El rival de Roglic es Carapaz

La estrategia agresiva del Movistar desemboca al tercer día en un potente ataque del ecuatoriano, que gana la etapa y conquista la 'maglia' rosa en Aosta

Richard Carapaz besa la 'maglia' rosa en el podio.Alessandro Di Meo (AP)

Para los italianos el Valle de Aosta es italiano pero no es Italia. Montañas altas, pasos cerrados, nubes, oscuridad, paredes blancas y un sol pálido cuando brilla, fugitivo casi siempre. Es una región de castigo, de refugiados entre Francia, Suiza e Italia, como la Maloja donde nunca brilla el sol, un poco más al este, donde Giacometti nació de una familia de refugiados, y nació ya alargado, de puntillas para poder ver por encima de las montañas. Para los ciclistas, el Valle de Aosta, tan vertical, tan gris, es el lugar en el que nació Garin, el primer ganador del Tour, un peón caminero ofici...

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Para los italianos el Valle de Aosta es italiano pero no es Italia. Montañas altas, pasos cerrados, nubes, oscuridad, paredes blancas y un sol pálido cuando brilla, fugitivo casi siempre. Es una región de castigo, de refugiados entre Francia, Suiza e Italia, como la Maloja donde nunca brilla el sol, un poco más al este, donde Giacometti nació de una familia de refugiados, y nació ya alargado, de puntillas para poder ver por encima de las montañas. Para los ciclistas, el Valle de Aosta, tan vertical, tan gris, es el lugar en el que nació Garin, el primer ganador del Tour, un peón caminero oficialmente francés, pero valdostano; y para todos, Courmayeur, crecida en los cimientos del Mont Blanc, era Charly Gaul volando bajo la lluvia y ganándole allí a Anquetil el Giro del 59.

Sesenta años después, Charly Gaul parece haber resucitado. El mundo ha cambiado. También los tiempos. Gaul ya no es el rubito feliz luxemburgués que escala mejor que Bahamontes y desafía el frío en manga corta, sino que gasta la tez oscura de los nacidos en los Andes, donde, a 3.000 metros, donde su abuelo tenía sus vaquitas, donde vivía en medio de la nada, el frío es el acompañante cotidiano.

Se llama Richard Carapaz. Viste ya de rosa. Ha culminado la estrategia ganadora de su equipo, el Movistar, el equipo de Landa, el ciclista que inició la remontada para que él la rematara este sábado como hacen los campeones: ganando la etapa solo y solo levantando los brazos después de cruzar la línea esprintando, para no perder ni un segundo. Y la lluvia cayó suave en homenaje, y solo subiendo, para no poner en peligro el descenso. "Sí, soy el líder", explica Carapaz a quien no lo supiera. "Soy el as que guardaba el equipo bajo la manga. Vamos a defender la maglia rosa y a conservarla hasta Verona [donde el Giro termina el 2 de junio], y, sí, pienso que puedo ganar el Giro. Es más fácil defender que conquistar". Y Landa, serio, asiente: "Estoy contento. Siempre que gana el equipo es bueno".

Carapaz lanzó el ataque más duro del Giro, por delante de las barbas de Roglic, a quien ya había dejado seco hace 10 días en Frascati. Fue un ataque violento, durísimo, en mitad del col de San Carlo, la subida de los números redondos que alegraría a los niños un examen de aritmética (altura, mil metros; distancia, 10 kilómetros; ¿pendiente media? 10%) y que a los ciclistas les corta el hipo y les obliga a ser Caruso, como el gregario fiel de Nibali, siciliano, hijo de un policía que trabajó de guardaespaldas del juez Falcone y que había intentado ganar la etapa del jueves porque era el aniversario del asesinato del juez antimafia y su familia. En Aosta, el punto más alejado de Sicilia sin salir de Italia, ascendiendo San Carlo, Caruso es gregario, y como los guardaespaldas, como su padre, como Amador enseñó a Carretero el día anterior, sabe que cuando le lanzan abriendo terreno su objetivo está siempre a su espalda, no delante. Caruso se frena y espera a Nibali e intenta mirarle a los ojos, ocultos tras sus gafas oscuras, o a sus gestos, o a alguna palabra en siciliano, e interpreta que quiere que acelere, que está preparando un ataque.

¡Por fin! Claman los aficionados, que piensan que mientras los niños se dedican a los juegos mentales, al piedra, tijera, papel, que Nibali dijo que jugó cuando no quiso chocar el puño con Roglic, juegan a amagar, a engañar, los campeones atacan. Por fin atacará Nibali, anticipan, y en ese momento a la espalda de Caruso, a la cara de Roglic, que sufre, ataca Carapaz. En dos pedaladas logra 15 segundos sobre el grupo de los muy buenos, Roglic, Superman, Nibali, Landa, perplejos.

Roglic, condenado a ser el Indurain contra Chiappucci; el LeMond, sin equipo, contra Fignon, descubre que su rival no será quizás Nibali, tan cercano a él en la montaña e intenta recortar, se sienta y procede a estudiados estiramientos de los gemelos, que se le acalambran; Nibali rebufa, despistado. No sabe qué hacer. No hace nada. Solo, cuando llega el descenso, intenta uno de los ataques que le han dado fama y victorias, y Carapaz sigue ganando tiempo que multiplica en la última subida, siempre sentado en la punta del sillín, las manos bajas, concentrado, 85 pedaladas por minuto, 53 x 28 entre las piernas. Él no mira atrás. Él está obligado a tirar delante siempre, como los campeones.

Era el rival invisible. No se le veía en la tele. Nadie hablaba de él en la prensa. Era la fuerza oculta del Movistar. En el pelotón, entre los ciclistas, entre los directores, sin embargo, todos hablaban de Carapaz, y con asombro. Todos estas etapas de montaña le señalaban como el mejor escalador. Lo decían los papeles: el mejor tiempo en la subida del Gran Paraíso, donde voló Landa, fue el de Carapaz. Los especialistas del equipo lo habían anticipado: Carapaz corrió más y gastó menos que Landa. Es su líder. El Carapaz de Roglic.

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