Opinión

La caja tonta

La sobreactuación de algunos presentadores les lleva a anunciar la noticia más intrascendente como un bombazo exclusivo del periodismo de investigación

La política y la prensa mantienen una relación especular, la una refleja la otra y esta condiciona la primera. La división de poderes del estado de Montesquieu ha mutado, quedando reducido al poder político (Ejecutivo y legislativo), y al cuarto poder: el derecho a la información, si excluimos de la ecuación -al propósito de este artículo- el poder judicial. Esta relación simbiótica exige que las instituciones politicas y sus representantes así como los medios de comunicación y sus portavoces estén a la altura ética de la sociedad a la que ambos contribuyen a formar y a la que prestan sus serv...

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La política y la prensa mantienen una relación especular, la una refleja la otra y esta condiciona la primera. La división de poderes del estado de Montesquieu ha mutado, quedando reducido al poder político (Ejecutivo y legislativo), y al cuarto poder: el derecho a la información, si excluimos de la ecuación -al propósito de este artículo- el poder judicial. Esta relación simbiótica exige que las instituciones politicas y sus representantes así como los medios de comunicación y sus portavoces estén a la altura ética de la sociedad a la que ambos contribuyen a formar y a la que prestan sus servicios. En este marco relacional, la lógica es: el periodista denuncia y el político responde. Cuando las primeras son justas y mesuradas, los segundos tienen dar explicaciones y atenerse a las consecuencias. En este nirvana la sociedad se enriquece, más cuando las críticas son acerbas, atendiendo a intereses no siempre confesables, cuando ni unos ni otros son capaces de zafarse de la maleable “presión social” y actúan precipitada e irreflexivamente, estamos alentando un linchamiento moral que denigra no solo a los participan en el sino al conjunto de la sociedad.

A partir prácticamente de su aparición, la televisión se ha constituido en el medio de comunicación social de mayor influencia muy por encima de la prensa escrita y de la radio y, aun hoy por hoy, de las nuevas herramientas que ha puesto a nuestra disposición la tecnología y las redes sociales. La televisión, desde el famoso primer debate Kennedy versus Nixon en las elecciones presidenciales de 1960, es el instrumento más determinante en la conformación de la voluntad política de un país. Por tanto, no son intranscendente las características de los formatos de información política que se programan y cuáles son sus contenidos.

La televisión, en tanto que empresa que actúa en el mercado de las telecomunicaciones y dado el coste de producción y emisión de sus productos, necesita rentabilizar su parrilla. Para ello, se han establecido escandallos horarios que todos los programas tienen que cumplir, independientemente de su clase: entrevistas, informativos y debates o tertulias. Cada uno de estos productos tiene sus propias estrategias para congregar las audiencias que justifiquen su presencia en antena. Hay que recordar, por otra parte y no sin enojo, que las empresas televisivas nunca asumieron la función de Servicio Público que les impone las licencias que disfrutan y que la Administración nunca reclamó, ergo todo lo que aparece en pantalla debe responder a un criterio de rentabilidad económica.

Comenzaré por comentar que suponen estos requerimientos en algunas tertulias politicas. Aquellas que utilizan este género periodístico como un curioso escenario en que los políticos hacen de “entertainers” y los periodistas de políticos, y que a mi juicio no cumplen con el desiderátum informativo.

El debate terciado de ideas resulta aburrido para el gran público, según declaran los gurús del sector, por lo que para emitirlos hay que transformarlos en un “espectáculo televisivo”, que al parecer solo se logra con tertulias “show” aderezadas de escándalo y confrontación.

En este contexto, los políticos que participan en este tipo de tertulias se ven abocados a colocar su mensaje con la mayor extravagancia posible porque así lo exige la función, el entretenimiento del televidente. En esta representación lo más efectivo no es exponer propuestas sino la descalificación de las del contrario. Contrastar propuestas o conceptos al cabo requiere un cierto esfuerzo intelectual y político por lo que estos debates derivan frecuentemente en ramplonas reprobaciones personales. El producto resultante de estas justas televisadas entre políticos es un ejercicio moral, intelectual y políticamente poco edificante pero, al parecer, muy rentable para la cadena que las trasmiten. Se podría resumir diciendo que el sentido argumental de estos programas queda reducido al famoso “...y tú más”.

