Después del llanto

Las escenas del cambio de mando siguen corriendo la vara de lo que creíamos posible ver. Nuevamente en la Casa Blanca, al mando del Ejército más grande del mundo, Donald Trump. En primera fila, Musk, Bezos y Zuckerberg, los oligarcas tecnológicos más poderosos

El presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, habla en un evento en el Circa Resort and Casino de Las Vegas, Nevada (EE.UU.), hoy 25 de enero de 2025.BIZUAYEHU TESFAYE (EFE)

“La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en ese interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”. La cita, que podría haber sido escrita con ocasión de las escenas de la semana recién pasada, es de Antonio Gramsci, el comunista italiano que consumió los últimos 10 años de su breve existencia en las cárceles de la Italia fascista. A Gramsci le tocó vivir en un periodo histórico particularmente turbulento: presenció la muerte de lo viejo, de ese largo siglo XIX de los imperios modernos que se confrontaron en 1914 haciendo estallar a Europa; también le tocó, no sólo ver sino participar directamente en los movimientos revolucionarios que se extendieron tras el triunfo de la Revolución Rusa de 1917; movimientos que, salvo el ruso, fueron todos implacablemente derrotados. Era lo nuevo que no lograba nacer. Por supuesto, le tocó ver y sufrir esos fenómenos morbosos que se multiplicaron en la Europa de entreguerras: en Italia el fascismo, en Alemania la llegada de Hitler al poder. Y, murió, vaya coincidencia, al día siguiente del bombardeo a Guernika, hito militar que anunciaba las peores pesadillas del siglo XX.

La actualidad de las palabras de Gramsci es cruel. Ya son varios años viendo pasar ante nuestras pantallas espectáculos morbosos y obscenos: guerras transmitidas en vivo y en directo, concentración del poder y la riqueza a niveles cada vez más escandalosos, fracasos estrepitosos del multilateralismo, destrucción de ecosistemas. Y las escenas que ha dejado el cambio de mando en Estados Unidos siguen corriendo la vara de lo que creíamos posible ver. Nuevamente en la Casa Blanca, al mando del Ejército más grande del mundo, Donald Trump. En primera fila, Elon Musk, Jeff Bezos y Mark Zuckerberg, los oligarcas tecnológicos más poderosos del mundo. El saludo nazi de Musk y la patética defensa de Milei, su minion rioplatense. Los indultos a los perpetradores del asalto al Capitolio. Los decretos ejecutivos. En fin.

Podríamos llenar álbumes con las barbaridades protagonizadas por estos personajes. Largas listas de declaraciones, leyes y gestos. Y tiene algo narcotizante el ejercicio de chapotear en lo morboso. La performance del poder desembozado encandila o derechamente enceguece, embriaga y paraliza, pero, sobre todo, vuelve imposible elaborar la política necesaria para enfrentar a las oligarquías político-tenológico-militares sintetizadas en las fuerzas que hoy componen el Gobierno de Estados Unidos, pero cuyo poder pesa sobre el mundo entero, incluido nuestro país.

Lamentos, indignación moral, asombro y frustración. Cada vez que la extrema derecha ha dado golpes dolorosos, consagrando en el poder a figuras otrora despreciadas y evaluadas como incapaces de ganar una elección, el progresismo ha reaccionado así. Lo hizo con el primer triunfo de Trump, con el de Bolsonaro, con el de Milei y, nuevamente, ahora.

Walter Benjamin, un contemporáneo de Gramsci cuya suerte no fue más feliz, poco antes de suicidarse mientras intentaba escapar de la Francia ocupada por Hitler, escribió una serie de aforismos destinados a proponer una manera de entender la historia que contribuyera a encarar de manera efectiva la lucha contra el fascismo. En uno de ellos, anotaba lo siguiente: “El asombro ante el hecho de que las cosas que vivimos sean aún posibles en el siglo XX no tiene nada de filosófico. No está al comienzo de ningún conocimiento”. Benjamin se rebelaba contra “el asombro” de los progresistas de su época, contra quienes se espantaban de que aquellas barbaridades fueran “aún posibles”. Ese asombro, para él, no servía de nada, no era un asombro filosófico, en el sentido de que no abría el camino a conocimiento alguno, sino que más bien invitaba a un lamento apoltronado incapaz de movilizar fuerzas contra el fascismo. Un asombro paralizante y además desresponsabilizante, porque tanto en la Europa fascista como en el presente, los progresismos, parapetados en su llanto, eluden la insoslayable responsabilidad que les cabe en el surgimiento de las fuerzas reaccionarias.

No es ninguna novedad. Sendos análisis acerca de cómo llegamos hasta acá, elaborados por intelectuales, académicos y activistas sociales, coinciden: la actual crisis de la democracia liberal y del orden mundial post Segunda Guerra, y el consecuente crecimiento de alternativas políticas de derecha radical, es resultado de casi 40 años de políticas neoliberales que han provocado un fortalecimiento extremo de una oligarquía dueña de una enorme cantidad de riqueza y detentora de un poder cada vez mayor, y el debilitamiento de las grandes mayorías populares y de la clase trabajadora a nivel global. Estos procesos, que no han sido lineales ni se han producido de la misma manera en los países del norte que en los del sur, se han traducido en el debilitamiento de los estados de bienestar (allí donde los hubo), la precarización de las condiciones laborales de grandes masas de trabajadores, en la pérdida de poder adquisitivo real de las clases medias y populares, en la pérdida de poder de los sindicatos y en el descrédito de la política como expresión de la voluntad popular. Y son esas condiciones, materiales, concretas, las que constituyen la base sobre la cual se acumula el malestar, la impotencia y el resentimiento de franjas cada vez más grandes de “perdedores” de la globalización neoliberal.

Y es acá donde las lágrimas progresistas indignan, porque esas condiciones de escandaloso desequilibrio de poder y de riqueza no pueden ser achacadas, ni solo ni principalmente, a Reagan o a Thatcher o a Pinochet. Fue, precisamente, la neoliberalización de las distintas versiones de la socialdemocracia —desde Partido Demócrata al Laborista, al PSOE a la Concertación y etcétera—, la que operó un abandono de la clase trabajadora y las clases populares y medias en favor del capital financiero y los grandes poderes económicos. No fue Donald Trump el que salvó a los bancos mientras millones de norteamericanos perdían sus casas. Fue Barak Obama, demócrata y orgulloso primer presidente negro de los Estados Unidos. Eso, por poner solo un ejemplo.

Con lágrimas no vamos a derrotar al fascismo. Tampoco con harakiris. Sin embargo, para rearmar una mirada estratégica que nos permita crear una fuerza capaz de reinventar la política y la democracia y de ganarle a las fuerzas reaccionarias, es preciso comprender cómo llegamos hasta acá y actuar decididamente de acuerdo a lo que ese balance indica, partiendo por hacer todo lo que esté a nuestro alcance para no permitir que el progresismo y la socialdemocracia se pongan al servicio de la concentración de la riqueza y del poder en desmedro del bienestar de las grandes mayorías que dicen representar.



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