Jasper Philipsen repite triunfo en el Tour de Francia tras un accidentado ‘sprint’ en el circuito de Nogaro

Adam Yates mantiene el ‘maillot’ amarillo la víspera de la montaña de los Pirineos, donde se espera, junto a Pogacar y Vingegaard, a Landa y Carlos Rodríguez

Jasper Philipsen y Caleb Ewan pelean por el triunfo al 'sprint' en la cuarta etapa del Tour de Francia.Associated Press/LaPresse (APS)

La etapa sale de la puerta principal de una plaza de toros alrededor de la cual hace más de 70 años, André Darrigade, daba vueltas sin parar, tiovivo acelerado, con su bicicleta, de la iglesia, el catecismo, al velódromo, y un monumento a un ágil atleta cimbreando la cintura y metiendo culo a centímetro de un astifino toro. Es Dax. Son las Landas. Es el galgo de las Landas, el sprinter que a los 94 años, uno menos que Bahamontes, aún atiende a diario su magnífico quiosco-librería detrás del Casino, junto a la playa de los Vascos, en Biarritz pija y rica, y vende los magníficos libros ciclístic...

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La etapa sale de la puerta principal de una plaza de toros alrededor de la cual hace más de 70 años, André Darrigade, daba vueltas sin parar, tiovivo acelerado, con su bicicleta, de la iglesia, el catecismo, al velódromo, y un monumento a un ágil atleta cimbreando la cintura y metiendo culo a centímetro de un astifino toro. Es Dax. Son las Landas. Es el galgo de las Landas, el sprinter que a los 94 años, uno menos que Bahamontes, aún atiende a diario su magnífico quiosco-librería detrás del Casino, junto a la playa de los Vascos, en Biarritz pija y rica, y vende los magníficos libros ciclísticos del apasionado Christian Laborde, y su memoria aún no se ha atascado. Es el monumento a la corrida landesa, que más de uno querría, en estos tiempos de teologías fáciles, que se refiriera a la manera de correr de Mikel Landa, quien mira hacia el horizonte, oye las leyendas de Ocaña, ve sus Pirineos, tan cerca.

Darrigade, sprinter inmenso que da la salida y recuerda tanto sus glorias, sus 22 etapas del Tour ganadas, como el día, el último del Tour de 1958, en el que tras conseguir su sexta victoria aquel Tour chocó contra el jardinero del estadio. “Cabeza contra cabeza. Su cuerpo, horizontal”, recuerda Darrigade, lo cuenta aún, el jardinero, muerto. 65 años después, en el circuito Paul Armagnac, piloto muerto que da nombre al autódromo, los ciclistas del Tour, aceleran a 70 por hora y siguen chocando uno contra otro, y toman las curvas locos y rebotan contra las vallas y el asfalto, en un sprint salvaje de ansia y deseo que vuelve a ganar Jasper Philipsen, el único nombre que brilla este Tour junto a los de Tadej Pogacar y Jonas Vingegaard, a quienes se espera en los Pirineos el miércoles y el jueves. Su vitalidad asusta y duele, y Luis León Sánchez, que coloca a su Cavendish en los últimos kilómetros, y Jacopo Guarnieri, que trabaja para Caleb Ewan, segundo, a centímetros de Philipsen, se rompen la clavícula. “Ay”, lamenta Philipsen, tan rápido y tan irónico, al que abrió paso a codazos, y fue sancionado por ello, su lanzador Van der Poel. También cayeron Mezgec y Jakobsen. “El problema es que llegábamos tan enteros [aunque la media final del día tan llano llegó a 41 por hora, hasta el despertar en el sprint especial, a 80 kilómetros de la meta, la media no pasaba los 35 por hora] que todos teníamos muchas fuerzas para entrar al sprint”.

En los Pirineos, los sprinters y sus lanzadores, se agruparán en sus autobuses, a media hora de los escaladores y los fuguistas, lo que quieren ser todos los demás.

