Ewan gana en Sisteron y Alaphilippe sigue líder
El australiano, vencedor de tres etapas en la pasada edición del Tour, se impone con superioridad en una etapa que acabó sin problemas para los grandes favoritos
Ya llueva, granice o luzca el sol con un cielo azul, azul; ya sea rodeado de campos interminables de colza acariciados por brisas dulces o atravesando desfiladeros calcáreos de emboscada tipo Monument Valley con calor sediento de desierto que desembocan en campos de flores o páramos desoladores y azotados por vientos helados; ya acelere en mitad de una pandemia entre cuatro gatos enmascarados y distanciados en las cunetas (pero el diablo nunca falla) o cuando los tiempos felices y los picnics de campaña y niños corriendo por entre las piernas de sus abuelos, en las etapas llanas rueda suave el...
Ya llueva, granice o luzca el sol con un cielo azul, azul; ya sea rodeado de campos interminables de colza acariciados por brisas dulces o atravesando desfiladeros calcáreos de emboscada tipo Monument Valley con calor sediento de desierto que desembocan en campos de flores o páramos desoladores y azotados por vientos helados; ya acelere en mitad de una pandemia entre cuatro gatos enmascarados y distanciados en las cunetas (pero el diablo nunca falla) o cuando los tiempos felices y los picnics de campaña y niños corriendo por entre las piernas de sus abuelos, en las etapas llanas rueda suave el pelotón del Tour, que es un bicho con la cabeza azul (de variado tono, dependiendo del gusto anual de Patrick Lefévère, el patrón del Deceuninck), y una manchita amarilla, de vez en cuando, con un cronómetro y un cuentakilómetros incrustados en el cerebelo en persecución de un ácrata que no cree en su orden, y se ríe aunque se sabe condenado.
Jerôme Cousin, así se llama, tiene barba y melena de hippy y pedalea con tal frescura y relax, como sin esforzarse, que más parece que se pasea oliendo marihuana y que al oído le llega por el pinganillo música new age y no la voz de directores o mecánicos a gritos. Se ha quedado solo porque uno que le acompañaba en fuga, Anthony Pérez, se tragó un coche frenado cuando descendía un puerto a 80 por hora y se rompió dos costillas y sufrió un neumotórax justo después de conseguir el punto que le daba el maillot de los lunares.
Antes de ser ciclista, Cousin, en soledad no deseada, jugaba al golf porque el responsable de deporte escolar en su barrio de viviendas sociales quería que los chicos salieran al aire libre, y terminado el confinamiento en vez de entrenarse como un loco, como muchos otros, recorrió Portugal en bicicleta, del Algarve a Lisboa ida y vuelta, con su novia a rueda. Hace dos años se debió de estropear el cronómetro del Deceuninck, porque su fuga a Sisteron llegó y ganó la etapa de la París-Niza. Los relojeros repararon la maquinaria rápido. Se acabaron los errores. Cousin es cazado.
Aniquilado el diferente, el final, ya se sabe, es un sprint y un par de crujidos de huesos rotos de locos que hacen el cabra ante rotondas e islotes, quizás, como llegando a Sisteron, en Provenza (donde las máscaras de los habitantes huelen a lavanda, por los saquitos olorosos que introducen en sus bolsas), deslumbrados por la vista de su masa de piedra imponente y el ruido del Durance, saltarín entre pedruscos.
Había sido una etapa sencilla para el pelotón pues como el Deceuninck combina en su grandeza actual al líder Alaphilippe y al robusto sprinter irlandés Bennett ahorró a los demás equipos la duda de si colaborar en la cabeza o pasar que habitualmente enfrenta los que van a la general y los que van a las etapas. Suave se llegó a la gran recta, donde el viento de cara le robó la guinda de la tarta al equipo belga: cuando Bennett parecía insuperable, surgió Caleb Ewan de detrás de su espalda, donde estaba protegido, agazapado y cargando de impulso su muelle. El viento de cara nunca frenó al diminuto australiano, un sprinter de bolsillo, que fue capaz de desarrollar en pocos kilómetros una velocidad supersónica.
Cuando llega la montaña, a los soñadores como al filósofo Guillaume Martin, como a Sergio Higuita, como a Mikel Landa, como a Enric Mas, les aniquila últimamente una máquina amarilla guiada por un policía alemán insensible y bruto. Así parece que se llegará este martes a Orcières-Merlette, una estación de esquí que en verano se abre a los senderistas, adonde, dicen en su oficina de turismo, llegan más que de ningún otro país visitantes de Bélgica. “Tanto pesa Merckx en nuestra memoria y nuestro orgullo, tan así somos los belgas que peregrinamos como locos para visitar el lugar de su viacrucis, una subida sagrada”, explica el periodista belga que conoce el dato, y se lo dice a los españoles guiñándoles un ojo. Los españoles asienten y suspiran por Ocaña, y bendicen Ociéres-Merlette y maldicen la desgracia de su ciclista.
En Orcières-Merlette (y el nombre del lugar, tan complicado, no se ha olvidado nunca entre los viejos aficionados), en 1971, cuando Merckx era el gran emperador de todos los ciclismos, Ocaña, el soñador, desafió su autoridad y a su equipo, la máquina del Molteni. Un día de calor de miedo, con un ataque loco, lejano, imposible, hizo saltar por los aires todos sus engranajes y la moral del caníbal, que llegó a casi nueve minutos y dijo: “Ocaña nos ha matado a todos como el torero mata al toro en la plaza” (pero Ocaña no ganó el Tour porque pocos días después, bajando el col de Menté en los Pirineos, un día de cielo negro, y truenos pavorosos, y carreteras como ríos de barro por una tromba de agua, Ocaña se cayó: se apagó el sol; su maillot amarillo se tiñó de rojo, como la taleguilla de un torero cogido).
El Tour regresa a Orcières-Merlette, y los aficionados sueñan.