La Casa de Barnes en Chile
En la larga saga del papel jugado por Estados Unidos en Chile, el embajador Harry G. Barnes Jr destaca como una figura heroica de excepción
El reciente aniversario de los 50 años años del golpe de estado en Chile atrajo de nuevo la atención internacional sobre los numerosos villanos de la intervención estadounidense para derrocar al Gobierno constitucional de Chile, destacando entre ellos Henry Kissinger, Richard Nixon y el director de la CIA, Richard Helms. Su censurable papel en el debilitamiento de la presidencia de un social...
El reciente aniversario de los 50 años años del golpe de estado en Chile atrajo de nuevo la atención internacional sobre los numerosos villanos de la intervención estadounidense para derrocar al Gobierno constitucional de Chile, destacando entre ellos Henry Kissinger, Richard Nixon y el director de la CIA, Richard Helms. Su censurable papel en el debilitamiento de la presidencia de un socialista que había sido elegido democráticamente, Salvador Allende, y su posterior apoyo a la consolidación del despiadado régimen liderado por el general Augusto Pinochet, todavía constituye uno de los casos más sonados de criminalidad oficial en los anales de la política exterior estadounidense.
Al cumplirse el mes pasado el aniversario del golpe del 11 de septiembre de 1973, el Gobierno de Joe Biden se enfrentaba a un dilema: cómo reconocer este sórdido episodio histórico sin ofrecer un gesto de disculpa, ni mucho menos llamar más atención pública y política sobre el rol de Estados Unidos en el 11-S chileno. En un pequeño gesto de diplomacia de la desclasificación, la Administración finalmente desclasificó dos documentos con 50 años de antigüedad de una larga lista de archivos aún secretos solicitados por el Gobierno chileno; la embajadora estadounidense Bernadette Meehan asistió discretamente al menos a una conmemoración del 50 aniversario, y el presidente Biden envió a su asesor presidencial especial para América Latina, el exsenador Chris Dodd, para asistir a la ceremonia especial que tuvo lugar el día del aniversario frente al palacio de La Moneda.
El 11 de septiembre, un portavoz del Departamento de Estado emitió una declaración cuidadosamente formulada en la que citaba “una oportunidad para reflexionar sobre esta ruptura del orden democrático en Chile y el sufrimiento que causó”, al tiempo que evitaba toda reflexión sobre el papel de Estados Unidos a favor de esos acontecimientos de hace medio siglo. “Esta conmemoración es también una oportunidad para reflexionar sobre el valiente retorno de Chile a la democracia”, decía la declaración, desplazando el centro de atención lejos del comienzo de la dictadura para enfocarse en el final, después de que Pinochet perdiera un plebiscito el 5 de octubre de 1988 que pretendía legitimar la continuación de su sangriento régimen.
Para reforzar ese punto y llamar la atención sobre la historia mucho más positiva del papel que jugó EE UU en los dramáticos acontecimientos de octubre de 1988, a principios de octubre la Embajada de EE UU en Santiago celebró una ceremonia especial en honor de Harry G. Barnes Jr, que fue embajador de EE UU durante el desenlace de la dictadura. “La residencia del Jefe de Misión se llamará ‘Barnes House’”, según un comunicado de prensa de la Embajada de EE UU, “para reconocer el apoyo y la solidaridad del Embajador Barnes con el pueblo chileno que buscó defender los derechos humanos y restaurar la democracia en su país por medios pacíficos y democráticos.”
El acto estaba vinculado al 35 aniversario del plebiscito de octubre de 1988 que marcó el principio del fin del régimen de Pinochet. Pero se recordará como la única ceremonia conmemorativa de fondo organizada por el Gobierno de Estados Unidos en torno al 50 aniversario del golpe militar propiamente dicho, volviendo a centrarse en una época en la que Estados Unidos apoyaba a las fuerzas de la democracia y no a las de la dictadura.
En la larga saga del papel jugado por Estados Unidos en Chile, el embajador Barnes destaca como una figura heroica de excepción. Este diplomático de carrera –estuvo destinado en India y también en Rumanía durante el régimen de Nicolae Ceaușescu– llegó a Chile a mediados de noviembre de 1985 con instrucciones de promover “una recuperación ordenada de la democracia cuanto antes posible”. Ante el crecimiento de un descontento radical con la dictadura de Pinochet, el gobierno de Reagan empezó a ver el régimen como un lastre y, lo que es peor, como un catalizador para la resurrección de la izquierda en Chile. De hecho, Barnes también recibió instrucciones de trabajar para “limitar la influencia del Partido Comunista chileno”.
