajado un partido más que meritorio, al menos desde que su equipo compareció sobre el terreno de juego y puso fin a un espectáculo dantesco en el que Iñaki Peña parecía Iron Man, o Thor, y los futbolistas del Oporto eran alienígenas en manada que se colaban por un portal demoníaco abierto en el cielo de Barcelona. “El partido era una final y la hemos ganado”, dijo feliz tras haber hecho historia por primera vez con su nuevo club. Y es que, dos años después, el Barça volverá a disputar los octavos de final de la Liga de Campeones: que le echen un galgo.
Puede parecer una broma, pero no lo es. Hacer historia se ha tornado en vicio caro para los tiempos que vive este Barça maltrecho en lo económico, timorato en lo deportivo y extrañamente contento en lo social. ¿Hasta cuándo va a seguir Laporta lamentándose por la herencia recibida?, preguntan los más revoltosos. No existe una respuesta exacta, ni mucho menos absoluta. Dependerá de cuánta irresponsabilidad estemos dispuestos a achacar a unos predecesores que debieron sentirse los hijos de Logan Roy en cuanto vieron el nivel de ingresos. En el caso concreto de los aficionados que se acercan al estadio parece infinita, a tenor de la pasión y la manga ancha que están demostrando con un equipo que no termina de arrancar ni de pararse, el peor de los escenarios para un hincha.
Se observa a simple vista en las gradas del Lluís Companys, lugar de acogida temporal para las huestes azulgrana mientras una legión de obreros construye la nueva casa de los deseos bajo el sello confuso de la constructora turca Limak. El panorama ha cambiado con respecto al viejo coliseo. Y mucho. Los jóvenes con sudaderas amplísimas, flequillos abundantes, brackets y zapatillas de colores aparentan una sana mayoría frente al aficionado de corte más clásico, aquel socio y abonado de cierta edad que presumía de su amistad con Rudy Ventura, o de leer siempre a Migueli, y al que no se le ocurría tomar asiento sin tener preparados el mechero, el bocadillo o el pañuelo de tela, ese famoso mocador que marcó época y dictó múltiples sentencias en los peores años de la institución.
Por pobre que resulte el juego del equipo local, la nueva grada del Aún No Camp Nou parece empeñada en acompañarlo hasta el final con pasiones y ruido, muy al estilo de los campos griegos, o los turcos, que igual por ahí se entiende, también, la elección de Limak: uno nunca sabe por dónde llegan las influencias, pero llegan. Y es así como nadie cierra ya los ojos tratando de buscar el compás de los pases encadenados, un clásico en tiempos de Cruyff. Ni se le explica al de al lado que Guardiola tocaba el balón de do sostenido, De la Peña en mi bemol e Iniesta en re. Ahora se canta y anima sin cesar porque, entre otras cosas, los tiempos no están para lujos y acudir al Palau de la Música siempre exigió un mayor dispendio que subir con los amigos a las fiestas de Gràcia. Es un Barça más popular, en definitiva, con un entrenador convertido —y por voluntad propia, además— en la triste excepción que confirma la regla.
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