Opinión

La manita

Las normas de educación básica se aprenden, me contó mi madre cuando era niño, y luego se practican con naturalidad a lo largo de la vida

Ocurre en la segunda temporada de la serie Borgen. La primera ministra, cuya popularidad desciende alarmantemente, necesita un golpe de efecto y, de paso, intentar detener una guerra civil en un país africano que posee inacabable petróleo y en el que las grandes empresas danesas hacen negocios muy golosos. Cuando su equipo de Gobierno le plantea que es una locura, o simplemente imposible, lograr que los líderes de ese genocidio mutuo se estrechen la mano en una cumbre que se celebrará en Copenhague y que ese gesto simbólico firmará una tregua o el final de la barbarie, la pragmática d...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Ocurre en la segunda temporada de la serie Borgen. La primera ministra, cuya popularidad desciende alarmantemente, necesita un golpe de efecto y, de paso, intentar detener una guerra civil en un país africano que posee inacabable petróleo y en el que las grandes empresas danesas hacen negocios muy golosos. Cuando su equipo de Gobierno le plantea que es una locura, o simplemente imposible, lograr que los líderes de ese genocidio mutuo se estrechen la mano en una cumbre que se celebrará en Copenhague y que ese gesto simbólico firmará una tregua o el final de la barbarie, la pragmática dama les recuerda que el Gobierno noruego consiguió algo tan utópico como que Rabin y Arafat juntaran sus manos.

Las normas de educación básica se aprenden, me contó mi madre cuando era niño, y luego se practican con naturalidad a lo largo de la vida. Sale instintivamente algo tan elemental como ceder el paso y el asiento a los ancianos, embarazadas y críos, responder al saludo, reservar para tu intimidad las alteraciones gástricas, no rebuznar en lugares públicos, ni imponerles a gritos a tus vecinos la lamentable nadería de que conozcan tu vida, lavarse las manos después de visitar el mingitorio, no hacer ruidos al comer. Y por supuesto, la educación es mucho más que eso, es respeto hacia ti mismo y hacia el prójimo. Reconozco que entre los buenos modales hay alguno que me cuesta practicar. Por ejemplo, mi tendencia a no cruzar ni una palabra con la gente que me cae mal. Pero cuando me haga mayor rectificaré.

A pesar de ello no puedo evitar sentir estupor, desprecio y vergüenza ajena ante un padre de la patria, especializado en el “no sé, no contesto, no voy”, dejando a otro aspirante a presidir el bien común con su mano en el aire mientras observa con gesto altivo el ingrato universo. Es grotesco. En su sueldo figura saludar incluso al Maligno. No puede permitirse el capricho de la grosería.

Archivado En