Mas le planta cara a Roglic en la etapa más dura de la Vuelta
El mallorquín ataca en la subida a Velefique en persecución de Caruso, que se impone en la meta, y solo le acompaña el esloveno, muy fuerte en su liderato
Los ciclistas devoran el paisaje, que es el de Shangri-La, y la subida a Velefique, allí, en el horizonte perdido, las casas enjalbegadas, blanco brillante el pueblo pegado a la ladera, es su puerta, la puerta del paraíso, de la inmortalidad, tan alta, a la que tanto costaría llegar si no fuera por las fuerzas inagotables de Enric Mas, que ha atacado. Quedan cinco kilómetros para la meta. Detrás de él, el caos, polvo africano en suspensión, restos del simún, y solo ...
Los ciclistas devoran el paisaje, que es el de Shangri-La, y la subida a Velefique, allí, en el horizonte perdido, las casas enjalbegadas, blanco brillante el pueblo pegado a la ladera, es su puerta, la puerta del paraíso, de la inmortalidad, tan alta, a la que tanto costaría llegar si no fuera por las fuerzas inagotables de Enric Mas, que ha atacado. Quedan cinco kilómetros para la meta. Detrás de él, el caos, polvo africano en suspensión, restos del simún, y solo Primoz Roglic.
Mas se ha transformado en el calor, y parece que ni suda cuando, rítmico como un grillo, el insecto que es música, hace girar las bielas de su bicicleta, rápido, rápido, en la montaña seca, y a su música solo puede responder Roglic, de rojo, y los dos juegan con los demás, tan superiores parecen. Juegan con los saltamontes que les persiguen, con Adam Yates, cuyo afán saltarín, caótico, casi tan caprichoso con el de las cabritillas saltimbanquis que no paran entre las piedras de la ladera, y tan ágil, destroza a Mikel Landa, destroza a su compañero de equipo, a Egan, a quien debería cuidar. Parecen juegos de traiciones, de miradas torvas, de astucias. No lo son. Son los juegos de la supervivencia, de locuras cometidas en el calor de agosto que la altura de la montaña, hasta los 2.000 metros, donde el oxígeno empieza a escasear, hace más insoportable. No hay reglas ni tácticas. Egan, grillo, cri, cri, habla de ritmo, de su ritmo, del ritmo cambiante de su compañero o el de su compatriota Superman López, que le rompen y acaban con su moral, tan fuerte en el autobús, en la salida, cuando todos los Ineos, los más fuertes, dicen, deciden que será el día D, que forzarán la marcha en la subida al Calar Alto por la Venta María Luisa, y que le darán todavía más duro en Velefique, y de ahí saltarán.
La subida, la más dura de la Vuelta a España en la etapa más dura hasta ahora, es un sálvese quien pueda para ellos y para todos salvo para tres, para Mas y Roglic, los dos primeros de la general, que tienen un propósito claro, sacar tiempo, así, en abstracto, comprar tiempo, y para Damiano Caruso, que quiere ganar la etapa, que la va a ganar, y se siente en su Sicilia: allí abajo, en el desierto, donde Sergio Leone contaba las historias del Oeste, ya no hay decorados, sino plantaciones de olivos jóvenes, y su olor, el de la aceituna recién prensada le llega desde las almazaras durante la larga fuga al siciliano, Caruso sono, como Camilleri hace hablar a Montalbano, sus héroes, y, sentimental como muy pocos, dice que se siente en su casa, que solo echa de menos el mar y su brisa. Pero no el sol ni el calor. “No había ni un filo de sombra”, dice Caruso, segundo en el Giro tras Egan, ganador de una etapa en los confines de Italia, pegado a Suiza, al borde de la Maloja, el valle de Giacometti, adonde no llega el sol, tan profundo y vertical, tan lejos de la Sicilia que, llevando la contraria a todos los ciclistas que emigran a Andorra, a Mónaco, se niega a abandonar. “Y el calor… A ratos creía que no había oxígeno, no podía respirar”.
Como un músico atento al tempo Caruso administra en los 12 kilómetros finales los cinco minutos con los que comienza la ascensión que a todos asusta, una etapa Tour en las montañas de Andalucía. Cri, cri. Como Mas y Roglic, que terminan mirándose y con la mirada se entienden. Roglic no parece Roglic, lejos de él la tentación de las exhibiciones de antes salvo cuando, tras el primer ataque del saltamontes Yates, esprinta en la montaña, una serie que deja a todos boquiabiertos, pensativos. Colaboran. Colabora más el mallorquín, que tiene más necesidad de alejar a Egan, quizás el rival más peligroso para sus intereses, que primero es tratar de asegurar un podio de la Vuelta al que no sube desde hace tres años, y después pensar en algo más grande. “Voy a ir a por el rojo, que es muy importante”, dice el escalador mallorquín, que sonríe, tan fuerte se ha sentido, más fuerte que en mucho tiempo, dice. “Y, sí, algún día podré poner contra las cuerdas a Roglic”.
Al terminar la etapa, y desde arriba, sí, hasta se ve el Mediterráneo, lejos, lejos, y hasta las costas de África, se echan cuentas. En sus cinco minutos conjuntos, Roglic, que solo acelera fuerte para ganar 6s de bonificación (4s para Mas) y hasta se frena para no dejar muy atrás, para no descorazonar, al mallorquín, y Mas, aventajan en 40s al australiano Haig, quien toma el papel de Landa, descabezado de su Bahrein, a Superman y a Yates, y en más de un minuto a Egan, que ya está a casi dos minutos de Roglic en la general, con Mas segundo, a 28s.
“Miré a la cima desde abajo y me dije, qué lejos está, cómo podré llegar con este calor”, dice Roglic, cuya vena casi poética se ha despertado y le late casi tan fuerte como la ironía con la que responde cuando se le pregunta si se siente mejor, peor, igual, que en las dos Vueltas anteriores que ganó. “No me acuerdo de cómo estaba otros años. No me hago esas preguntas. Solo sé que estoy más cerca de la victoria que en la primera etapa, ocho días más cerca…”
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