Cielo, tierra e infierno se cruzan en la pista de patinaje de Pekín
La victoria en los Juegos Olímpicos de Invierno del norteamericano Nathan Chen llega acompañada del intento fallido de Yuzuru Hanyu de conseguir un cuádruple axel y un nuevo capítulo del misterio de Kamila Valieva, que reaparece y practica
La música subraya el drama. El hielo es el escenario. Nathan Chen, Yuzuru Hanyu, Kamila Valieva, los protagonistas. El campeón, el derrotado, la hundida. El cielo, la tierra, el infierno. No es un triángulo. Es algo más profundo, más complicado, una geometría no de rectas ni de ángulos, sino de curvas sinuosas, de giros a velocidad de centrifugadora de lavadora, de búsqueda del equilibrio imposible un paso más allá. Es una historia repetida en muchos Juegos Olímpicos. El patinaje artístico siempre es algo más.
Las músicas se suceden. Suena al mediodía Ten To Chi To (cielo y tierr...
La música subraya el drama. El hielo es el escenario. Nathan Chen, Yuzuru Hanyu, Kamila Valieva, los protagonistas. El campeón, el derrotado, la hundida. El cielo, la tierra, el infierno. No es un triángulo. Es algo más profundo, más complicado, una geometría no de rectas ni de ángulos, sino de curvas sinuosas, de giros a velocidad de centrifugadora de lavadora, de búsqueda del equilibrio imposible un paso más allá. Es una historia repetida en muchos Juegos Olímpicos. El patinaje artístico siempre es algo más.
Las músicas se suceden. Suena al mediodía Ten To Chi To (cielo y tierra), la música que le puso Isao Tomita a una serie de la televisión japonesa. Patina, danza a su compás, Yuzuru Hanyu, 27 años, un hombre, doble campeón olímpico, una obsesión. Es su programa libre y nada más empezarlo, cuando está más fuerte, más enérgico, más decidido, se lanza a intentar un cuádruple axel, el salto imposible, la única razón de su viaje a Japón, ser el primer hombre no en la luna, en el cielo, el primero que consigue en una competición oficial un salto tan complicado de ejecutar que nadie siquiera lo ha intentado nunca.
Son más de cuatro giros los que necesita, cuatro y medio, pues se afronta de frente, no de espaldas como los otros cinco tipos de giro existentes –lutz, flip, loop, salchow, toe--, la sustancia del patinaje, los movimientos que convierten el baile en deporte de altísima exigencia. Se necesita velocidad tremenda y tremenda fuerza para transferir el peso de una pierna a otra. Hanyu vuela, gira, gira, gira… y cuando le falta solo poco más de un cuarto de giro, tan cerca llegó del cielo, el cuerpo deja de flotar. Cae a tierra. La cuchilla del pie de aterrizaje está cruzada 90 grados. Se desequilibra el artista. Se derrumba. Javier Fernández, el campeón del mundo español, guarda silencio y luego estalla en los micrófonos de Eurosport. Y habla maravillado. Habla como el niño deslumbrado por un fenómeno que nunca pensó que llegaría a ver. Y todos comprenden que el héroe más humano es aquel que fracasa intentando algo inhumano, llegar más lejos de los que nadie lo ha hecho. La grandeza. En unos Juegos Olímpicos. Y al hacerlo, tan agotado le deja, falla su siguiente salto, un cuádruple salchow, y con la caída vuela una medalla de bronce que tenía en la mano. Clava dos cuádruples toe, pero no tiene preparado ninguno más en su arsenal. Es cuarto. Un norteamericano y dos japoneses, el jovencito, de 18 años, Yuma Kagiyama, el futuro Hanyu, y el más veterano, 24 años, Shoma Uno, le superan. Al terminar, llora. No por el bronce, que no le importa, ni a él ni a los millones de japoneses que le adoran y adorarán siempre como un dios, sino por la obsesión anhelada y no satisfecha. Por no haber dejado su nombre para siempre grabado como su alma de genio le demandaba.
Pasado el mediodía del jueves en la pista de hielo de Pekín se apagan los ecos de la música de Elton John, del Rocket Man (el cohete humano), la inspiración, el anhelo cumplido de Nathan Chen, el norteamericano de Utah de 22 años, el único patinador tan fuerte que es capaz de incluir cinco cuádruples saltos en su ejercicio, y salir airoso, espectacularmente airoso, de todos ellos, y no deja de batir récords de puntuación. Y el patinador que entrena en California con el armenio Rafael Arutiunam, llega al cielo, o él así lo cree, tan bajo acabó en los anteriores Juegos Olímpicos, los de Pyeongchang, cuando, chaval de 18 años, falló en el programa corto y se quedó lejos de las medallas pese a ejecutar el mejor programa libre, el más arriesgado, de todos. La medalla de oro que, inevitablemente, consigue es su redención. Para lograrla ha aprendido, dice, a ser lo contrario que Hanyu, a no obsesionarse con su objetivo. A soñarlo y acariciarlo, no más.
Suena música variada cuando, a media tarde pequinesa, Kamila Valieva aparece para entrenarse, y todos los focos de todas las cámaras se vuelven hacia ella, la niña de 15 años, la fenomenal patinadora que ha inaugurado la era de los cuádruples saltos femeninos en los Juegos. Ha pasado en dos días del cielo al infierno, pero, según reportan los periodistas de Reuters allí presentes, está relajada y sonriente. Viste una sudadera con capucha azul marino, medias negras, pantalones cortos. El pelo, recogido en un moñito. Solo pierde la sonrisa cuando Eteri Tuberidze, su entrenadora, y de las otras dos patinadoras rusas llamadas a barrer el podio con ella, la llamada quad squad (la escuadra del cuádruple), pues todas bordan los saltos de cuatro giros, la llama a practicar sus saltos y giros. Seria y concentrada, los ejecuta sin temblar. Alrededor de su talento y su juventud, un terremoto mundial. Geopolítica deportiva y consideraciones morales.
Sigue sin convocarse la ceremonia de medallas de la competición por equipos (oro para ella y los rusos). El Comité Olímpico Internacional (COI) y la federación de patinaje (ISU), guardan silencio, obligados, dicen, por motivos legales, sobre la naturaleza de los motivos que impiden la parada del podio. Ni confirman ni desmienten la noticia de los medios rusos referentes a un positivo de Valieva por trimetazidina, un modulador cardiaco que, en teoría, baja las pulsaciones y aumenta el flujo sanguíneo, en un control en Navidades, durante el campeonato de Rusia en San Petersburgo. Nadie puede hablar tampoco porque, como menor, Valieva forma parte del llamado grupo de deportistas protegidas. Ni su nombre ni la sustancia pueden ser anunciadas. Y las miradas se vuelven a su entrenadora milagro. Y las dudas. ¿Cómo puede dar a una niña un medicamento para un corazón que no sufre? ¿Qué no hará más?
Y hasta el Kremlin sufre. Peligran las maniobras de reinserción total del deporte ruso en el movimiento olímpico. El país participa aún en los Juegos como ROC, Comité Olímpico Ruso, sin himno ni bandera, como castigo al dopaje de estado que practican. Y así seguirían si un positivo en unos Juegos volviera a ensuciar sus registros. El conflicto legal-político-deportivo debería estar resuelto antes del martes 15, día que empieza, a las 11 de la mañana, la competición individual femenina.
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