Primoz Roglic se impone en la cuarta etapa del Tour
El esloveno, uno de los favoritos, gana en un explosivo final en Orcières. Alaphillipe mantiene el amarillo
Luna llena en los Alpes, sombras nocturnas y si anduviera aún por el Tour con uno de sus equipos, o con su radio o su tele, después de cenar Txomin Perurena seguramente se asomaría la ventana y empezaría a hablar del Tarangu, y de cómo Fuente era un lunático y un fumador y noches así las pasaba inquieto, fumando, pensando como embrujado, buscando una inspiración que a veces le llegaba, a veces no.
Fuente llegó penúltimo, a más de media hora, fuera de control como todos menos los 38 primeros de la etapa en el Orcières-Merlette de Ocaña-Merckx 71, la única gran cosecha de un puerto corto,...
Luna llena en los Alpes, sombras nocturnas y si anduviera aún por el Tour con uno de sus equipos, o con su radio o su tele, después de cenar Txomin Perurena seguramente se asomaría la ventana y empezaría a hablar del Tarangu, y de cómo Fuente era un lunático y un fumador y noches así las pasaba inquieto, fumando, pensando como embrujado, buscando una inspiración que a veces le llegaba, a veces no.
Fuente llegó penúltimo, a más de media hora, fuera de control como todos menos los 38 primeros de la etapa en el Orcières-Merlette de Ocaña-Merckx 71, la única gran cosecha de un puerto corto, suave, tendido que trepa por la ladera pedregosa en rampas enlazadas por curvas de herradura, en zigzag, como cordones perfectamente enhebrados en unas botas que 49 años más tarde el pelotón sube a 40 por hora, los escaladores con la boca abierta y la lengua fuera, y maldiciendo en su interior, al ritmo imposible marcado por un contrarrelojista de muslos tremendos (Tony Martin), otro contrarrelojista con los mismos vatios absolutos pero más esbelto (Bob Jungels) y un sprinter todo terreno (Wout van Aert), que en dos kilómetros exactos, hasta uno y medio de la meta, dejó al pelotón reducido a 16 corredores tan solo, y todos de los mejores de la general, pero no estaban todos siquiera.
Estaba Landa entre los españoles, y dijo que se sentía mejor, que las costillas no le molestaban y que este jueves estaría mucho mejor en la siguiente llegada en alto, el Mont Aigoual, pero no estaban del todo ni Mas ni Valverde, que cedieron 9s y 21s, respectivamente.
Y si lo hubiera visto en sus tiempos, al Tarangu se le habría atragantado el Winston y habría empezado a toser, y el escalador asturiano capaz en sus días inspirados, lunáticos, de hacer algunas cosas subiendo que nadie, ni Pantani, ni nadie, ha podido imitar (y también le sacó los colores a Merckx en el Giro de Italia antes de sucumbir a sus misterios), habría enloquecido aún más viendo cómo a continuación de sus gregarios todoterreno, Roglic ordenó a Sepp Kuss, de Durango, Colorado, un escalador puro, talentoso y educado, lo mejor de su equipo, para que le lanzara el sprint final, con el que, y con su victoria de fácil claridad sobre su compatriota Pogacar, el jovencito de la Vuelta, y el francés Guillaume Martin, coronó su triple maniobra de demolición, la del pelotón, que se quedó temblando (aunque Alaphilippe mantiene el maillot amarillo), la del propio puerto alpino de Orcières-Merlette, reducido a migajas el valor de su nombre y el pavor que inspiran sus barrancos y sus vistas por un rodillo compresor llamado Jumbo, y, finalmente, la de los escaladores, soñadores que se despertarán comprobando que no está el Tour para ellos, y temerán que en sus sueños se les aparezca un Roglic carcajeante como un diablo voceándoles: ¡mis sueños serán vuestras pesadillas, jajaja! Y mientras ellos seguirán buscando en su espíritu inspiración y grandeza, el esloveno dedicará tranquilamente su tiempo a seguir engrasando los engranajes de su maquinaria, un equipo que de sprint en sprint le dejará en la posición ideal para la contrarreloj del último sábado. “Ya estoy casi bien del todo después de mi caída en la Dauphiné”, advirtió Roglic, con el brazo vendado, en la conferencia de prensa, donde se regocijó al recordar cómo sufrían sus rivales cuando el bestia de Van Aert (ganador de San Remo, Strade y una etapa de Dauphiné en lo que va de verano) abría gas y precisó que para nada buscaba el maillot amarillo, que prefería que lo siguiera vistiendo Alaphilippe y que trabajara su equipo, el Deceuninck. “Necesitamos seguir como empezamos y como planeamos”,
Contaba L’Équipe que la raza de los sprinters desaparecerá de aquí a nada porque los directores del Tour habían concluido que las etapas llanas eran un aburrimiento, que las fugas nunca llegaban, que los equipos fuertes controlaban al pelotón con un dedo y que no les quedaba más remedio que meter más finales en alto y más subidas todos los días para que hubiera animación. El razonamiento seguramente se le habrá caído a los pies a Thiérry Gouvenou, el artífice de los trazados, después de ver el sprint a 16 en que se resolvió la llegada en alto, tras una etapa que se desarrolló bajo los cánones del llano: fuga tonta, control del Deceuninck, captura y sprint, y que mostró que quienes están en peligro de extinción, en todo, caso, son los escaladores puros. Esto, claro, sería una pésima noticia para Egan Bernal, el ganador del 19, escalador liderando un Ineos de escaladores (los granaderos Carapaz, el doliente Sivakov), que sufrió como todos el poder de los Jumbo.
Y a ellos, a los Ineos, a Mas, a Landa, a Nairo, a Pinot, a Martin... solo les queda el consuelo de pensar que el esloveno otras veces no llegó entero al final. Y ni al Tour le quedan ya lunas llenas ni al ciclismo lunáticos.