Romper España
Nuestra selección es libertad disfrazada de comunismo o, dicho de otra manera, el individualismo más absoluto travestido como interés común
Todos sabemos cómo se gana una Eurocopa –o un Mundial, si nos ponemos ambiciosos– pero los distintos seleccionadores que hemos conocido se niegan sistemáticamente a escucharnos. “Es una mezquindad”, me dice un amigo tras estudiar detenidamente el incendio provocado por Luis Enrique al revelar su convocatoria. Continuamos la conversación asombrándonos por la vehemencia de algunas críticas y la terminamos sugiriendo alternativas para nombrar al siguiente inquilino del gran trono nacional, incluido un sorteo puro entre aquellos e...
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Todos sabemos cómo se gana una Eurocopa –o un Mundial, si nos ponemos ambiciosos– pero los distintos seleccionadores que hemos conocido se niegan sistemáticamente a escucharnos. “Es una mezquindad”, me dice un amigo tras estudiar detenidamente el incendio provocado por Luis Enrique al revelar su convocatoria. Continuamos la conversación asombrándonos por la vehemencia de algunas críticas y la terminamos sugiriendo alternativas para nombrar al siguiente inquilino del gran trono nacional, incluido un sorteo puro entre aquellos españoles censados como tales antes del 1 de enero de este mismo año. “Somos unos genios”, concede él. Y yo, claro está, lo secundo.
A veces pienso que el gran encanto del fútbol reside en su capacidad infinita para permitirnos confirmar nuestras peores sospechas. Este un deporte al que nos acercamos de niños, con ilusión, tiernos e impresionables, pero que con el paso del tiempo nos va ensuciando el carácter hasta el punto de dar por buena una derrota de los nuestros a cambio de un estruendoso “yo ya lo dije”: ese debería ser el primer verso en la hipotética letra del himno nacional. Quizá haya sido siempre así, pero parece evidente que el apogeo de las redes sociales ha contribuido al clima de vaticinios apocalípticos y desastres a priori en los que se envuelve la única realidad incontestable que se me ocurre: nuestra selección es libertad disfrazada de comunismo o, dicho de otra manera, el individualismo más absoluto travestido como interés común.
Algo de esto empezamos a sospechar el día que Luis Aragonés dejó fuera de la Roja a Raúl, si no antes. Las posibilidades del combinado nacional pasaron a depender de nuestras filias y nuestras fobias, de que nuestros héroes particulares estuviesen presentes y del número de jugadores aportados por nuestros equipos a las convocatorias, una traslación impecable del desconocimiento y el seguidismo al campo de la estadística. “¿En qué mundo vive?”, se preguntaba la portada de un conocido diario refiriéndose a Luis Aragonés, allá por el año 2008. Lo mismo debió preguntarse el bueno de Luis –”¿en qué mundo vivo?”– pero se trataba del hombre que mejor conocía las tripas del fútbol español y no dudó en aparcar su propia naturaleza para reinventarnos como producto y concedernos, al menos, una oportunidad. A Luis Enrique le está ocurriendo algo similar, con la agravante de que a varios millones de españoles nos sobran medios técnicos y tiempo libre pero nos siguen faltando humildad y algo de memoria.
El asturiano se ha criado dentro de un vestuario, fue jugador capital en los dos grandes del fútbol español y presenta un palmarés envidiable como entrenador. Yo repetí dos cursos en BUP y la semana pasada me despidieron como míster del Pontevedra C.F. en el Football Manager. Quiero decir con esto que mi opinión importa –a mí me importa, vamos– pero nunca está de más tomarse un minuto para reflexionar sobre la distancia que media entre ser el seleccionador nacional y creerse el infalible del pueblo. Luis Enrique y sus hombres pueden permitirse el lujo de perder la próxima Eurocopa sin nuestra aprobación pero tampoco sería agradable que la ganasen a nuestro pesar: se pude romper España, eso ya lo iremos viendo, pero no por el puro capricho de que Sergio Ramos levante otra copa.
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