“¿Seré mejor si alcanzo la cima?”
Un reto inédito de Jornet y Goettler evoca una legendaria aventura en el Everest
Sentado en la nieve, acurrucado junto a sus compañeros, Tom Horbein sabe que la noche que acaba de insinuarse será espantosa. Observa sus botas y se pregunta dónde están sus pies, qué quedará de esas dos extremidades rígidas que el frío ha reducido a un par de trozos de madera. Se queja Horbein y su amigo Willy Unsoeld combate su propio deseo de abandono masajeando y calentando con su cuerpo esos pies que poco a poco reciben con dolor el calor del flujo sanguíneo. Y se emplea tanto en esta tarea que se olvida de sus propios pies, cuyos dedos amanecerán muertos.
Es la noche del 22 de may...
Sentado en la nieve, acurrucado junto a sus compañeros, Tom Horbein sabe que la noche que acaba de insinuarse será espantosa. Observa sus botas y se pregunta dónde están sus pies, qué quedará de esas dos extremidades rígidas que el frío ha reducido a un par de trozos de madera. Se queja Horbein y su amigo Willy Unsoeld combate su propio deseo de abandono masajeando y calentando con su cuerpo esos pies que poco a poco reciben con dolor el calor del flujo sanguíneo. Y se emplea tanto en esta tarea que se olvida de sus propios pies, cuyos dedos amanecerán muertos.
Es la noche del 22 de mayo de 1963 y el tiempo parece estancado a 8.530 metros, como si nadie pudiese garantizar la llegada de la luz del amanecer. Estos dos amigos acaban de hacer algo tremendo: escalando en estilo alpino, sin apenas información sobre el terreno que pisan, han dibujado la tercera vía de ascenso al techo del planeta recorriendo su arista oeste. Han pasado diez años desde el primer ascenso de Edmund Hillary y Tenzing Norgay, tres después de que un equipo chino inaugurase la ahora conocida como vía normal desde el norte de la montaña. Sin saberlo, Horbein y Unsoeld han logrado una proeza que sigue intimidando a los mejores alpinistas del presente. En su relato, sin embargo, no hay margen para triunfalismo alguno, tan solo la dicha de haber tenido la suerte de imaginar y vivir una aventura real. Alcanzar la cima no bastaba. Recorrer un camino conocido les resultaba una opción pobre.
Los médicos que trabajaron día a día en un hospital de Seattle junto a Tom Horbein tardaron años en saber que ese hombre menudo con aspecto de elfo era una leyenda. Sí sabían, en cambio, que era un gran médico, profesor e investigador, impulsor de los estudios de la fisiología en altitud. Pero nunca hablaba de montaña. De hecho, su pasión fue la medicina y el alpinismo un entretenimiento. Unsoeld, en cambio, lo entregó todo a la montaña: los dedos de sus pies, la vida de su hija y, finalmente, su propia existencia.
En 1963 ningún norteamericano había escalado el Everest, de ahí que este país organizase una enorme expedición para resolver el asunto. La idea era repetir la ruta original desde el sur pero dentro del equipo, Horbein, Unsoeld, y varios compañeros escaladores de roca miraban la montaña con otros ojos. Pese a su aspecto frágil, Horbein manifestó con sorprendente terquedad su deseo de crear dos equipos, uno volcado en la ruta normal y otro, más pequeño, en explorar la arista oeste. Cuando el primer equipo triunfó, todo el grupo estuvo de acuerdo en girarse hacia la posibilidad de crear un nuevo itinerario. A las cuatro de la madrugada del día 22, Horbein y Unsoeld iniciaron el ritual previo a su ataque a cima desde la cota de los 8.300 metros y poco más de dos horas después empezaron a escalar. Gracias a una fotografía poco precisa, Horbein intuía que a la izquierda de su arista, en la vertiente norte, un corredor de nieve conducía por terreno amable hasta la cima. Fue una suerte que existiese y que lo encontrasen: por encima de los 8.500 metros ambos supieron que no podían renunciar. “Nunca pensamos en abandonar y aunque sabíamos que llegaríamos tarde a la cima simplemente disfrutamos del placer de escalar”, explicaría Horbein en su delicioso libro Everest. The West Ridge (“Everest. La arista oeste”).
