Djokovic y los calambres neutralizan a Alcaraz
El número uno sufre un colapso muscular cuando había logrado igualar con el serbio, que se postula a su 23º grande y a su tercer título en París (6-3, 5-7, 6-1 y 6-1)
Un hermoso litigio, hasta que todo salta por los aires. Feísimo cierre. Tercer parcial, segundo juego y, en su intento por restar, Carlos Alcaraz se suspende en el aire, traza el escorzo para golpear una derecha y, al caer, siente que se ha roto. Ahí termina la semifinal. Continúa la acción, pero el partido ha muerto. No abandona el español, pero está todo dicho. Otra vez, la desgracia, el infortunio. El físico y Carlitos. Calambrazos de arriba abajo. Le duele el gemelo, el cuádriceps, la ingle. Le duele el alma. ...
Un hermoso litigio, hasta que todo salta por los aires. Feísimo cierre. Tercer parcial, segundo juego y, en su intento por restar, Carlos Alcaraz se suspende en el aire, traza el escorzo para golpear una derecha y, al caer, siente que se ha roto. Ahí termina la semifinal. Continúa la acción, pero el partido ha muerto. No abandona el español, pero está todo dicho. Otra vez, la desgracia, el infortunio. El físico y Carlitos. Calambrazos de arriba abajo. Le duele el gemelo, el cuádriceps, la ingle. Le duele el alma. El Roland Garros que tantísimo deseaba se esfuma y Novak Djokovic —“lo siento mucho por él, es un competidor increíble; ganará este torneo muchas veces, no tengo ninguna duda”— aterriza en su séptima final en París, la 34ª de un Grand Slam: 6-3, 5-7, 6-1 y 6-1, tras 2h 23m. Queda el serbio a un solo paso de su vigesimotercer grande y de recuperar el trono mundial; solo puede impedirlo el noruego Casper Ruud, superior a Alexander Zverev (6-3, 6-4 y 6-0) y al que se le presenta la reválida tras la derrota de hace un año contra Nadal.
Mal sabor de boca en el Bois de Boulogne, este viernes de bochorno. Es un crío. “No puede ser”, lamenta el murciano en el instante en el que termina el sueño. “No puede ser, tío”, le dice a su preparador el número uno. “No es solo aquí, es aquí y aquí y aquí”, le transmite al fisio. “Me voy a dar una oportunidad…”, le dice a la jueza de silla, Aurélie Tourte, quien en actitud casi maternal, le precisa que si detiene el desarrollo pierde el juego y que después, cuando el chico (20 años) ya ha sido atendido, decide exclusivamente él. Sigue Alcaraz, pero acaba este asalto a París y el viejo orden (de momento) prevalece. Otro accidente. En enero fue el abdominal (antes de viajar a Australia); en marzo (en Río de Janeiro), una pierna; el curso pasado, otro percance en el core (noviembre, París-Bercy) y ahora el físico (castigado por la tensión) vuelve a frenarlo en un momento delicado, cuando había conseguido equilibrar un episodio de máxima exigencia con el veterano tótem de los Balcanes, 16 años mayor.
Antes de que todo estalle, en la central hay aroma de gran día y Djokovic, que se las sabe todas, trae a la fiesta el esmoquin y luce sus mejores galas. El serbio, definitivamente, sale de la madriguera. Es Nole (36 años) en toda su expresión, el serbio imperial, el portentoso, el dominante; excelso en todos y cada uno de sus golpes. Magistral en la interpretación. Sube y baja de marcha, cambia alturas, arquea el tiro para evitar que el chico golpee cómodo y tira descaradamente a su revés, una y otra vez. Ahí está la llave, piensa. No porque el de Alcaraz flaquee por ahí, de ningún modo, sino porque no quiere ni por asomo que el de enfrente tenga la más mínima oportunidad de sacar a pasear su derecha, ese drive tan bestial que en esta ocasión, durante el primer tramo, pierde presencia.
