El Barça quinqui

Ahora mismo, el equipo azulgrana es puro chabolismo, uno de esos enjambres de lata y cartón que acumulan desdichas a pocos kilómetros de algún monumento nacional sin que entre allí ni la policía

De Jong, Sergiño Dest y Nico González en el partido del FC Barcelona contra el Benfica.MANUEL DE ALMEIDA (EFE)

Lo mismo en el fútbol que en la vida –seguramente porque vienen a ser la misma cosa–, las alegrías y las penas siempre han ido por barrios hasta que llegó este Barça de Koeman para cargarse el topicazo. Ahora mismo, el equipo azulgrana es puro chabolismo, uno de esos enjambres de lata y cartón que acumulan desdichas a pocos kilómetros de algún monumento nacional sin que entre allí ni la policía, cuanto más una sonrisa. Da pena ver a un conjunto tan empequeñecido, tan frágil, tan desnortado que cualquier día de estos preparará un atraco a una joyería del centro y al volver a casa, sin botín ni ...

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Lo mismo en el fútbol que en la vida –seguramente porque vienen a ser la misma cosa–, las alegrías y las penas siempre han ido por barrios hasta que llegó este Barça de Koeman para cargarse el topicazo. Ahora mismo, el equipo azulgrana es puro chabolismo, uno de esos enjambres de lata y cartón que acumulan desdichas a pocos kilómetros de algún monumento nacional sin que entre allí ni la policía, cuanto más una sonrisa. Da pena ver a un conjunto tan empequeñecido, tan frágil, tan desnortado que cualquier día de estos preparará un atraco a una joyería del centro y al volver a casa, sin botín ni pan, descubrirá que le han robado hasta el barreño de fregar almas: el Barça quinqui ya está aquí y ni siquiera tiene un José Antonio de la Loma que lo cuente.

Ni rebeldía le queda ya a este saco de nombres ilustres y chavales desdentados. Es un decir, claro, pues hasta el último gato de ese vestuario tiene un dentista de los que viajan en primera clase para comprarse calcetines en Nueva York. La metáfora es, prácticamente, lo único que nos queda para explicar el páramo en que se ha convertido este club en ausencia de Messi y Guardiola. Que ambos se enfrentasen anteayer en París, lejos de la que siempre será su casa mientras aquí se menudea con el cobre, es la demostración más dolorosa de cómo se puede llegar a perder todo lo que no se cuida, especialmente lo más querido. También vendo algo de estadística para quien no guste de metáforas forzadas o ingeniosas, por cierto, que a veces no sabe uno realmente lo que escribe: un tiro a puerta en dos partidos completos de Liga de Campeones, la nada explicando la nada.

En ‘Madrid, 1983′ (Editorial Libros del K.O), Arturo Lezcano habla de esas barriadas donde no había ni para esperanza, abandonadas de la mano de dios –y otras autoridades– durante décadas. Y lo traigo a colación porque creo –como él, como cualquier persona decente– que nadie malvive por gusto salvo este club hecho de alambres caros y murmullos bien cobrados, tan acostumbrado al barro y al choreo por propia voluntad que en los primeros meses de la temporada 2008 solo llenaba el campo después de un pinchazo, a ver si de una vez se le caía la máscara de Don Perfecto al tal Guardiola. Lo cuenta Vila-Matas en algún texto de la época, y lo recuerda cualquiera que no se escude en su condición de pura sangre, de culé viejo con carnet heredado, para negar la evidencia: que el Barça siempre acaba encontrando lo que se merece salvo en un par de lustros dorados, donde no le quedó más remedio que disfrutarse a sí mismo.

Ayer, en Lisboa, se completó un descenso a los infiernos –el enésimo– que comenzó mucho antes, cuando Messi lo tapaba casi todo al tiempo que azuzaba otros fuegos. La diferencia es que cae desde muy alto en esta ocasión. Y que en su seno acoge, por primera vez en la historia, a toda una nueva generación de culés criada con patucos de terciopelo y potitos de caviar: a esos no se les convence con un delantero centro de protección oficial. Bien hará Laporta en restituir cuanto antes el orgullo de barrio, que es una pelota bien jugada al ras. Porque de infrafútbol solo vive el que no ha pisado moqueta o, como en el caso de Koeman, quien ya no recuerda que en sus mejores días también ayudó a instalarla.

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