El talento canario que triunfa en Londres
El pintor tinerfeño, alabado incluso por el exdirector del Reina Sofía Juan Manuel Bonet, se abrió camino en el mundo del arte después de ganarse el respaldo de la crítica británica
Pedro Paricio (La Orotava, Tenerife, 1982) es un conversador torrencial. Una hora y pico de charla con el artista plástico canario te lleva de Leo Messi (“talento con botas”) a la mirada “mágica” de la cineasta Márta Mészáros pasando por Roberto Bolaño, Hannah Arendt, Susan Sontag, Goya, Velázquez, Caravaggio, el volcán de La Palma, Jordi Cussà, Jimi Hendrix, Foster Wallace, Lorca o Buñuel. En todo ello encuentra inspiración y aliento para su obra, porque el cerebro es una batidora industrial que “tritura todo tipo de estímulos para producir sus propias cremas y zumos”.
Paricio lee, pinta, escucha música, ve cine, se empapa la retina de arte y se asoma al mundo con la curiosidad omnívora del que entiende que “hemos venido a esta vida a aprender y luego ya, si se puede, a dejar algo de huella”. Él aprendió los rudimentos del oficio de pintor en Tenerife y luego siguió su formación en Salamanca (“allí les obsesionaba la pintura matérica y el expresionismo abstracto”), Barcelona (“donde me enseñaron que no había reglas, que se podía aprobar Pintura presentando como proyecto una instalación”) y Londres. En la capital británica empezó tocando fondo (“fui un inmigrante precario, vivía en un cuchitril y me duchaba en una fábrica, pero disfruté cada segundo de esa incertidumbre y esa precariedad”) pero también asaltó los cielos: la prestigiosa galería londinense Halcyon lo convirtió, ya en 2014, en uno de los artistas españoles más cotizados y el exdirector del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Juan Manuel Bonet (considerado uno de los mayores expertos en pintura contemporánea en España), habló de él como “lo más fresco y mejor” del panorama nacional emergente.
Paricio nos recibe en su estudio de Barcelona en una mañana tórrida. Se ha puesto ropa de faena, lo que él mismo describe como “el traje de pintar”: una camisa blanca, unas bermudas tejanas y unas zapatillas deportivas, todo ello aderezado con vistosas manchas de pintura, como en los legendarios primeros conciertos de la banda punk The Clash. Indumentaria idéntica a la que le verán lucir si toman un avión de Iberia: él es uno de los talentos que, junto al gimnasta Ray Zapata o a la cantante Rozalén, explican las medidas de seguridad del vuelo en el vídeo rodado por la compañía aérea y que se reproduce en la pantalla delante de su asiento. Le rodean sus creaciones. No las más recientes, “que van camino de una exposición”, pero sí cuadros de distintas épocas a los que vuelve una y otra vez, porque, según nos cuenta, no es capaz de dejar su obra “en barbecho”.
En las paredes de este espacio de creación hay de todo. Retratos, paisajes, diálogos pictóricos con referentes como Velázquez o Picasso, figuración difusa, abstracción incipiente, pintura autobiográfica o al menos autorreferencial, reinterpretaciones de carteles de clásicos del cine como Ciudadano Kane. En todo ello, un par de constantes en las que insiste la mayoría de críticos que se asoma al universo Paricio: los colores “ácidos” o “estridentes” y la sensibilidad “pop”. Dos intentos, en fin, de etiquetar lo inefable que él asume con naturalidad, porque “los seres humanos somos criaturas narrativas y necesitamos atribuirle sentido y coherencia a todo, incluso a lo que no tiene por qué tenerlo”.
