La necesaria intervención pública en el caso de Rubiales y Piqué
La codificación de la ética nos ha llevado al mismo problema que se plantea en el derecho: la interpretación literal de las normas
Las informaciones que se están conociendo estos días en relación con la negociación del contrato para la realización de la Supercopa de fútbol en Arabia Saudí nos sitúan ante un panorama inédito y complejo en el mundo del fútbol. Lo primero es, sin duda, diferenciar los planos. El ético y el jurídico, de un lado, y el contrato, en sus aspectos obligacionales, y las afecciones la competición, por otro.
En el plano jurídico mercantil, la suscripción de un contrato de mediación o de comisión no es, en sí mismo, algo reprobable sino una práctica diaria. Si la cuantía de la mediación es o no...
Las informaciones que se están conociendo estos días en relación con la negociación del contrato para la realización de la Supercopa de fútbol en Arabia Saudí nos sitúan ante un panorama inédito y complejo en el mundo del fútbol. Lo primero es, sin duda, diferenciar los planos. El ético y el jurídico, de un lado, y el contrato, en sus aspectos obligacionales, y las afecciones la competición, por otro.
En el plano jurídico mercantil, la suscripción de un contrato de mediación o de comisión no es, en sí mismo, algo reprobable sino una práctica diaria. Si la cuantía de la mediación es o no de mercado es un tema complejo porque, en este caso, no había mercado previo sobre el que compararse ni un mercado de referencia que nos permita tener un valor de comparación. Cuando esto falta todo se vuelve opinable, pero sin más.
El plano ético es más complejo. Las modernas técnicas de compliance han definido —con más o menos acierto— el conflicto de interés y en el caso de la RFEF han articulado la prohibición expresa de percibir o generar comisiones, salvo, en este último caso, con la existencia de contrato legítimo. Este plano exige diferenciar entre lo que uno puede llegar a pensar y lo que dice la letra de la ética codificada de la que se han dotado las instituciones como garantía frente a la sociedad de la corrección del ejercicio de su función. En este ámbito es más complejo indicar que no existe conflicto de intereses que afirmar la existencia de una comisión ilegal si media un contrato mercantil. La codificación de la ética nos ha llevado al mismo problema que se plantea en el derecho: la interpretación literal de las normas.
En el segundo de los planos, fuera, por tanto, del contenido obligacional, lo que probablemente es más difícil de admitir es que en las negociaciones el representante de una empresa, miembro de un estamento de la RFEF en su condición de deportista en activo, realice actuaciones o acciones que afectan directamente a la estructura de la competición y de los participantes en la misma. Este plano es, realmente, el más complejo y el de mayor debilidad.
A partir de aquí surgen otras dudas. La RFEF percibe ayudas públicas en actividades sectoriales. Esta condición obliga a pensar si, realmente, sería aplicable el Código de buen gobierno y, en su caso, las obligaciones que proceden de la Ley de Subvenciones y del propio texto de la Ley del Deporte cuando tipifica la indebida utilización de subvenciones públicas. Se suscita si esto obliga en el citado ámbito sectorial concreto o en el conjunto de la Entidad.
El debate es apasionante porque en el fondo está el verdadero papel del Estado en la intervención pública. El modelo actual y el proyectado apuntan directamente a una fuerte intervención pública pero lo sorprendente es que cuando toca utilizar o exigirla se dé un paso atrás, se alegue que no perciben subvenciones ni ayudas y se sitúe el problema ante la eventualidad de dirimir el conflicto en el ámbito de las acciones judiciales. Para acabar así es más sencillo simplificar el modelo de intervención pública y dejar a las federaciones a su suerte y al control judicial de su actuación. No es esa la realidad ni, desde luego, es el modelo del Proyecto de Ley que se tramita en el Congreso. La intervención pública por la que tanto se lucha —no sé si correcta o incorrectamente—, no admite que el resultado sea la inhibición y la invocación del carácter privado de las instituciones, cosa ya conocida y asumida.
El conflicto nos enfrenta con la debilidad de nuestro sistema, con las incongruencias que vamos construyendo y con lo inútil de los modelos si, finalmente, no se cree en ellos. La gobernanza institucional es, sin duda, un reto y una asignatura pendiente. Se trata de creer en las instituciones, respetarlas, hacer de la transparencia y el servicio al interés general del colectivo los elementos clave. Cómo conseguirlo es, sin duda, más difícil, aunque situaciones como las vividas nos deben ayudar a la construcción de un modelo más aceptable desde los diferentes puntos de vista indicados.
Alberto Palomar Olmeda es profesor titular de Derecho Administrativo en la Universidad Carlos III de Madrid.
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