Vauquelin gana la segunda etapa y Tadej Pogacar vuelve a vestirse de amarillo en el Tour de Francia
Jonas Vingegaard demuestra que está con buenas piernas y resiste un ataque del ciclista esloveno a pocos kilómetros de meta
Gana la etapa un debutante francés, Kévin Vauquelin, normando de 23 años, gente nueva en el frente que ya mostró carácter en la Flecha Valona, segundo. Francia, feliz, pese a la incertidumbre de las elecciones.
Tadej Pogacar se viste de amarillo en el Tour de Francia casi dos años después de la última vez que lo hizo y suspira feliz. “Estoy fuerte”, dice. “Estoy en buena forma. Me gusta el amarillo”.
Jonas Vingegaard es el único que resiste el ataque en la cuesta de San Luca. “Qué bueno”, dice. “Estaba seguro de que iba a perder tiempo”. Solo de entre los prefavoritos Remco Evenepoel consigue, tras dura persecución, enlazar con los dos.
El Tour es otra vez, quinto año consecutivo, un asunto entre los dos que mejor interpretan los duelos, tan diferentes, tan parecidos. La afición, feliz, claro.
¿Quién quiere hablar de tragedias una brillante tarde de verano en Bolonia, tan hermosa, tanta gente, tanto ruido?
Michael Rasmussen, ciclista maldito del Tour, habla de Marco Pantani, y la voz se le entrecorta, y enseña un brazo y su piel de gallina cuando cuenta que ha aprovechado la mañana para visitar la tumba del Pirata en Cesenatico, 20 años enterrado ya, de donde sale la etapa. En el jolgorio exterior suena incidental entrecortada música disco hortera llegada de chiringuitos playeros invasivos, y quizás en el alma estremecida del danés expulsado por sospechas de dopaje cuando lideraba el Tour de 2007, el primero que ganó Contador, sonaba, estruendosos sus golpes, el destino, la música fúnebre y épica de la muerte de Sigfrido, asesinado por la espalda, y por amor. Ah, es Italia, es hipocresía y olvido de lo que duele, la madre de Pantani adorada por el director del Tour en el podio de salida, dice Rasmussen, corazón italiano y tumulto en su escuálido cuerpo, mientras pasa a su lado hacia el tablado de firmas Primoz Roglic abrigado con un chaleco de hielo, indiferente a cualquier cosa que no sea su propio confort competitivo.
Roglic era un niño cuando Pantani murió en Rimini cercana y triste y más niño era Tadej Pogacar, a quien, plantados, torso desnudo, Pogi escrito con rotulador en sus pechos musculosos, cuatro colosos le alientan a la puerta de su autobús. Callan al pantanismo, fe de nostálgicos con complejo de culpa y youtubers alimentados de leyendas recreadas. Son el ya y el ahora. La exigencia. La lírica del rayo y el trueno. La chispa. La necesidad de cerrar una incongruencia, una herida. El cálculo. El plan. En el Tour pasado estuvo casi dos semanas tan cerca del amarillo de Vingegaard, a 9s algunos días, y estaba tan fuerte, que daba la impresión de que no era líder porque no quería. Pero esos 9s se convirtieron en dos minutos en la contrarreloj y el amarillo se alejó forever.
Hasta Bolonia.
A Pogacar los periódicos y las redes le recuerdan que San Luca, la cuesta que bordea Bolonia al final de los inacabables soportales, es territorio comanche en el que tantos golpes ha recibido, y ahí siempre le ha podido Roglic, y hasta Enric Mas le hizo doblar la rodilla, y tan pocos ha dado, y Pogacar responde, tan bravo, tan seguro de sí, tan ansioso para poner a prueba al único rival al que teme, a Jonas Vingegaard, y en la segunda subida al santuario boloñés, cuando la victoria de etapa ya le pertenece a un normando en fuga, Kévin Vauquelin, ordena, director de orquesta con buen pulso, un allegro a su fiel Adam Yates, que el inglés ejecuta feliz para desazón de los rivales, voluntariosos jinetes con cubitos de hielo en la nuca y maldiciones en su cabeza. Quedan 14 kilómetros para Bolonia. Uno cuesta arriba y 13 en suave descenso. Quedan 500 metros menos cuando Pogacar culebrea entre las vallas y Yates, un lugar por el que solo él puede pasar, una aceleración relampagueante que no sorprende a quien tanto le vigila, a Vingegaard de hielo, que se levanta y sin más esfuerzo se pega a la rueda del esloveno.
Vingegaard está vivo.
Por primera vez en lo que va de temporada excepcional, un ciclista responde, y aguanta, a un ataque de Pogacar, solitario monarca en el Giro, en la Volta, en Lieja, en Siena. Solo Vingegaard, herido hace tres meses. Recuperado, armónico. El Vingegaard de siempre. Ni Evenepoel, al que le cuesta, ni Roglic, desplazado, ni Carlos Rodríguez ni Enric Mas ni Egan. Todos se alían para no ahogarse y llegan a 21s. Todos los focos para Pogacar y Vingegaard, que juega y suspira.
Igual que Antonio Machado, por boca de Juan de Mairena, se burlaba de aquellos para quienes la poesía era transformar la frase “lo que pasa en la calle” en “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”, y viva el diccionario de sinónimos, siempre en Deportes, así en el ciclismo la precisión exige que a las caídas se les llame “eventos disruptivos”, y cuando Van Aert y Jorgenson se caen junto a De Plus en el circuito de Imola después de descender la cuesta de Gallisterna, donde Alaphilippe ganó el Mundial del 20, el análisis exige que a ese evento que hiere a dos del Visma, se le considere, paradójicamente, una buena señal, la querida antifragilidad que da fuerzas a Vingegaard, y sabiduría, y mata su miedo cuando descendiendo el roce de su pedal con el asfalto en una curva le recuerda, clic, una décima de segundo, un pavor amagado, la caída en el traidor Olaeta de la Itzulia. Después del ataque, Pogacar le pide un relevo, aún subiendo, y Vingegaard, que quería, por supuesto, seguir adelante con la aventura, pues hacía sufrir a otros rivales, y les marcaba psicológicamente, le dijo que no. “Sabía que si le relevaba aún subiendo me iba a volver a atacar, así que esperé al descenso y al llano”, dice el danés. Exceptuando al Evenepoel y Carapaz, que enlazaron, los demás fuertes llegaron a 21s, y Romain Bardet también, rey por un día, y siempre feliz.
Como en el Giro, Pogacar es líder desde el segundo día. Como en los últimos Tours, Vingegaard sabe que su terreno son las largas ascensiones. El martes, el Galibier. Frío. Una hora de ascensión hasta casi 2.700 metros. Media de descenso. Segundo escenario para el duelo sin fin que da sentido a la afición al ciclismo.
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