La luz se escapaba cuando pisaron la cima a las 18.15. Veinte minutos después, con el oxígeno artificial agotado, empezaron a seguir unas huellas difuminadas dibujadas poco antes por dos compañeros de expedición, Barry Bishop y Lute Jerstad que habían alcanzado también la cima desde la ruta normal tratando así de prestar ayuda a sus amigos. Finalmente, los cuatro espectros se juntaron a 8.500 metros y se ayudaron mutuamente: Horbein ofreció sus dos únicas pastillas de dexedrina a Lute y Barry: este último sobrevivió gracias al gesto de Lute, quien le cedió el oxígeno artificial que llevaba. Al escalar la montaña por una vertiente y descender por otra, la pareja completó la primera travesía de un ochomil.
El sueño de muchos
El pasado es un trampolín para los alpinistas con ambición, una referencia, la posibilidad de seguir creciendo. El presente goza de conocimiento, de mejores materiales, de entrenamiento científico, de profesionalismo… Pero la motivación tiene su raíz en los relatos que conservan la esencia de escalar montañas de acuerdo con las reglas no escritas, o solo escritas por los más admirados alpinistas. Ahora, aunque los interesados ni lo confirman ni lo desmienten, Kilian Jornet y David Goettler podrían estar de acuerdo en honrar el ejemplo de Horbein y Unsoeld elevando un poco más su desafío: repetir su ruta sin emplear oxígeno artificial, descender como ellos por la ruta normal a través de la arista sureste y en vez de alcanzar el collado sur y seguir hasta el campo base, emprender el ascenso del vecino Lhotse (8.516 m) para bajar por su ruta normal. Fue el sueño de muchos. El de Ueli Steck también, pero el suizo falleció mientras se aclimataba en el vecino Nuptse en 2017. El reto, nunca conseguido, es tremendo y su éxito se apoya en una clave: la velocidad para minimizar el desgaste de una altitud tremenda, de un trazado que les resulta desconocido y que observa puntos de no retorno. Pero ni el catalán ni el alemán han hecho públicas sus intenciones y todo podría quedar en meras especulaciones.
Lo que distingue a un buen escalador de uno especial no es su fortaleza o su destreza sino su capacidad de enfrentarse a lo desconocido. No existe nada más aterrador que adentrarse en una montaña sin saber si regresará.
Horbein y Unsoeld se conocieron en 1954. Enseguida se hicieron amigos. En 1960, descubrieron el Himalaya, concretamente el Karakoram de Pakistán, enrolados en una expedición al Masherbrum (7.821 m), un majestuoso pico, entonces virgen. Allí se ganaron el billete para el Everest.
Tenían tres años para prepararse, pero Horbein tenía que acabar sus estudios, atender a su numerosa familia y cumplir con el servicio militar en la marina. El Everest se alejaba para Horbein, pero Unsoeld llamó al director de los Cuerpos de Paz de Estados Unidos, cuñado del presidente John F. Kennedy, para lograr el permiso para Horbein. El mismo JFK recibiría al equipo victorioso del Everest en la Casa Blanca.
Si Horbein dejo ahí el alpinismo de vanguardia, Unsoeld no tuvo más remedio que imitarle a causa de sus amputaciones, pero en 1976 organizó una expedición a la cara norte del Nanda Devi (7.816 metros), en la India, en la que se enroló su hija, bautizada como Nanda Devi, pese a presentar ciertas carencias técnicas y problemas estomacales. El mal tiempo bloqueó al segundo equipo de cima en el último campo de altura. Los problemas de Devi no mejoraban y su padre logró alcanzar el campo de altura solo para ver cómo su hija moría en sus brazos. Los que conocieron a Willy aseguran que ya estaba muerto cuando una avalancha segó su vida tres años después en el monte Rainier.
A sus 90 años, Tom Horbein sigue paseando por las montañas cercanas a su casa, en Estes Park (Colorado), las primeras montañas que contempló. Si Kilian Jornet y David Goettler logran su apuesta, Horbein podría hacerles la misma pregunta que le reconcomía durante la marcha al Everest en 1963: “¿Seré mejor si alcanzo la cima?”.
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