De populismos y demagogias
Es cierta la urgencia de revisar todos los programas, toda la dotación, eficientar el aparato público, pero comprometer un número sin considerar las variables en juego o el “doble click” de cada puesto, de cada iniciativa, no parece una apuesta razonable
¿Por qué decimos populismo cuándo hablamos de demagogia? Recortes millonarios de presupuesto, cientos de miles de empleos “fantasmas”, promesas de sueldos vitales que harían desaparecer a las pequeñas empresas del país llevando la informalidad laboral a niveles feudales; minas antipersonales en las fronteras; “saltarse” el parlamento. Propuestas que instalan en la discusión pública (o buscan al menos) privilegiar “pulsiones ciudadanas” en vez de participar en debates con los demás candidatos; de evaluar criterios técnicos, discusiones factuales.
Insistir en encomendar nuevos mandatos al Banco Central como si el control de la inflación no fuera capaz de explicar el comportamiento de la demanda agregada, el empleo y el devenir de la economía; criticar el alcance y evaluación técnica del organismo respecto del mercado del trabajo, en vez de preguntarse si es razonable que los costos laborales crezcan cerca de 50% en poco más de cuatro años.
No se trata de justicia social, nadie podría negar la necesidad de llegar a niveles de ingresos que permitan una vida más digna, pero cuando esta aspiración no se mide, no se calcula, no se hace una correcta evaluación de impacto, llegamos a las cifras de desempleo que hoy vemos: 30 meses con una tasa de desempleo sobre el 8%, track que no veíamos -descontando pandemia- hace 15 años, en plena crisis financiera global.
Se habla de populismo como si el sentir popular fuera la respuesta a las pulsiones personales, como si el “ser candidato” (indivisible del “ser ciudadano”) fuera un ente capaz de capturar todas las demandas del pueblo y en una iluminación mesiánica dar con la respuesta a todas las demandas. Se habla de populismo, cuando en realidad hablamos de demagogia: decir lo que este pueblo quiere escuchar; da lo mismo si no es cierto, si no tiene elementos técnicos o evaluaciones económicas correctas.
¿Sabía usted, por ejemplo, que las empresas que pagan el sueldo mínimo son, en su mayoría, aquellas con menos de 25 trabajadores —y principalmente con menos de 9 empleados—, pero que, a su vez, concentran cerca del 30% del empleo del país? Esto, según datos de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad Diego Portales.
Tomando en cuenta esta realidad, ¿qué pasaría con esas empresas si se implementa un ingreso-salario-sueldo vital de $750 mil? Acá la “no distinción” es relevante, pues si es el Gobierno quien fija un “ingreso vital” por medio de subsidios o traspasos monetarios, el sector privado tendría que competir con estos aportes públicos. ¿Ejemplo recientes? El Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) impulsado durante la pandemia, que fue un recurso fijo para las familias a lo que se sumaron los retiros de los fondos de pensiones, desincentivó la salida al mercado laboral de miles de personas que veían la formalidad como un riesgo a perder estos ingresos no condicionados.
Pero, de seguir con propuestas como un ingreso mínimo de $750 mil, las micro y pequeñas empresas deberán “competir” no sólo con subsidios y transferencias estatales, sino ahora también con empresas medianas cuyos salarios medios se acercan a esa cifra. ¿Serían capaces las pequeñas y microempresas capaces de ofrecer condiciones similares a una mediana o grande? Me parece que todos tenemos la respuesta en la cabeza.
¿Eliminar 100 mil empleos públicos? Acá entramos a un debate de la misma raíz que los masivos recortes fiscales ¿De dónde saldrán esos 100 mil empleos? ¿Hay programas que se dejaran de ejecutar? ¿Es razonable pensar que el 10% de la dotación pública se puede eliminar? Si bien es cierto que los empleos públicos han mostrado un importante crecimiento durante los últimos años, parte de éste se debe a traspasos administrativos a los Servicios Locales de Educación Pública y programas de salud.
Es cierta la urgencia de revisar todos los programas, toda la dotación, eficientar el aparato público, pero comprometer un número sin considerar las variables en juego o el “doble click” de cada puesto, de cada iniciativa, no parece una apuesta razonable y mucho menos responsable.
El populismo es un concepto difícil de asir, de ejemplificar, pero buscando simplificarlo (en extremo quizás) podemos pensar en la distinción, en el opuesto, en esta suerte de conflicto narrativo moralizante entre las élites y el pueblo virtuoso, sin una distinción política más que esta suerte de “supremacía de la verdad y de la razón”, atacando así las estructuras establecidas y aceptadas hasta ese momento. De pasar de libertades totales a una cultura de la cancelación sólo sustentada en lo que “se cree” o lo que “se piensa que se cree”.
Buscar al enemigo y distinguirse de él donde no hay derecha sin izquierda, donde no hay privilegios si no hay pueblo, donde no hay libertades si estas no tienen condiciones particulares. La supremacía del “saber popular” sobre elementos técnicos. No es necesario argumentar, sólo basta con distinguirse.
¿Tiene el populismo algo de demagogia? La necesidad de la segunda, de ganarse el “favor popular”, tienta al populismo cada día, más con tantos candidatos, con tantos mensajes, con tantas necesidades de mostrarse.
No hablemos de populismo, cuando estamos frente a demagogia.