El español parte con tres errores, cosa rara. Su primera dejada, abierta, se va al pasillo, y la segunda se la adivina Djokovic, que el día anterior había estado ensayando media hora cómo intentar abortar ese recurso. Se miden en la red, y el de Belgrado se hace inmenso, sin dejar un solo hueco. “¡I-de-mo, I-de-mo, I-de-mo!”. “¡Vamos, vamos, vamos!”, le arropan desde la tribuna sus compatriotas. El revés de Djokovic secciona, encuentra una y otra vez la línea de fondo desde ambos perfiles e impone su plan. Mete una marcha u otra, según le convenga, y Alcaraz empieza a perderse en ese laberinto mental en el que tantos y tantos han caído. Entra de cabeza en el cenagal. Djokovic empezó a jugar este partido desde el día 1 en París, disfrazado de corderito.
Antes, un reverso antológico
Jamás se puede subestimar su categoría ni su fiabilidad. A la primera que tiene, la dentellada es descomunal. Rompe y se agiganta. Dudas, dudas y más dudas hasta la semifinal, pero a la hora de la verdad, se redimensiona, levita por la Chatrier, cierra puertas —cinco opciones de break anuladas en los cinco primeros intentos que dispone el murciano— y envuelve el duelo de la pastosidad que le interesa. Bota una y mil veces la bola, se eterniza en cada servicio, ralentiza cuando sopla el viento y el polvillo se le mete en los ojos. Djokovic, el estratega. El cacique. Angula con tiralíneas y rocía el juego de trampas. Y Alcaraz, que hasta este punto del torneo había navegado en aguas mansas, empieza a transmitir su nerviosidad. Está tenso, sufre.
La frase es más que reveladora. Grita primero el tenista, pero a continuación lo hace el chico que idolatra. No logra contenerlo. “¡No ha habido un solo punto de más de cinco golpes, eso es lo que tengo que cambiar!”, se dirige a su banquillo. “¿Voy a ganar a palos a Djokovic a la primera? ¡Pues no!”, se vuelve hacia su técnico, Juan Carlos Ferrero. Salva la primera bola de set, pero al final cede. En cualquier caso, tiene Carlitos ese instinto de supervivencia que diferencia a los mejores. No se rinde, pelea, se invierte a la que puede para conectar y se rebela. Hay partido. Se expresa con otra de sus genialidades, otra maniobra a guardar; esta, directa al Louvre. ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? No, es Carlitos, el sprinter con dos piernas como cohetes. Emula al genio Federer —hace 17 años, 2006, ante el argentino David Nalbandian—, al recular a la carrera e inventar un reverso descomunal, violento, plano, milimétrico.
Reacción partisana
Suena el himno partisano, el Bella Ciao que coincide con la reacción. “¡Vamos máquina, a por él!”, lo animan. Car-los, Car-los, Car-los!”, se pronuncia la central. Por fin, araña la rotura, pero se la devuelve Djokovic, irreductible; levanta el serbio un 0-40 y desperdicia acto seguido una oportunidad para 6-5, un revés demasiado escorado al pasillo. Aquí viene Carlitos. Tiene 20 años, pero conoce ya unos cuantos trucos y pone a la grada de su lado, arengándola y enderezándose. Parece no cansarse, a la carrera de aquí allá. Ahora sí, disfruta. Se reengancha, set iguales. Y Nole, que previamente ya había pedido asistencia médica para que le masajeasen el antebrazo, perjudicado de tanto poner la raqueta para repeler los cañonazos, se marcha al vestuario. Necesita rumiar, mirarse al espejo. Se ha definido la manga en matices, pero adivina un posible alud. Nunca se sabrá.
A la vuelta, llega pronto la desgracia y con ella una semifinal patas arriba. Se hace trizas el guion, no hay hilo conductor y sí un escenario incierto. Ni el propio Alcaraz sabe muy bien qué le sucede, contrariado por el incidente y completamente limitado. Se toca una pierna, también la otra; una rodilla, la otra; mira a su box, desconcierto, dolor, rostro desencajado. Le tratan en el vestuario y sigue, pero ya nada tiene sentido y el juego no es juego. Aun así, Nole aúlla, aprieta el puño en cada punto y festeja con rabia. Desconfía de principio a fin. Llueven algunos pitos, pero se retira entre aplausos. Está en su séptima final, a solo el tiro de gracia de su vigesimotercer grande y del récord de los récords. La desdicha de uno es la gloria para el otro.
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