MI DEFINICIÓN
“Yo relacionaría el talento con lo que en el Renacimiento se llamaba gracia, más que con la genialidad. Pero a la excelencia se llega a base de constancia”
Paricio suscribe la sentencia de la cantante Jayne County: “No me preguntes a qué sabe este melocotón, cómetelo. Y no me preguntes cómo suena mi música, escúchala”. A él se gustaría que sus cuadros fuesen procesados, en primer lugar, “como experiencias estéticas, más allá o más acá de cualquier interpretación o etiqueta”. Siente que al pop art le acerca, “sin duda, un determinado sentido del color”, pero no comparte “su fascinación por la cultura de consumo o la tendencia a aplicar al arte las pautas de producción industrial”. Él no tiene taller, no tiene asistentes, da hasta la última pincelada en solitario. Y eso lo convierte en un estajanovista del lienzo, uno de los últimos mohicanos de la creación artesanal. También es un buen anfitrión. Completada la charla, descorcha una botella de vino blanco y ofrece a fotógrafo y periodista algo de queso canario, jamón y paté. Un magnífico pretexto para seguir hablando de lo divino y lo humano.
Pregunta. Ha escrito usted un libro, ‘La estafa del discurso’, que denuncia la tendencia del arte contemporáneo a envolver la obra en el celofán de discursos rimbombantes y pretenciosos. ¿Hay que concederle al arte el derecho a hablar por sí mismo?
Respuesta. ¡Claro que sí! Debería hacerlo. Y dialogar, sin muchos intermediarios, con la sensibilidad de los espectadores, ¿no? Pero bueno, reconozco que las indicaciones del propio artista o los discursos sobre arte elaborados por críticos pueden ser útiles, pueden añadir nuevas capas de significado. Después de todo, un buen crítico es un espectador perspicaz, y resulta muy enriquecedor que personas inteligentes compartan sus puntos de vista. Pero la interpretación o el concepto no deberían pretender sustituir a la obra. Eso es lo principal que quería decir en mi libro.
P. ¿Se siente usted parte de alguna escena?
R. Pues no. Soy un artista nómada, he vivido muchos años a caballo entre Tenerife, Londres y Barcelona, en un momento determinado llegué a tener tres estudios, una auténtica locura. Además, trabajo de manera cien por cien artesanal, lo que implica un nivel de dedicación muy alto. Digamos que me refugio en mi obra y en mi familia, mi mujer y mis hijos. Tengo amigos artistas, pero no dispongo de tiempo ni de verdadera motivación para formar parte de ninguna escena. Aunque sí me doy cuenta de que Barcelona, ahora mismo, es un entorno muy fértil para la creación artística.
P. ¿Por qué otorga usted tanta importancia a la producción artesanal?
R. Porque es la mejor manera que se me ocurre de darle a cada obra el respeto que merece. Producirlos en serie me resultaría deprimente. Les quitaría la singularidad, el alma. Quiero que mis cuadros sean un parto, concebirlos y gestarlos a un ritmo orgánico y tocarlos con la yema de los dedos desde el principio. Soy yo el que compra bastidores y lienzos, el que los acarrea y los instala. Yo compro los botes de pintura. Encuentro que el esfuerzo creativo debe tener un componente físico, táctil, porque es eso lo que le da un sentido humano. Me acostumbré a esta forma de trabajar cuando tenía mi estudio en Londres, en Notting Hill. Me recorría la ciudad con mi bici y los bastidores a cuestas, como el estudiante de arte que nunca he dejado de ser.
P- ¿Qué fue a buscar a Londres?
R. Lo que encontré: una ciudad multicultural, muy permeable, en la que la gente se mezcla y en la que nadie se siente discriminado. Un crisol de culturas y, además, un lugar idóneo para abrirse en el mundo del arte. Yo vivía muy cerca de la casa del que fue primer ministro, David Cameron, pero en un entorno en el que coexistían sin problemas jamaicanos, gente bohemia de los cinco continentes, familias británicas que montaban sus barbacoas del domingo en modestos jardines…
P. Allí consiguió usted romper la pared. ¿En qué diría que consiste el éxito?
R. Te daré una respuesta muy sencilla, pero que creo que lo resume todo: en descubrir qué has venido a hacer a este mundo y tener la oportunidad de hacerlo.
