Marco Pantani que estás en los cielos
Se cumplen 20 años de la muerte a los 34 del Pirata, el último ciclista que ganó Giro y Tour la misma temporada
Italia, y todo el ciclismo, celebra como a un dios a Marco Pantani, que murió como un perro, solo y olvidado, de sobredosis de cocaína, tristeza y desesperanza, la noche de San Valentín de 2004. Vivía en una habitación en Le Rose, un hotel oscuro de Rímini, invierno en las playas del Adriático, a 20 kilómetros, la misma arena, el mismo mar, de su casa en su Cesenatico, vacía,
Veinte años después, los viejos se mortifican, los jóvenes sueñan.
Aterrados por el final tan temprano, tení...
Italia, y todo el ciclismo, celebra como a un dios a Marco Pantani, que murió como un perro, solo y olvidado, de sobredosis de cocaína, tristeza y desesperanza, la noche de San Valentín de 2004. Vivía en una habitación en Le Rose, un hotel oscuro de Rímini, invierno en las playas del Adriático, a 20 kilómetros, la misma arena, el mismo mar, de su casa en su Cesenatico, vacía,
Veinte años después, los viejos se mortifican, los jóvenes sueñan.
Aterrados por el final tan temprano, tenía 34 años, del ciclista que devolvió el Tour a Italia 33 años después de la victoria de Felice Gimondi, y cargados con la culpa, los coetáneos del Pirata, inventan su pasado tierno, lo libran de impurezas, escriben libros con su vida y contra el sistema que ahogó a un poeta de la bicicleta, a un escalador puro, el más puro de todos, más aún que Charly Gaul, que Federico, que el Tarangu, y el más imprevisible, que cometiendo los mismos pecados que todos los ciclistas de su época, la misma sangre prestada, la misma EPO, las mismas anfetaminas e insulinas, el mismo hematocrito disparado, fue más perseguido que ninguno quizás porque fue como nadie, diferente de todos, y un gramo de locura. A Pantani le destrozó sus sueños, su orgullo, y ninguno otro como a él, una hipócrita norma antidopaje, la que permitía doparse con EPO solo hasta el 50% del hematocrito, que le aplicaron una madrugada de junio del 99 en Madonna di Campiglio, 72 horas antes de llegar a Milán de rosa, vencedor absoluto de su segundo Giro.
Pantani se pegó las orejas porque no quería que le siguieran llamando elefantino, se las agujereó y se puso un anillo de oro de pirata, y se afeitó el cráneo y lo cubrió con un pañuelo pirata, una bandana, mejor alma de pirata, y el Pirata fue, que de Dumbo. Agotó a Indurain en el Mortirolo del Giro del 94 y forzó al navarro a un sprint de rabia en el Mundial del 95; destrozó a Ullrich en el Galibier del Tour del 98, que ganó dos meses después de haber ganado el Giro; enloqueció a Armstrong, uno que solo se comprendía a sí mismo y solo respetaba su voluntad, en el Tour de 2000, en el Mont Ventoux y en Courchevel. Siempre en las montañas, como el Alpe d’Huez en el que ganó dos veces, la segunda después de haber pasado un año con muletas después de destrozarse una pierna al chocar en su bici con un coche que se había saltado las barreras en la Milán-Turín del 95. Pantani, como muchos, como Chava Jiménez, escalador incontrolable, tan irracional, con quien tanto admiraba, acabó en las manos de Eufemiano Fuentes, que le prometió que le haría volar de nuevo; como Chava, muerto como él, desarraigado, enloquecido, tres meses antes, nunca volvió a volar.
Veinte años después Pantani es protagonista de un relato nuevo, el que él nunca escribió. Películas, más libros, obras de teatro, y un museo. Todo es poco para limpiar la culpa.
Se rebeló contra el Tour en el 98, el Tour Festina, la policía en los hoteles, ciclistas y directores haciendo noche desnudos en comisaría, paquetes de EPO en el Canal de la Mancha al regreso de Dublín. Se plantó con el pelotón y protestó. “El pelotón siempre hemos sido un rebaño de ovejas”, dijo. “Pero ahora somos solo la oveja negra”. Y el Tour, son páginas sus carreteras, como canta Rubén, abraza su memoria edulcorada y este verano hace etapa en Cesenatico y en Rímini.
Su madre, Tonina, con la que cocinaba piadinas de Nutella en su quiosco en el parque, atormentada, y como todas las madres en su cabeza no puede entrar que un hijo suyo haya preferido la autodestrucción al amor que no encontraba, persigue a todos los fiscales y jueces del país para conseguir una sentencia que le libere el alma: mi Marco no se suicidó, clama inútilmente, mi hijo fue asesinado.
Los jóvenes que eran niños o no habían nacido cuando murió visitan su museo en Cesenatico –un maillot de la montaña de la Vuelta a Murcia, conquistador del Morrón de Totana, del Collado Bermejo, de la Sierra Espuña; tanto espacio a la obsesión de Tonina, tantas pruebas del asesinato de dios nunca admitidas por los jueces—como los fans de Elvis visitan Graceland o la tumba de Jim Morrison en París. En YouTube siguen siendo número uno las reproducciones de sus triunfos, sus ataques, sus victorias. Es una leyenda muerta joven, como Janis Joplin, como James Dean. Y claman como César Vallejo, “¡tanto amor y no poder hacer nada contra la muerte!”.
Los ciclistas jóvenes quieren ser Pantani. Contador se hincha de orgullo cuando en Italia se le compara con el Pirata, y Egan Bernal también; cuando ataca en montaña Landa levanta el culo y baja las manos a la parte inferior del manillar, como hacía Pantani cuando esprintaba en las paredes verticales del Mortirolo.
Stefano Garzelli, ciclista que fue compañero suyo en el Mercatone Uno, y, cráneo liso como él, cubierto con la misma bandana de pirata, ganó el Giro del 2000 con su ayuda, no encuentra la paz. No busca un relato que le calme. Llora aún. “Reflexiono sobre el hecho de que Marco muriera cerca de su casa, solo. Todo el mundo le admiraba, le idolatraba, pero estaba solo cuando terminó su vida terrenal”, dice en La Gazzetta dello Sport. “Es un contraste indescriptible, desgarrador. Me duele mucho”.
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