Esta modalidad de debates políticos parece funcionar muy bien con periodistas. De hecho, es el formato más repetido en todos los medios de comunicación, aunque no en todas las televisiones con la misma avidez. Los editores se limitan a escoger un tema de actualidad que exponen con las tintas de la singularidad cargadas. El tono de inicio es el que determina el intercambio de opiniones, con lo que en lugar de intervenciones fundadas se suceden “rajadas” (término de la prensa deportiva) a cual más provocadora. Nunca se contrastan temas, asuntos, problemas sin más, en su lugar se denuncian escabrosos sucesos entorno a los cuales se pide que se pronuncien los contertulios. Cuanto el ambiente flaquea, tercia el conductor que atiza el fuego con una nueva añagaza convenientemente prevista para la ocasión, y vuelta a enzarzarse.

En la producción de estos programas una de las cuestiones más pulidas es la elección de los participantes, entre los que se reparten los papeles para que cada uno encarne la defensa de una posición política. Algunos de ellos asumen su rol de buen grado pues normalmente coinciden con lo que piensan, por lo que no tienen el menor recato en reñir por defender los colores del partido al que, por otro lado y con el mismo ardor, niegan pertenecer. Curiosa contradicción con la imparcialidad que requiere el despacho de la información a la que obliga el Código Deontológico de la profesión del periodismo. Si esto es un desafuero difícil de entender no lo es menos el pormenorizado guion que les impulsa a comportarse cual gallos de peleas para mantener la tensión del programa. El morbo que estos desplantes procura no es espontaneo ni gratuito si no que persigue el onomatopéyico clic-clic de la caja registradora, que a todos los partícipes de esta “performance” recompensa. Pero no se alarmen los televidentes, recuerden que todo “...Es puro teatro, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro”, que cántara la Lupe.

Ni siquiera los asépticos informativos han escapado al espectáculo televisivo por la lucha por alcanzar y mantener las sacrosantas audiencias. Son excepción las cadenas que han aligerado esa exigencia a los profesionales que se encargan de su realización.

La sobreactuación de los conductores-presentadores en algunos de estos programas es tal que la noticia más intrascendente se trata como un bombazo exclusivo del periodismo de investigación. Se presenta con la misma rotundidad a quien ha pasado indebidamente unos gastos de representación que aquellos que conspiraron fríamente para manipular el Euribor. Se rasgan las vestiduras con el mismo escarnio por el cohecho impropio de unos regalos personales, que por el multi (nacional y millonario) fraude de Volkswagen. Antes que me descuarticen los “catones” moralistas de la España incólume, me apresuro a decir que no pretendo justificar la paja en el ojo ajeno, aunque es un buen ejercicio mirar en el propio antes de tirar la primera piedra. No es que los telediarios deban ser como La Oficina Internacional de Pesas y Medidas de Paris, pero sí debiera procurar no hacer tabla rasa de todo, sin atender a su importancia o trascendencia. El castigo tiene sentido y es justo cuando es proporcional al daño. Por eso creo necesario que la profesión reflexione y repruebe esta deliberada propensión de algunos líderes de opinión a confundir una mascletá fallera con un bombardeo sobre población civil por mor de la búsqueda de la audiencia.

Siempre ha habido visionarios cuyo conocimiento, perspicacia y creatividad les lleva a descubrir y apoyar acciones o personas mucho antes que los demás, por lo que son dignos de admiración: Mary Quant con la minifalda en los 60 o Carles Reixach cuando fichó a Messi con 11 años. Hay quien, por el contrario, usando y abusando de la plataforma de programas informativos diarios, cree tener la piedra filosofal para convertir el mal recuerdo de una noche de verano en un proyecto político y a un demagogo, por más recogida que lleve la coleta, en un líder político con estatura de estadista. Lo que hay detrás de estos descubrimientos portentosos es la descomunal ansia de poder de aprendices de brujo que se atribuyen méritos delirantes o de periodistas cuya talla no está a la altura de su influencia.

Otro género clásico del periodismo que se ha visto dañado con más frecuencia de la deseada por la perversión del lenguaje televisivo ha sido la entrevista.

En efecto, la entrevista política es una técnica que permite acercarse a un personaje para exponer su pensamiento u obtener su versión sobre una noticia en beneficio del público general. El entrevistador debe tener el carácter sereno para tratar al entrevistado con naturalidad, y formular preguntas ajustadas al tema tratado para que este responda con sinceridad. Es una tarea difícil que requiere información (algunos creen que alcanza con un resumen de prensa) y conocimiento (imposible sin lecturas y el estudio reposado). Dominar ambas herramientas está al alcance solo de los buenos periodistas, por lo que suele ser una buena estrategia acercarse al género con la prudencia del aspirante y la gratitud del invitado. La agresividad para poner en boca de los entrevistados pensamientos propios es ordinariamente la manifestación de la soberbia del machadiano “envueltos en sus andrajos desprecia cuanto ignora”, además de una ingrata falta de respeto.

