Muchos Martínez y un solo Dibu
Del escrutinio milimétrico era consciente el portero de Argentina, cómo no serlo: uno gana el Mundial para permitirse algún exceso y profanar, si se tercia, la imagen del monstruo final
Qatar, su Mundial, ha servido para constatar una tendencia que bien haríamos en tratar de revisar: nos hemos convertido en los catequistas del fútbol, unos tipos grises con jerséis de cuello pico que señalan con el dedo los pecados de sus protagonistas. Al Dibu Martínez, por ejemplo, le llueven palos estos días por mofarse de Mbappé ...
Qatar, su Mundial, ha servido para constatar una tendencia que bien haríamos en tratar de revisar: nos hemos convertido en los catequistas del fútbol, unos tipos grises con jerséis de cuello pico que señalan con el dedo los pecados de sus protagonistas. Al Dibu Martínez, por ejemplo, le llueven palos estos días por mofarse de Mbappé mientras cientos de compatriotas suyos se jugaban la vida por admirar la estampa desde un plano cenital. Quizás ha llegado el momento de admitir que todo en esta vida es cuestión de perspectiva, también las críticas a un tipo de barrio que acaba de lograr lo imposible y encuentra en el guiño fácil una manera de prolongar el éxtasis colectivo.
La moralina y el fútbol reinventan el famoso chiste del yogur con chorizo, aquella mezcla imposible que solicitábamos en los colmados del pueblo para contarlo al día siguiente en el recreo. Nos admiramos, dignísimos, acusando al futbolista de no estar a la altura de las circunstancias, tan solo porque él tiene algo que celebrar mientras nosotros dejamos tirada la toalla en el baño cada mañana, desordenadamente confiados al no tener una cámara de televisión enfocando cada movimiento. Del escrutinio milimétrico era consciente el Dibu, cómo no serlo: uno gana el Mundial para permitirse algún exceso y profanar, si se tercia, la imagen del monstruo final, ese ogro deportivo que trató de robarte la fiesta en los morros, algo recurrente en la liturgia del éxito desde que Red Auerbach bautizaba con los nombres de sus víctimas aquellos puros formidables que se fumaba. Excluyamos la naturalidad de la ecuación y nos quedará algo similar a la política, el patinaje artístico o un concierto de Coldplay.
Criticamos al Dibu a cuarenta pulsaciones por minuto -que es el grado máximo de excitación que uno puede alcanzar escribiendo un artículo de opinión, no digamos un tuit- por sus excesos. O al Mourinho que profanó el Camp Nou acosado por los aspersores y con el dedo en alto, recordándole a Dios que los milagros no son materia exclusiva de los inmortales. ¿En qué punto establecemos el umbral de lo admisible cuando apenas contamos como referencia esgrimible el punto álgido de nuestra mayor celebración? La mía, y lo reconozco con cierta vergüenza, se limitó a cantar el “papá, decime qué se siente” a mi propio progenitor el día que mi madre me nombró conductor habitual en el seguro obligatorio de su nuevo y flamante utilitario.
El populacherismo y las redes sociales nos han convertido en seres de luz que acumulan corazones y buenos comentarios a base de fingir virtudes: es el sino de los nuevos tiempos. A este paso, llegará el día en el que alguien descubra la cura definitiva contra el cáncer, lo celebre utilizando una probeta a modo de falo, o vacilando a otro investigador que lo intentó antes que él y terminó patentando un crecepelo, y una marea de moralistas le afearán la conducta en Facebook, o armarán una campaña para que nadie con un mínimo de ética y conciencia social admita el tratamiento.
Nadie, ni siquiera otro Martínez, sabe lo que pasó por la cabeza del Dibu tras evitar una hecatombe nacional en la prórroga y salir vencedor en los penaltis. Todo lo demás es fútbol, aunque no solo fútbol, un entramado de sensaciones que se nos escapan a quienes, como éxito más remarcable en el ámbito del deporte, convencimos a nuestras madres para comprar unas Reebok Pump con la falsa promesa de saltar un poco más y aprobar, por fin, la dichosa asignatura de Educación Física.
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