A Rahm se le escapa el PGA Championship
El golfista, que perdió los nervios es un par de ocasiones, se encasquilla de nuevo en la tercera jornada (+6 en total) y queda lejos del líder Koepka (-6)
Por una vez, Jon Rahm evidenció que también es humano, que lo que hace fin de semana sí y al otro también, que eso de ganar o de casi lograrlo, no es lo normal sino extraordinario, un ejercicio superlativo de competitividad y habilidad, genio con chistera de los palos. Pero no ha ocurrido lo mismo en el Oak Hill de Rochester (Nueva York). Encasquillado en su juego en el PGA Championship, con una expresiva primera ronda (+6) y una corrección a tiempo en la segunda (-2) para pasar el co...
Por una vez, Jon Rahm evidenció que también es humano, que lo que hace fin de semana sí y al otro también, que eso de ganar o de casi lograrlo, no es lo normal sino extraordinario, un ejercicio superlativo de competitividad y habilidad, genio con chistera de los palos. Pero no ha ocurrido lo mismo en el Oak Hill de Rochester (Nueva York). Encasquillado en su juego en el PGA Championship, con una expresiva primera ronda (+6) y una corrección a tiempo en la segunda (-2) para pasar el corte, el de Barrika perdió la paciencia, el swing y la oportunidad de luchar por el laurel de su tercer major —ganó el US Open 2021 y el Masters pasado—, el segundo de carrerilla y del curso. Bajo una cortina de lluvia impertérrita, entre maldiciones y hasta algún que otro mal gesto —se le contaron dos por lo que tendrá que pagar 10.000 dólares de multa por mal comportamiento y ejemplo—, por más que al final se corrigiera y entrara en combustión, Rahm selló un +2 (+6 en total) y su capitulación, ya lejos de los líderes. Sobre todo del norteamericano Koepka (-6), con el que ya batalló en el Masters anterior hasta el último día, golfista con colmillo.
Ya comenzó torcida la vuelta desde el tee del 1, pues visitó el rough tras un drive un tanto desviado, maleza de la buena porque la hierba bermuda todavía se pone más pesada y rocosa con la lluvia. Calle, green y un putt estupendo de seis metros que le hizo una corbata señorial pero puñetera, 360º de disgusto, y bogey para empezar. Sería la tónica del día. Tras una nueva salida desajustada acabó en el bunker, después a calle y su primer desconcierto.¡Oh my God!, exclamó tras enviar la bola a territorio de dos putts. Otro bogey, dos de dos y nada que festejar en la jornada del moving day —se le llama día del movimiento porque es el día en el que se aclara quién luchará por el trofeo y quien estará en el fango—, esa en la que tenía que firmar bajo par si quería hacer algo. “Si estoy al par al acabar el sábado, puedo dar un susto a los líderes. Si ellos llegan en -5 o -6 y el domingo hago una vuelta de 66...”, siseaba unas horas antes de jugar. Pero se le atragantó el campo, minas por doquier aliñadas con la lluvia pertinaz, y se quedó con las ganas.
No tenía el día. Ni siquiera le alivió el birdie del hoyo cuatro, un purazo —un putt embocado de larga distancia— que le hizo sacar el puño. Más que nada porque volvió a toparse con el rough en el quinto y tras sacarla a duras penas, explotó al pegarle con el palo a un micro que estaba a ras de suelo. Gesto que repetiría un poco más tarde, cuando encadenó otros tres bogeys. “¡Oh vaya bola, mira eso! ¡Ten suerte!”, gritó tras el drive en el 8. Y sí que la tuvo porque la bola estaba por detrás de la valla (lugar inaccesible), pero no fuera de límites, por lo que el árbitro le dejó dropar sin penalidad. Pero un chip terrible le hizo firmar otro bogey y ya las quejas se sucedían. “¡Otra vez, otra vez!”, gritaba. “¡Bola con agua!”, se lamentaba; “¡Qué mala suerte!”…
Digerido que ya no saborearía el PGA, ni tan siquiera la lucha por intentarlo, Rahm se destensó. Por eso, tras un putt de los que quitan el hipo en el hoyo 13, se reía y tomaba con humor el birdie, buena cara al mal tiempo. Nunca mejor dicho. Y eso le llevó a recuperar su golf, bellísimo wedge en el siguiente hoyo para concatenar otro birdie, al final tres en los últimos seis hoyos. A su lado, una vez más, por eso de llevar los mismos golpes, repitió compañero de partida, el australiano Cameron Smith, mostacho rubio, greñas desmadejadas y golf de altos vuelos, jugador del LIV y campeón del pasado The Open, que no atendía a otra cosa que a su bola, a su jornada al par. No le fue tan bien a Pablo Larrazábal, el otro español que pasó el corte —Arnaus y Otaegui se quedaron en el camino—, que concluyó el recorrido con un +4 (+8 en total).
No hubo nadie, en cualquier caso, como Koepka, el señor de los grandes -dos US Open y dos PGA en su bolsillo, además de 13 top-5 en los majors-, fiera competitiva que se marcó un -4 en el día, favorito para el cetro tras pelear con Rahm el Masters hasta que se desinfló. Tras él Hovland (-5), siempre agresivo y en busca de los birdies, exhibiendo buen humor y modales en el campo, un joven golfista que desde hace un par de cursos busca el major; cuarto en el anterior British y séptimo en el Masters. Pero hay más. Como Conners (-5), que sigue jugando de maravilla desde el tee y pateando con solidez, su tara hasta la fecha. Como el científico DeChambeau (-3), que está reencontrándose con su heterodoxo swing. Como el peligrosísimo Scheffler (-2), por más que ayer no tuviera el día. Y como dos viejos conocidos que no entienden eso de bajar los brazos: Justin Rose (-2) y, al fin, Rory McIlroy (-1). Todos ellos son los únicos jugadores bajo par en el torneo. Distancia sideral con Rahm, campeón del pasado Masters, el único capaz de ganar cuatro torneos desde que comenzara el curso (se unen The American Express, The Genesis Invitational y Sentry Tournament), que por algo es el número uno en el ranking. En esta ocasión, sin embargo, no luchará por la Wanamaker. Pero por mucho que le sacara de quicio en ocasiones el campo, el día o según qué golpes, es lo normal en el golf. Incluso para Jon Rahm.
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