Los escaladores serán una quincena, encabezada por Pogacar y Vingegaard, y su consistencia y su puesto, dependerá más de los caprichos de la tirana pareja --¿qué les pedirá el cuerpo en el terrible Soudet, el primer hors catégorie, 15 kilómetros al 7% a 75 kilómetros de la meta, y los antiguos que lo subieron en el 95 aún recuerdan que fue el puerto más duro de aquel Tour, pese a que lo subieron, en la canícula, en marcha neutralizada en homenaje a Casartelli, muerto la víspera? ¿Se atacarán, cuerpo a cuerpo, sin piedad por fin, en el Marie Blanque, ocho kilómetros solo, pero un muro final de cuatro al 14%, y de ahí, a la meta de Laruns, un descenso de 18 kilómetros?— que de su estrategia y sus fuerzas. Entre ellos, a rueda, a rueda, ahorrando, querrán estar Mikel Landa, veterano en Tours y en montañas, y en aventuras inacabadas, malos entendidos y fábulas, y Carlos Rodríguez, debutante sensato y atrevido.

Landa sueña con ser landista, y lo será aun a su pesar, por tantos cabos sueltos se puede agarrar su filosofía, que todo lo acepta salvo la soberbia. Uno de ellos, la que dio origen al primer gran eslogan de su fe, el #freelanda del Tour del 17, el de la esclavitud en el Sky de Froome, es el de que si no se mueve no es porque no quiera sino porque el equipo no le deja. El Bahrain le ha condenado al trabajo de líder: prohibidas las aventuras, traga saliva, derrocha paciencia y sensatez; que sea Pello Bilbao, tu compañero de Gernika, quien sea el fuguista e intente ganar la etapa. Y Landa asiente, y responde, pero me quedan pocos años, y quiero ganar una etapa mítica del Tour, me falta, y no estaría mal la del día siguiente, la del padre Tourmalet y la llegada a Cauterets, al Cambasque que hizo gigante, cuerpo de mito, a Jesús Loroño, hace 70 años, ¿no?

Quién no querría ser Ocaña, quien, cuando le decían, en este circuito no tienes que atacar, se gana por desgaste de los rivales, respondía atacando en la primera vuelta y se tenía que retirar, agotado, a la mitad, y al día siguiente se negaba a aprender también.

Landa quiere serlo y, a su manera, también, Carlos Rodríguez, de 22 años, granadino de Almuñécar, el joven que llega, etiquetado por su aparente seriedad, tan formalito, como el sensato oficial del ciclismo español. Como para contradecir sus palabras, que lentas, meditadas y medidas salen de su boca, el líder del Ineos, y compañero de Egan Bernal, atrevidamente se ha cortado el pelo, se ha pelado en degradé futbolístico los laterales de la cabeza –“bueno”, intenta explicar, “me lo he cortado bien corto pensando en que me tiene que durar tres semanas”—y, sintiéndose, tras cuatro días sin caídas ni percances ni retrasos, querido por el Tour, la primera prueba de amor fuera del amor de toda la vida que tiene que pasar un ciclista. “Las piernas están respondiendo, que era lo principal”, dice Rodríguez, escalador de talla alta, 1,83 metros. “He trabajado bastante duro para estar aquí. Así que, bueno, si puede ser que algunos piensen que es una sorpresa verme delante, pero para mí es más bien satisfacción, alegría de estar ahí. Hemos trabajado para llegar lo mejor posible y esperemos que las piernas sigan yendo bien. Se trata de seguir aprendiendo y disfrutar sobre todo de la carrera. Y yo creo que lo principal va a ser llegar a París”.

Para que salga de su rincón, hay que provocarle a Carlos Rodríguez, que ha llegado con los días justos de preparación porque este año se rompió la clavícula y sufrió un atropello, según explica su preparador, Xabier Artetxe.

--Pero, ¿no le apetecería ser de vez en cuando un poco menos sensato y dejar hablar al gramito de locura que todos llevamos dentro?

--Se intenta, se intenta ser sensato. Siempre se tiene algo de locura, pero me gusta tener todo lo que se pueda bajo control. Lanzarme de vez en cuando, pero también tener las cosas controladas para que no sea todo locura. Pero no todo tiene que estar medido.

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