Utilizar a los entrevistados como pretexto para mostrar las excelencias del ego del entrevistador pervierte el interés periodístico de la entrevista, convirtiéndola en una burda manipulación al servicio del medro profesional. Es temerario alimentar el narcisismo egocéntrico de estos personajes como si fueran la clave de bóveda del sistema ya que va en detrimento de la buena reputación de una profesión tan noble como imprescindible para una sociedad libre. Ni el periodismo y, mucho menos, la información reposa en atributos personales, por excepcionales que pudieran ser, sino que son la consecuencia de la buena práctica profesional y del trabajo en equipo del conjunto de una redacción. Hay ejemplos en los medios de comunicación, pero particularmente en la televisión, de presuntuosos que predecían la ruina de programas y antenas si prescindían de sus servicios, sin darse cuenta que el tiempo sitúa a cada cual en su lugar.

La profusión de todos estos formatos es tan invasiva que aparecen juntos en un mismo programa, resultando auténticos tele maratones solo para adictos a las emociones fuertes. Los excesos en los comportamiento profesionales señalados han llegado a tal extremo en su sensacionalismo que ha sido objeto de jocosas parodias, aunque hiperbólicas muy reconocibles en su semejanza con los originales en los que se inspiran. Todos reiríamos más tranquilos, si no fuera por el desquicie social que este efectismo provoca en el público convirtiendo un medio de inmensa influencia social en una auténtica caja tonta.

No pretendo con estos comentarios menoscabar el papel fundamental que los medios audiovisuales de comunicación desempeñan en las sociedades modernas. Su relación con el poder y la política en términos de independencia absoluta es esencial para evitar desnaturalización de las instituciones. “Si tuviera que decidir si debemos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en preferir lo segundo”, afirmó Thomas Jefferson para dar una idea de la importancia de los medios de comunicación en la vida pública y social de un estado.

Por último, dos comentarios sueltos sobre comportamientos profesionales que entiendo que vienen al caso: la coherencia y la prudencia.

Cambiar de forma de pensar es un signo de sabiduría además de un derecho básico de las personas, y sobre todo de los periodistas. El paso del tiempo nos aleja del buen salvaje, nos ayuda a comprender la complejidad de las cosas por encima de su apariencia formal; en suma, nos civiliza. Ni siquiera el concurso del tiempo es necesario para cambiar: “El revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día después de la revolución”, pronosticó Hannah Arendt. Me parece un tanto incompresible que conocidos periodistas que ha sido referentes, y sobre todo, relatores de la réproba “casta”, hoy saluden sin reparo alguno a los populistas de nuevo cuño sin darse cuenta que ya es más de un día después de nuestra revolución: la Transición a la democracia. Quien a pesar de todo quiere hacer esta legítima metamorfosis, le vendría bien seguir el ejemplo de Pedro Lain Entralgo y atreverse con coraje y honestidad hacer su “Descargo de consciencia” no para mostrar arrepentimiento del pasado, sino para revindicar la vigencia y ejemplaridad de su presente. Los que en algún momento los hemos seguido y admirado se lo agradeceríamos.

El Tribunal Supremo no es infalible por ser la mejor Corte, sino porque es la última, por tanto sin apelación posible. Hay periodistas que olvidan este rasgo de la infalibilidad cuando pontifican desde el pulpito de la verdad. Esta no es una y no siempre necesaria. "Es más fácil encontrar muchas razones para defender lo falso que una sola razón para lo verdadero”, afirmaba Eduardo Haro Tecglen, pensador, ensayista y maestro de periodistas y Horacio no dudo en aconsejar a los sofistas de su época: “Incluso el sabio es tonto si busca la verdad más allá de lo necesario.” Navegar por la actualidad informativa con la patente de corso de la infalibilidad que otorga la ética absoluta de la “verdad divulgada” (que parece más verdad) es una impostura efervescente que oscurece la razón de los que abusan de ella sin relativizar su envergadura. Los periodistas que presumen de infalibilidad gozan de un privilegio que es negado al resto de las personas y particularmente a los políticos, la amnesia social que les exonera de la cruz de la hemeroteca. Por ello, no estaría de más que algunos periodistas de campanillas matizaran las opiniones que emiten desde sus influyentes atalayas mediáticas, ya que disfrutan del derecho al olvido y por qué, además, son también responsables del carácter de la sociedad y los políticos sobre los que opinan. Un viejo amigo riguroso y vocacional defensor del buen periodismo me recordó un día que temía a sus compañeros cuando se “cargaban de razón”, no puedo estar más de acuerdo.

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