Tom Pidcock se hace gigante en las Strade Bianche
Con un ataque a lo Pogacar, a 50 kilómetros de Siena, el ciclista inglés, campeón olímpico de mountain bike, se impone en solitario en la clásica italiana de los caminos blancos
Recorren los ciclistas, no un pelotón, más bien pequeñas bandas de pillaje, armadas Brancaleone, codicia y hambre, los caminos blancos –las Strade Bianche– entre las colinas de arcilla de Siena, tan áridas, y la imaginación, y el paisaje toscano, lleva a las guerras medievales que enseñaban en la escuela, güelfos contra gibelinos, montescos contra capuletos, lo que sea, y es la guerra del instinto contra la razón la que se libra, la de ...
Recorren los ciclistas, no un pelotón, más bien pequeñas bandas de pillaje, armadas Brancaleone, codicia y hambre, los caminos blancos –las Strade Bianche– entre las colinas de arcilla de Siena, tan áridas, y la imaginación, y el paisaje toscano, lleva a las guerras medievales que enseñaban en la escuela, güelfos contra gibelinos, montescos contra capuletos, lo que sea, y es la guerra del instinto contra la razón la que se libra, la de Tom Pidcock, mínimo de estatura ciclista inglés, de Leeds, en el Yorkshire, 23 años, contra 20 grupos distintos que se hacen y se deshacen en su persecución, inútil.
Durante 50 kilómetros de fuga, Pidcock nunca ha tenido más de un minuto de ventaja. Comienza con poco más de 20s de ventaja el ascenso final a la Plaza del Campo de Siena, donde el Palio, por la tortuosa calle empinada de Santa Catalina, donde los turistas se quedan sin resuello y se hacen selfies. Gana con 20s. Durante más de una hora no ha dejado de pedalear, subiendo y bajando, colinas empinadísimas, asfalto liso, plato de 53 casi siempre, pedalada ágil y poderosa. En Siena, el inglés es un gigante del ciclismo. El pelotón, a sus pies.
Es una carrera hermosa, y polvorienta, y rostros de bicarbonato sódico y gargantas resecas, e Iván Romeo, y su entusiasmo de teenager pucelano, conociendo la miseria de la pájara y el abandono. Es hermosa porque es incontrolable, porque Pidcock y sus largos calcetines blancos, ciclista que se agiganta cuando persigue sus sueños de mitómano, un ciclocross contra Van der Poel (y ha ganado un Mundial) o un mountain bike también contra el adorado neerlandés, amado padre de la última revolución ciclista (y es campeón olímpico), una etapa del Tour en el Alpe d’Huez (y un descenso pavoroso del Galibier que aún pone los pelos de punta a quien lo recuerde) o una clásica única, paisaje de salvapantallas de Windows del desierto de Accona, cielo tan azul, sembrados verdes, nubecitas.
Pidcock ha leído sus clásicos, se sabe de memoria las aventuras increíbles de Tadej Pogacar, un espejo imposible que este 2023 ha pasado de la carrera que hizo monumento hace un año, y sacralizó el paso por el tramo octavo de tierra de los 11 que cubren 60 de los 180 kilómetros de carrera alrededor de Siena. Es el tramo de cinco estrellas llamado del Monte Santa María que lleva a un pueblo abandonado, piedras medievales, entre campos y cipreses. Allí, a 50 kilómetros de Siena, bajando, atacó Pogacar, y el caos le persiguió; allí, casi en el mismo sitio, ataca Pidcock. El instinto es él, el deseo acelerado por la osadía; la razón son los que le persiguen, el deseo frenado por el miedo, moderado por el cálculo: viejos zorros como Rui Costa, calculadores como Benoot, atacantes sin cabeza como Simmons, destrozapelotones y compañeros ambiguos como Attila Valter (no lo puede evitar, lo lleva en el nombre), tranquilos como Pello Bilbao… Irónicamente, entre tanto pensamiento el entendimiento es imposible, y no alcanza al coraje.
Gana Pidcock, que lo desea todo, Flandes, la Roubaix, que desciende y patina en las curvas de forma controlada, las ruedas de 30 milímetros de su Pinarello con llantas anchas hinchadas a poco más de cuatro atmósferas, el esternón perpendicular sobre la potencia en los giros, y se bebe sus bidones de carbohidratos cuando toca, y sigue las reglas de la tecnología y del conocimiento, la única arma que hace posible la locura de sus sueños.
La batalla que enciende el ciclismo continúa esta semana. El domingo comienza la París-Niza –contrarreloj por equipos el martes, llegada en alto el miércoles, fin de semana movido en la Costa Azul–, en la que, de nuevo en carreteras francesas, se reanudará el duelo del Tour entre el derrotado, el loco Pogacar, y el ganador, el increíble Vingegaard, que tanto han abierto el apetito de la afición en febrero. El lunes, en Toscana siempre, comienza la Tirreno-Adriático, con los pegadores Van Aert, Van der Poel y Alaphilippe; con los ciclistas de largo aliento Mas, Landa y Roglic. El ciclismo grande no para.
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