50 años después, en la memoria avivada, los Juegos Olímpicos de Múnich 72
Olga Korbut, Mark Spitz, Valei Borzov, David Wottle, Mariano Haro... las figuras de unos Juegos cuyo recuerdo ha borrado la violencia
Un librito en la estantería desde niño, De Olympia a Munich, Andrés Mercé Varela, y una bolsa de deportes de plástico con los cinco aros y las tres rayas de Adidas y Munich 72 bien grande. Múnich 72 es Mark Spitz, que se ha dejado bigote porque así el agua se desliza mejor por su cara y no le entra en la boca, dice, y se ríe viendo la cara estupefacta de los periodistas, y para hacerse la foto le tienen que pegar en el ancho pecho las siete medallas de oro, para que no penduleen, y ...
Un librito en la estantería desde niño, De Olympia a Munich, Andrés Mercé Varela, y una bolsa de deportes de plástico con los cinco aros y las tres rayas de Adidas y Munich 72 bien grande. Múnich 72 es Mark Spitz, que se ha dejado bigote porque así el agua se desliza mejor por su cara y no le entra en la boca, dice, y se ríe viendo la cara estupefacta de los periodistas, y para hacerse la foto le tienen que pegar en el ancho pecho las siete medallas de oro, para que no penduleen, y es Olga Korbut, que llora porque le han anestesiado la espalda, que le duele, y se le han dormido las piernas, y en las asimétricas, su belleza, su tesoro, se ha caído, y el mundo llora con ella, 17 años, una niña de Bielorrusia y el escudo soviético; es Kip Keino, que por capricho corre los 3.000 metros obstáculos y corre sin saltar las vallas, sino apoyando un pie en ellas, y en la ría no se apoya sin más, sino que toma impulso sobre la valla y salta en el aire, porque le tiene miedo al agua, pero gana y bate el récord del mundo, como John Akii Bua en los 400m vallas, el primero que baja de 48s y corriendo por la calle uno, y es policía en la Kampala sangrienta del sanguinario Idi Amin, y Edwin Moses, aún hoy, sigue diciendo que él no sería lo que ha sido si no hubiera existido Akii Bua, que, señal de su fama, en Uganda significa correr desde entonces.
Es David Wottle que le dice a Bill Bowerman que se casa porque quiere y en la Villa Olímpica vive su luna de miel, aunque, lo cuenta mucho después, está tan nervioso que no consuma hasta después de ganar los 800m de una forma única, corriendo descolgado bajo su gran gorra blanca de golf la primera vuelta, y manteniendo siempre el mismo ritmo, adelantando a todos los demás, ya cansados, y en la última recta supera a tres, y en el último metro al soviético (ucraniano) Yevhen Arzhanov, y gana por tres centésimas, y Bob Seagren pierde ante un alemán oriental porque no le dejan usar sus pértigas de fibra de carbono y, cabreado, devuelve la que le prestan para competir al juez con el gesto, métetela por dónde te quepa. Lasse Virén, un policía finlandés, se cae a mitad de los 10.000m, pierde 50 y 60 con los primeros, se levanta, los alcanza y los gana con récord de mundo, y Mariano Haro, tierracampino sin sprint, le ve pasar volando y sufre, y termina cuarto, y en los 5.000m, unos días después, aun sin caerse, Virén también vuela, y deja de piedra a Steve Prefontaine y su bigote mítico que se hace leyenda cuando se mata con su coche a lo James Dean tres años más tarde.
Cuatro años después de John Carlos, Tommie Smith y Lee Evans, el black power en los podios de México 68, Vincent Matthews y Wayne Collett, oro y plata en los 400m, se ponen a charlar en el podio durante el himno de Estados Unidos, uno con las manos en jarras y el otro atusándose la perilla. “No podía cantar la letra de un himno, la tierra de los libres, la casa de los valientes, que es mentira”, dice Matthews. 1972. Guerra fría. Dos Alemanias y un muro. La Unión Soviética que se enriquece con las medallas ucranianas. Valeri Borzov, ucraniano y soviético, y el laboratorio deportivo de Kiev, gana los 100m en los que dos norteamericanos no llegan a la final porque se confundieron, pensaban que sus series de cuartos eran a las siete y fueron a las cuatro, y llegaron tarde, y gana los 200m y antes de cruzar la línea mira a todos los lados, y no ve a nadie.
Los soviéticos ganan a los imbatidos americanos en la final del baloncesto, muy tarde, en la madrugada, tres segundos que se juegan varias veces hasta la bandeja de Sasha Belov, los tres segundos más largos de la historia. Los norteamericanos, enfadado, se niegan a subir al podio a por la plata, la rechazan, y escriben en su testamento que prohíben a sus herederos ir a Lausana a pedírsela al COI, que las tiene guardadas, Heide Rosentahl salta con gafas y ganó la longitud y quedó segunda en pentatlón detrás de la británica Mary Peters, católica en la Belfast de The Troubles, los años negros del conflicto, entrenamientos con bombas estallando alrededor.
Todo ello ocurre bajo el techo transparente que cubre el anillo olímpico, sin barreras ni columnas. Todo abierto. Libre. Y el elogio de la ingeniería alemana. Su milagro.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.