La promesa de Luis Otaño

El corredor guipuzcoano ganó escapado la etapa entre Privas y Bourg d’Oisans en el Tour de 1966

Luis Otaño, durante una carrera, con los colores del Fagor.

Casi todos los veranos, Luis Otaño se junta con un grupo de exciclistas vascos de todas las edades en una comida, que suele ser una excusa para recordar los viejos tiempos, hacer chistes y contar anécdotas. Otaño tiene muchas. El excorredor guipuzcoano, que sigue siendo propietario de la ferretería que montó con las ganancias del ciclismo, es el vínculo entre las dos primeras generaciones que consiguieron el Tour para España. Corrió con Bahamontes la edición de 1959, formando parte de la selección española que acudió a Francia a las órdenes de Dalmacio Langarica; en 1968, que fue su última tem...

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Casi todos los veranos, Luis Otaño se junta con un grupo de exciclistas vascos de todas las edades en una comida, que suele ser una excusa para recordar los viejos tiempos, hacer chistes y contar anécdotas. Otaño tiene muchas. El excorredor guipuzcoano, que sigue siendo propietario de la ferretería que montó con las ganancias del ciclismo, es el vínculo entre las dos primeras generaciones que consiguieron el Tour para España. Corrió con Bahamontes la edición de 1959, formando parte de la selección española que acudió a Francia a las órdenes de Dalmacio Langarica; en 1968, que fue su última temporada, compartió equipo, el Fagor, con Luis Ocaña. Ambos corrieron juntos la Vuelta a España en la que el conquense se retiró y el guipuzcoano acabó duodécimo. Pero su momento de gloria llegó en el Tour, durante la 15ª etapa de la edición de 1966, que salió de Privas y acabó en Bourg d’Oisans, a los pies de Alpe d’Huez. Era un 6 de julio. Y todo partió de una promesa y un consejo.

Otaño recuerda todavía a los soldados, en la Guerra Civil, pasando por delante de su casa, y que no pasó hambre, porque se arreglaban con las patatas, las alubias y la fruta de sus huertas; con el cerdo que criaban en el caserío; vendían cerezas y manzanas en el mercado. Segaban y recogían la hierba de los campos y les pagaban mil pesetas por la faena. Sólo usaba la bicicleta para ir a trabajar a los muelles del puerto de Pasaia, pero sus amigos le vieron algo, le animaron y comenzó a disputar carreras. Se hizo muy amigo de Leopoldo Michelena, un industrial de Beasain, ligado al hipódromo de Lasarte y que se convirtió en su mecenas; le buscaba carreras, equipos, le empujaba a seguir con la bicicleta. Hizo que le cambiara la mentalidad. Cuando subía un monte duro y le venían ganas de retirarse, pensaba: “Y mañana, ¿al muelle de Pasaia a trabajar diez horas? Ni hablar, tira hacia arriba”.

Así que en aquel Tour de 1966, antes de salir hacia Francia, le prometió que ganaría una etapa. Michelena no lo olvidó. El día anterior a la que acababa en Bourg d’Oisans se corría una contrarreloj larga. El empresario le llamó por teléfono: “Resérvate, no gastes fuerzas, consérvalas para mañana, que los demás irán fundidos”. Así que cuando salió de Privas, tras haber hecho caso a su mentor, estaba fresco como una lechuga. En cuanto empezaron las cuestas, Van Looy les gritaba a los españoles que fueran despacio. Otaño pensó que ya había ido despacio el día anterior. Aguantaron en cabeza, con él, Joaquín Galera y Julio Jiménez. El vasco les soltó en una curva del descenso. En la siguiente, se salió. Se agarró a un poste de la luz, dio una vuelta de campana, se volvió a montar en la bicicleta y siguió. Volvió a alcanzar a sus paisanos y les volvió a dejar atrás.

Ganó destacado, acaparó los titulares de los periódicos. Fue su mayor éxito, aunque en la Vuelta de 1964 había sido líder cinco días y acabó segundo, a 33s de Poulidor. Aquel año ganó una etapa que acabó en un velódromo de madera que instalaron en el viejo campo de Atotxa.

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