Cómo sobrevivir a la Titan Desert sin ser un titán
Seis etapas a pedales entre el Atlas y el desierto marroquí dan para preguntarse qué impulsa a participar en este tipo de retos deportivos
Acuclillado en el margen derecho de la pista, el hombre me mira. Después, me sonríe. Le sonrío, pero creo que solo se me dibuja una mueca, o un resoplido. Miro la pantalla del GPS que marca mi velocidad: cinco kilómetros por hora. Llevo un buen rato solo, pedaleando entre piedras cuesta arriba. Miro de nuevo al hombre, que sigue sonriendo, sin muchos dientes que exhibir. De pronto, me pregunta en francés “Qu´est ce que tu fais?” [¿qué haces?]. Podía haberle contestado de diversas maneras, pero opto por atajar: “L’idiot” [el idiota]. Estalla en una carcajada, se levanta, saluda co...
Acuclillado en el margen derecho de la pista, el hombre me mira. Después, me sonríe. Le sonrío, pero creo que solo se me dibuja una mueca, o un resoplido. Miro la pantalla del GPS que marca mi velocidad: cinco kilómetros por hora. Llevo un buen rato solo, pedaleando entre piedras cuesta arriba. Miro de nuevo al hombre, que sigue sonriendo, sin muchos dientes que exhibir. De pronto, me pregunta en francés “Qu´est ce que tu fais?” [¿qué haces?]. Podía haberle contestado de diversas maneras, pero opto por atajar: “L’idiot” [el idiota]. Estalla en una carcajada, se levanta, saluda con la mano y sigue pista abajo. Estoy en el kilómetro 50 de la primera etapa de la Titan Desert, en Marruecos. Me faltan otros 50 para llegar a meta y los calambres en los cuádriceps ya me han obligado a caminar unos centenares de metros con la bici en la mano. Esto promete. Por delante, cinco etapas más en un viaje de locos desde las montañas del atlas hasta las dunas de Erg Chebbi, en el desierto.
Una vez más, me pregunto qué demonios hago aquí. Parece que soy el único que no lo tiene claro. El resto, 460 inscritos, lucen una determinación fanática y exhiben dos tipos de objetivos: competir a muerte o terminar (ser finisher), sencillamente, cueste lo que cueste. No es lo mismo, aunque lo parezca. Por fin me adelanta uno, cuando ya se divisa el collado. Me ve tratando de darle vida a mis muslos con golpecitos. “Geles, tío, geles, tómate todos los que tengas”, y se aleja. Tengo cuatro geles, pero apenas he probado alguno en mi vida. Me los trago todos en menos de una hora y, poco a poco, recupero las piernas. Pienso que es lo más cerca que estaré jamás de doparme. Los geles funcionan. A 15 de meta, los calambres me sacuden de nuevo, pero encuentro un gel sin abrir en el suelo. Me abalanzo sobre él y me lo trago. Soy un yonqui de los geles.
El escenario en el que vivimos mientras dura la prueba es lo más parecido a un campo de trabajos forzados, la versión desértica de un gulag. Todos los días, los altavoces sacuden la paz de las haimas donde descansamos de tres en tres con la odiosa canción de The Lumineers titulada Ho, hey. Pero hay algo mucho peor: un discurso motivador que me pone los pelos como escarpias antes de empezar con la rutina de las colas: colas para ir al baño, para coger agua, para el control de firmas, para desayunar, para casi todo. Hago todo eso en un estado vecino a la depresión. ¿Qué hago aquí? Después, darán la salida, nos dejarán seguir un track, sufriremos como perros, y regresaremos al orden establecido del campamento. Lo dicho, un gulag, una novela de Huxley.
Me entiendo bien con Osvaldo y con su hijo Mauricio, venidos de la Pampa argentina y que me explican sus objetivos: el padre, acabar la prueba, puesto que apenas hace un mes que le operaron de la clavícula. El hijo aspira a quedar entre los 30 primeros, palabras mayores porque entre exprofesionales de la carretera y profesionales del mountain bike, hay 40 fieras sueltas por el lugar. Después hablaremos de los hermanos Miguel y Prudencio Induráin. Mis amigos argentinos me preguntan si tengo un objetivo. Miro la clasificación de la primera etapa y veo que he quedado el 97. Me invento el objetivo de quedar entre los 100 primeros. Pagaré caro ese error de cálculo que convertirá lo que podía haber sido una grata experiencia en una agonía.
