Identidades rígidas, emociones congeladas
Luego de la montaña rusa que significó el estallido social, la pandemia y los procesos constituyentes, al finalizar el Gobierno de Boric todo parece detenido. La aprobación oscila apenas unos puntos, la desaprobación también
Hay momentos en que un país deja de contarse a sí mismo. Como si se apagara la música y quedáramos todos detenidos, escuchando solo el eco de nuestras certezas. Algo así le ocurre hoy a Chile. La política perdió su dramaturgia. No porque falte conflicto, sino porque el conflicto ya no produce relato. No hay quiebres, no hay reconciliaciones, hay escaso movimiento, con bloques fijados en su posición desde antes que comenzara la obra.
Las curvas de aprobación presidencial lo muestran con simpleza. En los gobiernos de Aylwin, Frei y Lagos, y también en el largo ciclo Bachelet-Piñera, existía un vaivén emocional. Caídas dramáticas, recuperaciones parciales, desilusiones, nuevos intentos. La ciudadanía se movía, reaccionaba, cambiaba de opinión. Había narrativa. Pero, luego de la montaña rusa que significó el estallido social, la pandemia y los procesos constituyentes, al finalizar el Gobierno de Boric todo parece detenido. La aprobación oscila apenas unos puntos, la desaprobación también, como si las personas hubiésemos dejado de reaccionar, optando por observar la escena sin entrar en ella.
Ese congelamiento no es indiferencia. Es identidad. Desde la psicología social, sabemos que cuando una sociedad deja de evaluar y comienza a ubicarse en bandos, las opiniones dejan de depender de los hechos. Se transforman en pertenencias. La aprobación deja de ser un juicio y se convierte en un marcador de quién soy yo en el paisaje político. Y cuando las identidades se endurecen, la democracia pierde movimiento interno.
Sin embargo, entre los bloques polares apareció un tercer actor que desafía esta lectura binaria: el 20% que votó por Franco Parisi en primera vuelta. Un grupo grande, disonante, que se niega a entrar del todo, que se ha venido decantando por largo tiempo y que se entronca con otros casos parecidos en la historia de Chile. Son electores que habitan un borde extraño: participan, pero no pertenecen; deciden, pero manteniendo la distancia; intervienen sin dejarse capturar; son chilenos, pero también algo ajenos. Es un lugar adentro-afuera, una posición liminal que funciona como refugio frente a una política que no los incluye, no los interpela y no los representa.
Este grupo encarna algo muy singular: es el público que quiere mirar sin ser mirado, que entra a la sala pero se sienta cerca de la salida, siempre listo para levantarse antes del aplauso final. No rechaza la política, pero desconfía de ella. No abraza la antipolítica, pero la usa como advertencia. Su voto es una señal, no una adhesión. Y su existencia revela una fisura profunda en el sistema: una parte importante del país no quiere definirse en el mapa identitario que consume al resto. Prefiere flotar en los márgenes.
Esta realidad anticipa un escenario complejo para quien resulte electo. Ni Kast ni Jara llegarán con luna de miel. La ciudadanía no está disponible para entusiasmarse ni para desengañarse. Quien gobierne entrará a un país emocionalmente rígido, con identidades fijas y un segmento relevante que prefiere no comprometerse con nadie.
Gobernar así significa enfrentar un tipo distinto de riesgo. Las políticas públicas no generarán grandes adhesiones ni grandes rechazos; simplemente reforzarán lo que cada grupo ya cree. Las crisis no reordenarán el mapa; solo confirmarán las identidades existentes. Y los aciertos, incluso los aciertos evidentes, no asegurarán apoyo sostenido. El Gobierno será observado desde una distancia sospechosa, más cercana al juicio moral que a la evaluación política.
Pero también hay una oportunidad en ese 20% que se sitúa adentro-afuera. Son la única reserva de movilidad emocional que queda en el sistema. No son fieles a un bando ni rehén de una identidad. Si existe una posibilidad de que Chile recupere su dramaturgia —esa capacidad de sorprenderse, de cambiar de opinión— vendrá precisamente de quienes no están cómodos con los moldes actuales. No son un voto volátil: son una grieta en la rigidez del sistema.
Quiero creer que Chile todavía puede recuperar movimiento. Que la política puede volver a ser una narración colectiva y no solo un inventario de certezas enfrentadas. Que podemos volver a la conversación, no para tener razón, sino para construir sentido.
Para esto hay que construir puentes. Desde todos los ámbitos: la política, la cultura, la sociedad civil, la empresa, la intelectualidad. Lo peor sería seguir encastillados mirando el mundo desde nuestros propios prejuicios, para consumirnos en un conflicto sin salida.