P. Relacionado con lo anterior (o no), ¿en qué consiste el talento?
R. Esto voy a tener que pensármelo [pausa]. Bien, dejando de lado teorías románticas como la del genio, el creador providencial, la persona excepcional con cualidades extraordinarias, diría que el talento es la predisposición natural a hacer bien ciertas cosas. Más que con la genialidad, que me parece una categoría algo resbaladiza, yo lo relacionaría con lo que en el Renacimiento se llamaba la gracia. Por supuesto, a la excelencia se llega, sobre todo, a base de constancia y de esfuerzo, pero, como decía Picasso, hace falta una cierta dosis de gracia para destacar en una actividad humana. Recurriendo al fútbol, Carles Puyol llegó muy arriba a base de entrega y compromiso, pero no tenía esa gracia innata, ese instinto, esa armonía física, que creo que convierte en excepcional a Leo Messi.
P. Definido así, de manera terrenal, como las cualidades o capacidades que nos singularizan y nos convierten en lo que somos, ¿cuáles diría usted que son sus talentos?
R. La pasión. También la constancia, la cabezonería. Soy persistente, no regateo esfuerzos, porque mi profesión me entusiasma. Siento un enorme respeto por artistas superdotados, como Picasso, que además era un excepcional currante, pero aún me emocionan más los que, como El Aduanero Rousseau o Van Gogh, no encontraron su camino hasta una edad relativamente tardía e incluso llegaron a dudar de su técnica, pero nunca del fuego que llevaban dentro. Salvando mucho las distancias, me siento reflejado en esa pasión, en esa conciencia íntima de que has venido al mundo a hacer algo en concreto y que lo que dará sentido a tu vida es encontrar tu manera personal de hacerlo.
De la obra de Pedro Paricio, la crítica ha dicho que se trata de pintura posromántica en la era digital. Además de revisar dilemas clásicos de la plástica, añade notas de humor e ironía en sus temas tanto abstractos como figurativos.
P. Usted ha dicho en alguna ocasión que se encontró a sí mismo en la serie ‘Diario de un artista’, exhibida por vez primera en 2011.
R. Sí, en ella consolidé mi estilo tras mi larga etapa de aprendizaje. La galería Halcyon apostó por mí y eso supuso un importante espaldarazo.
P. Por entonces se retrataba usted en todo tipo de situaciones, tanto peculiares como cotidianas, con traje y sombrero. ¿Qué fue de ese Pedro Paricio, dandi neorromántico, que sedujo a la crítica de arte británica y, de ahí, a la del resto del mundo?
R. Renuncié a vestir así cuando me di cuenta de que sombrero y trajes vintage se habían convertido en un disfraz, un personaje. Había adoptado esa vestimenta en Londres, en mi periodo de consolidación, cuando ya empezaba a exponer en las mejores galerías, pero aún me duchaba en una fábrica. Era como una especie de talismán, porque yo puedo ser muy racional en algunas cosas, pero también, como muchos artistas, dejo un resquicio para las energías telúricas y el pensamiento mágico. Mi primer gesto en cuanto me despertaba era ponerme el sombrero. Digamos que aquel atuendo cumplió su función, pero un buen día decidí que ya no lo necesitaba. Desprenderme de él marcó la transición a mi época de madurez, el Pedro Paricio que soy ahora.
P. Y el hombre sin sombrero ha seguido pintando con la pasión y la entrega de siempre.
R. Sí, he tenido esa suerte.
El talento del pintor…
Paricio lo define en términos simples, muy cotidianos: el talento no es más que la predisposición natural a hacer bien algo en concreto. “Se cultiva y se desarrolla, pero también se tiene o no se tiene”.
…el talento del artesano
Hoy que tanto se habla de la digitalización del arte (un fenómeno al que Paricio asiste “sin prejuicios, con curiosidad”), el artista canario sigue reivindicando “una forma artesanal de hacer las cosas”, trabajando en solitario, comprando el mismo sus materiales, apostando por “el esfuerzo, por lo concreto y por lo táctil”.