Cuento mis geles y no me alcanzan. Necesito siete diarios para estar tranquilo. Como buen enganchado, acudo al mercado negro y compro más, muchos más. Una y otra vez me viene a la memoria un texto hilarante firmado por Íñigo Domínguez en EL PAÍS tras ser testigo de un maratón surrealista de zumba en un crucero. El ser humano, afirma Íñigo, es capaz de cualquier cosa con tal de no coger un libro. Tengo la sospecha de que estoy atrapado en un maratón de zumba en el desierto. La pregunta obvia: ¿Por qué? Llevo casi dos décadas oyendo hablar de la Titan Desert, viendo imágenes sugerentes, escuchando leyendas sobre su terrible dureza y, en este momento, lo uno ha llevado a lo otro y me apetece descubrir la verdad. ¿Es tan dura?, ¿seré un titán si la acabo? Los discursos que lanza al aire y a mis tímpanos la megafonía matutina me aseguran que mi vida cambiará, que seré mejor, que sabré discernir lo importante de lo superfluo, que afrontaré con serenidad los problemas vitales. Incluso llego a esperar que me salga en un futuro cercano pelo en la cabeza.
Los habituales de la carrera (sí, los hay que han participado una docena de veces) aseguran que el nivel medio ha crecido mucho, que cada vez acuden ciclistas más preparados, hombres y mujeres que se toman la cita muy a pecho. Pero lo cierto es que no hay muchos jóvenes, pero sí más de 60 sesentones, un centenar largo de cincuentones y otros tantos cuarentones. La inscripción cuesta unos 2.000 euros, pero no es caro si se tiene en cuenta el enorme despliegue logístico y de seguridad que requiere la cita. Si uno lo desea, también puede contratar servicios de un mecánico y masajista: todo para descansar al máximo. Yo no tengo ni lo uno ni lo otro, pero de tarde en tarde robo un hielo del cubo de las bebidas y me masajeo los muslos con suavidad. Psicológicamente, es un gesto importante.
En los primeros 15 kilómetros de la segunda etapa y lo mismo hasta la sexta y última, se sale tan rápido que las piernas aúllan y la garganta se llena de un terrible sabor a sangre. Es el momento clave del día: el enorme pelotón estalla en pedazos y uno debe acomodarse en un grupo que sea rápido pero no demasiado. Entenderlo casi me cuesta la salud. Pero cuando ya te haces a tu grupo y reconoces a los de tu calaña, solo debes preocuparte de no caerte, no reventar una rueda y, sobre todo, de jamás quedarte solo. La soledad significa desesperación y enormes pérdidas de tiempo incompatibles con el objetivo de quedar entre los 100 primeros. Así, existen infinidad de carreras dentro de la carrera. Casi todas a cara de perro. En la tercera etapa, me parece que llevo horas sufriendo como un animal a cola de una fila india de 20 unidades. Es mi grupo, pero van a tirones y estoy destrozado. Llegamos a un punto de agua y todos se lanzan sobre las botellas como tiburones. Ni se bajan de la bici. Decido que ya está bien. Paso. Evacuo mirando el paisaje seco, ocre y lunar, y veo a mi lado a Prudencio Induráin, quien me dice que también se planta. Uno de sus compañeros de equipo le necesita, así que les pido un sitio en el vagón. Prudencio nos quita el viento que sopla de costado, nos anima, y nos devuelve finalmente al grupo.
Hace 30 años, yo tenía 20 y Miguel Induráin tres Tour, pero un día salí en bici cerca de Villava y alcancé a ambos hermanos en la carretera. Me permitieron ir con ellos (ese día solo soltaban piernas) y se me revelaron como dos personas entrañables, vacilonas, alegres… algo que no se percibía en televisión. Siguen siendo dos señores. Lo mismo que varios compañeros que me han tendido la mano en plena carrera.
Una de las etapas más famosas de la prueba es la que cruza las dunas de Erg Chebbi. Puede que no exista una manera más absurda de intentar pedalear. Al entrar en la duna, los grupos estallan como fulminados por una granada: todos pie a tierra. Empujamos las bicis duna arriba duna abajo durante casi cuatro kilómetros. No es lo peor: después alcanzamos una meseta donde tierra, piedras y arena convierten el pedaleo en un suplicio. La enfermería se llena esa tarde de llagas en el trasero, dolores cervicales, manos arruinadas por el traqueteo y deshidratados. Lo más alucinante es que nadie se queja. El estoicismo de estas personas es sobrenatural. Dejando al margen los cinco o diez que se pegan por ganar la Titan Desert (vence Luis León Sánchez), el resto nos zurramos por migajas a sabiendas de que son migajas. Da igual quedar el 77 o el 234. Lo que nadie admite es darse por vencido, aflojar, resignarse. La carrera resulta tan dura como queramos que sea. El problema viene cuando uno cree que necesita competir. Nos colocan un dorsal y se activa algo en cierto lugar del cerebro que estira nuestra capacidad de sufrimiento. ¿Para qué? Para no tener que llenar las horas leyendo. Y porque nos gusta.
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