Roglic gana la rocambolesca Lieja de otoño
El esloveno supera con el golpe de riñones a Alaphilippe, quien creyéndose vencedor levanta los brazos antes de tiempo y es descalificado más tarde
Todo da para una adivinanza en el futuro. No es abril y se disputan el mismo día de lluvia y frío el maratón de Londres y la Lieja-Bastogne-Lieja; no es mayo y el Giro llega, el mismo día de sol africano, el 4 de octubre de San Francisco de Asís, a Agrigento. ¿En qué año pudo ocurrir esto?
Y para darle más rocambole al acertijo se podría añadir que quien parecía que había ganado en Lieja con una zapatilla blanca y otra negra, donde el Ourthe se une al Mosa caudaloso, no ganó en realidad, y que quien debía ganar en Londres quedó octavo. Que solo en la ascensión al centro seco de A...
Todo da para una adivinanza en el futuro. No es abril y se disputan el mismo día de lluvia y frío el maratón de Londres y la Lieja-Bastogne-Lieja; no es mayo y el Giro llega, el mismo día de sol africano, el 4 de octubre de San Francisco de Asís, a Agrigento. ¿En qué año pudo ocurrir esto?
Y para darle más rocambole al acertijo se podría añadir que quien parecía que había ganado en Lieja con una zapatilla blanca y otra negra, donde el Ourthe se une al Mosa caudaloso, no ganó en realidad, y que quien debía ganar en Londres quedó octavo. Que solo en la ascensión al centro seco de Agrigento, donde se acaba Sicilia hacia el sur, ocurrió lo que todo el mundo sabía que ocurriría, que el especialista del terreno, la Magna Grecia del primer Ulises camino de Itaca, y del Giro Diego Ulissi podría con todos, y con Sagan, por supuesto, segundo siempre.
Todo ello, y también la acción de la justicia poética, que premia con la victoria en Lieja a Roglic, desgraciado en el Tour, y humaniza a Kipchoge, a quien libera de la carga de la victoria entendida como una obligación, y el récord, ocurrió un domingo de 2020 que deja sin respuesta a la pregunta que todos los aficionados a las bicis se hacían viendo cómo en la Roche aux Faucons, el último gran repecho de la nueva Lieja, la decana de los monumentos, al ataque programado de Alaphilippe, en su punto más dulce estuvieron atentos y rápidos Hirschi, Roglic, Pogacar y Kwiatkowski, los mismos prácticamente que justo una semana antes, y en una situación idéntica (faltaban entonces también unos 13 kilómetros a la meta de Imola desde la cresta de Gallisterna) solo pudieron ver cómo el francés volaba hacia su arcoíris. ¿Qué habría pasado entonces si los que le vieron irse le hubieran podido acompañar? ¿Habría ganado también Alaphilippe?
A Hirschi, incansable aún cuatro días después de ganar la Flecha, no le importó reducir más el grupo con un ataque en la dura cuesta de Boncelles, a 10 kilómetros de la meta; a los demás, Pogacar, Roglic, no les importó seguir colaborando a cuatro para evitar que enlazara el grupo que les perseguía, con Van der Poel al frente. Los cuatro, todos ellos muy rápidos, ninguno de ellos cojo en asuntos de velocidad, pensaban que podían ganar al sprint. Y los mismos protagonistas de septiembre en el Tour y en el Mundial, al sprint se la jugaron. Hasta aquí, un asunto de normalidad. Pero no lo que ocurrió en el muelle de las Ardenas, en la última recta. Por allí, mientras los cuatro se vigilaban, se amagaban, aparece repentino, como el rayo, Mohoric, un tercer esloveno en discordia. Alaphilippe, vigilante, toma la cabeza y controla volviendo la cabeza. Espera que llegue Mohoric. Intuye que va a intentar pasarles lanzado y quiere aprovechar su velocidad para arrancar su sprint. Así lo hace el francés, que a 150 metros de la llegada sale de la espalda de Mohoric al centro de la calle, con Hirschi y Pogacar pegados a su rueda; que a 100 metros, cuando el suizo está para saltar de su rueda, se mueve con brusquedad de las vallas al centro y hace perder la pedalada a Hirschi y también a Pogacar, desconsolados; que a 50 metros ya se siente ganador, a 25 se yergue vertical sobre la bici y empieza a levantar los brazos. Y todos piensan en Argentin, en Merckx, en Van Looy, en Kubler, en los que ganaron la decana de arcoíris, pero a unos centímetros el campeón del mundo ve a su derecha la sombra de un bólido amarillo, Roglic dando un golpe de riñones, que le sobrepasa sobre la línea. Y se le caen los brazos, y el alma. Y todos acordaron de la San Remo de 2004, de Zabel erguido creyéndose ganador, de Freire adelantando su rueda para ganar la primera de sus tres classicissimas.
“Pero aquello fue diferente”, recuerda el cántabro. “Creo que Alaphilippe se ha dado cuenta de que ha cometido una incorrección y se ha descentrado. Como Roglic venía lejos ha pensado que ya lo tenía ganado superfácil, se ha confiado y ha levantado los brazos. Creo que lo tendrían que descalificar. Y la victoria de Roglic ha sido de doble justicia, por cómo perdió el Tour, por la maniobra de Alaphilippe".
Unos minutos más tarde, en la clasificación oficial, Alaphilippe ya no es segundo, sino quinto, el último del grupo en el que iba, sancionado por cerrar a Hirschi. Y a Roglic le abraza sonriendo Dumoulin, el gigante holandés, el mismo que intentó consolarle cuando estaba inconsolable en la Planche des Belles Filles. Y eso ocurrió hace solo dos semanas.