Durante sus tres años como embajador, Barnes presionó enérgicamente a Pinochet para que restableciera un régimen civil en Chile y pusiera fin a las continuas violaciones de los derechos humanos. “La mejor forma de curar los males de la democracia es con más democracia”, señaló Barnes al presentar sus credenciales al general Pinochet el 18 de noviembre de 1985. “Cité a Winston Churchill a efectos de que nada es más importante que los derechos humanos, excepto más derechos humanos”, recordó en una historia oral sobre su carrera en la Biblioteca del Congreso. “A Pinochet eso no le hizo gracia”.
De hecho, Pinochet llegó a despreciar al embajador Barnes y le prohibió volver a entrar en el palacio de La Moneda. El primer enfrentamiento importante con el régimen se produjo en julio de 1986, cuando Barnes asistió al funeral de Rodrigo Rojas, el adolescente residente en Estados Unidos al que una patrulla militar roció con gasolina y prendió fuego durante una protesta, causándole la muerte. Las fuerzas policiales de Pinochet atacaron la procesión con cañones de agua y gases lacrimógenos; el régimen acusó entonces falsamente a Barnes de incitar a una revuelta por haber asistido al entierro. Cuando la embajada estadounidense empezó a apoyar las campañas de inscripción de votantes y la campaña a favor del No en el período previo al referéndum de octubre de 1988 sobre la continuidad de Pinochet en el poder, el general denunció la injerencia estadounidense y el “imperialismo yanqui”. Los medios de comunicación chilenos, controlados por los militares, se refirieron al embajador Barnes como Harry, el Sucio. Funcionarios de inteligencia estadounidenses informaron de que Pinochet estaba considerando declarar al embajador persona non grata y “echar a Barnes del país”.
Barnes utilizó los estrechos contactos que había establecido tanto dentro del ejército como entre la oposición prodemocrática para sacar a la luz los esfuerzos personales de Pinochet por encubrir la responsabilidad de sus militares en el caso de Los Quemados, que costó la vida a Rodrigo Rojas e hirió gravemente a una joven, Carmen Quintana. Pero su logro más significativo como embajador de Estados Unidos fue denunciar el maquiavélico complot del dictador para organizar un autogolpe la noche del referéndum del 5 de octubre. En un vano esfuerzo por legitimar su régimen, Pinochet orquestó un plebiscito que creía que le convertiría en dictador vitalicio. Él sería el único candidato en una votación por el Sí o por el No. Cuando la oposición chilena organizó con éxito la campaña del No y quedó claro que Pinochet perdería, elaboró un plan para suspender el recuento de votos, utilizar a sus agentes de inteligencia para agredir a las fuerzas prodemocráticas en las calles, anular el plebiscito y declarar la ley marcial. “No me voy, pase lo que pase”, dijo Pinochet a sus subordinados, según fuentes de inteligencia estadounidenses.
En un cable secreto una semana antes del referéndum, el embajador Barnes advirtió a Washington de la posibilidad de un autogolpe. “No se puede descartar, y debemos estar preparados para reaccionar ante él, y rápidamente, mientras todavía haya una posibilidad de revertirlo”, informó a Washington. Una vez que Barnes recibió información concreta sobre el plan de Pinochet, dio la voz de alarma. Los funcionarios estadounidenses tenían ahora “una clara percepción de la determinación de Pinochet de utilizar la violencia a cualquier escala que fuera necesaria, para conservar el poder”, escribió en un despacho secreto el 1º de octubre. Predijo “probables pérdidas sustanciales de vidas humanas”.
Durante los cuatro días posteriores, el personal del Gobierno estadounidense, encabezado por Barnes, se movilizó para presionar a los principales funcionarios militares y diplomáticos chilenos para que se opusieran al golpe de estado planeado por Pinochet. Cuando el No ganó el 5 de octubre por 54,7% contra 43%, un Pinochet “enfurecido” convocó a los miembros de la junta militar a su despacho y les exigió que firmaran un decreto que le otorgaba poderes de emergencia para cancelar el plebiscito. Todos sus generales se negaron. En un ejemplo extraordinario del poder del pueblo, una de las dictaduras más infames y arraigadas de los tiempos modernos fue derrocada sin que se disparara un solo tiro.
Treinta y cinco años después, cuando la embajadora Meehan descubrió la placa conmemorativa que designa la residencia estadounidense como la Barnes House, señaló que Harry Barnes “hizo de esta casa un refugio para quienes luchaban por el retorno pacífico a la democracia” en Chile. El homenaje a su aportación al fin del régimen de Pinochet, como recordó a los dignatarios y familiares presentes en la ceremonia, llega en un momento en que “la democracia está siendo atacada en todo el mundo”. Rendir homenaje a Barnes conmemora una época en la que Estados Unidos trabajó para frustrar un golpe de Estado en lugar de promoverlo. Pero lo más importante es que la Barnes House sirve como repudio a los golpistas del pasado, así como a los del presente.