Que siga la fiesta
Las explicaciones del revolcón entre lo pronosticado y lo ocurrido con la selección española de baloncesto van desde el peso de la historia, la reivindicación del jugador español, la fortuna y un técnico superlativo como es Sergio Scariolo
Sorprendente, inesperada, emocionante, milagrosa, mágica. Todo adjetivo, incluso los grandilocuentes, encajan para catalogar la apasionante aventura que acabamos de vivir con la selección española de baloncesto. Un equipo cenicienta al que casi nadie tuvimos en cuenta para logros que fuesen más allá del aprendizaje a realizar de cara a tiempos mejores. Incluso sin tener que entrar en odiosas comparaciones con la época gloriosa de la que venimos y que imaginábamos te...
Sorprendente, inesperada, emocionante, milagrosa, mágica. Todo adjetivo, incluso los grandilocuentes, encajan para catalogar la apasionante aventura que acabamos de vivir con la selección española de baloncesto. Un equipo cenicienta al que casi nadie tuvimos en cuenta para logros que fuesen más allá del aprendizaje a realizar de cara a tiempos mejores. Incluso sin tener que entrar en odiosas comparaciones con la época gloriosa de la que venimos y que imaginábamos terminada, la sensación general apuntaba mucho más hacia el inicio de una necesaria reconstrucción que a la continuación de la fiesta en la que nuestro baloncesto lleva metido desde hace 20 años.
Las explicaciones de tamaño revolcón entre lo pronosticado y lo ocurrido van desde el peso de la historia, el valor del legado dejado por la generación de oro, la reivindicación del jugador español, la necesaria dosis de fortuna y por supuesto, el contar en la banda con un técnico superlativo como lo es Sergio Scariolo, piedra angular de este estratosférico éxito.
Con la llegada a principios de siglo de la generación de Gasol y compañía, España no solo pudo conformar un equipo colosal, sino que mostró al mundo un estilo, una forma de ser, hacer y competir determinada, donde reinaban valores colectivos innegociables. Un equipo que jugaba y disfrutaba, que ganaba mucho y perdía poco, pero siempre respetaba, que no se creía superior a nadie, pero tampoco inferior. Un colectivo que año tras año estaba encantado de juntarse, entrenar y sobre todo competir. Pensamos que con la retirada de los nombres más ilustres desaparecería también este modus vivendi. Ya en el Mundial de China 2019 se pudo comprobar que había algo que estaba a salvo de ausencias. En este Eurobasket, en un más difícil todavía, la evidencia ha sido palmaria. El legado sigue más vigente que nunca y confirma, por encima de situaciones puntuales, que el modelo educativo/competitivo sigue resultando tan efectivo como ejemplar.
Este éxito también debería ayudar a valorar en su justa medida al jugador español. Más allá de los ilustres a los que siempre añoraremos hay mucha vida, pero parte de ella no encuentra en sus clubes el hueco o el hábitat ideal para desarrollar todo su talento. Este verano, una vez más, ha habido recolecta de medallas y MVPs en categorías de formación, y no es la primera vez. Pero esos chavales suelen encontrar demasiadas dificultades para confirmar su valía. Esperemos que este éxito logrado empuje a apostar algo más por ellos, sabedores ahora de sus capacidades.
Capítulo aparte merece Sergio Scariolo. Más que nunca, este ha sido un equipo de autor donde Sergio ha manejado todos los hilos de manera impecable. Su hoja de servicios ya resultaba difícilmente igualable antes de esta última subida al cajón, pero ya se sabe que los entrenadores que cuentan en sus equipos con grandes jugadores, por mucho historial exitoso que se cuelguen, siempre están bajo sospecha. “Ya veremos cuando no tenga tan buena plantilla, a ver qué hace” decían los más suspicaces. Pues bien, llegó ese momento, y la respuesta de Scariolo ha sido de matrícula de honor. Su impresionante trabajo en pleno campeonato es lo más llamativo y no ofrece ninguna duda. El manejo de jugadores y rotaciones, las trampas tácticas, el entramado defensivo, todo ha ido mejorando según avanzaba el campeonato, ley no escrita para este tipo de torneos. Pero tanto mérito como dirigir a la perfección en tiempo de competición tiene el antes de, todo ese trabajo realizado durante unas ventanas que parecían no interesar a nadie. En esos días casi de anonimato se fue conformando y fraguando la transmisión de esos valores que primero se observan, luego se interiorizan y finalmente se muestran en la pista.
Termino con dos nombres más. Rudy Fernández y Alberto Díaz. Rudy, jugador ya eterno, estrella mil veces laureada que mantiene la ilusión de un novato, última correa de transmisión entre pasado y presente y que por fin ha podido ejercer un liderazgo indiscutible dentro y fuera de la pista. Alberto, el jornalero incansable, la pesadilla de rivales, la fe llevada hasta el límite, el chaval humilde que logra emocionar a todos con su actitud, alegría y lágrimas. Dos trayectorias bien distintas, dos universos dispares que finalmente se fusionan en uno solo. En esta capacidad para aunar y multiplicar voluntades y talentos, vengan de donde vengan y tengan el tamaño que tengan, radica buena parte del secreto de este éxito tan inesperado como digno de elogio. Pues eso, que siga la fiesta.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.