La niña y el gigante

El silencio de Charleroi solo se rompió cuando llegaron los jugadores y la afición del Bilbao Basket

Mumbrú, Moerman, Hamilton y Samb, tras la derrota.THIERRY ROGE (EFE)

No bullía Charleroi porque esto es todo menos una ciudad bulliciosa. Es de esas ciudades que miran con nostalgia su pasado industrial y se encorvan pensando en su indefinido futuro. Tan cerca, Bruselas le robó la presencia de aficionados vascos que eligieron la Grand Place en detrimento de la plaza Charles II en una decisión más que comprensible. Quizás entre el Manneken Pis de Bruselas y el paseo del cómic que adorna las pequeñas plazas de Charleori (con especial relevancia para el vaquero Lucky Luke) haya un empate técnico.

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No bullía Charleroi porque esto es todo menos una ciudad bulliciosa. Es de esas ciudades que miran con nostalgia su pasado industrial y se encorvan pensando en su indefinido futuro. Tan cerca, Bruselas le robó la presencia de aficionados vascos que eligieron la Grand Place en detrimento de la plaza Charles II en una decisión más que comprensible. Quizás entre el Manneken Pis de Bruselas y el paseo del cómic que adorna las pequeñas plazas de Charleori (con especial relevancia para el vaquero Lucky Luke) haya un empate técnico.

El silencio de Charleroi solo se rompió cuando los jugadores del Bilbao Basket llegaron de paseo a la plaza Charles II y compartieron fotos, abrazos, conversación y algún que otro cántico con unas decenas de aficionados. Hasta los jugadores se sorprendieron con la presencia de los otros hombres de negro, la afición, todos perfectamente identificables con su orgulloso luto. Alex Mumbrú, veterano y cariñoso, rompió el hielo y cobijó entre sus largos brazos a una niña con la camisola del equipo que voló hasta los dos metros del jugador en un santiamén. Luego, la plantilla se sentó en la terraza de un bar, entre el sol, la sombra y el viento de la actual climatología belga..

El Bilbao Basket había decidido cambiar la rutinaria sesión de tiro por un paseo relajante por la ciudad del silencio, en la que los aficionados, lejos de inquietar, tranquilizaban los ánimos. Las decenas de vecinos de Charleroi, miraban el acontecimiento como un belga mira el mar: sobrecogido. El mar en Centroeuropa es vertical como un mate y no eterno como un triple.

De pronto, un estruendo de claxons volvió a romper los sonidos del silencio. No eran aficionados motorizados llegando como gotas de lluvia al suelo de Charleroi, sino una caravana de boda que se acercaban al Ayuntamiento cercano. Una boda gay que se hizo la foto de familia ante la casa consistorial con la bandera multicolor para proclamar la visibilidad de la diferencia.

Los aficionados comenzaron, después, tras los aplausos a los contrayentes, a diseminarse por las distintas calles que parten de la plaza. Pero la niña no podía olvidar a Mumbrú, el capitán del Bilbao Basket, que le había elevado dos metros desde el suelo. Se soltó de la mano de su madre y se acercó a la terraza donde estaban los jugadores. Resuelta pero tímida, educada, buscó la mirada cómplice del gigante y cuando la fijó en sus ojillos, levantó la mano y dijo: “¡Mumbrú, Mumbrú… Agur!”. Y se fue con la felicidad que solo los niños disfrutan cuando se encuentran con un gigante. Lo que vino después, la derrota, la decepción, la sensación de tristeza, solo le demostraría que ni siquiera los gigantes son capaces de conseguir todo lo que quieren.

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