CRÍTICA | CLÁSICA

Sin artificios

Cada actuación de Grigorij Sokolov sitúa al oyente ante una meditación absolutamente personal en torno al programa

Cada actuación de Grigorij Sokolov sitúa al oyente ante una meditación absolutamente personal en torno al programa. Personal porque no imita a ningún otro intérprete, sino que parece ensimismarse en la música, llegando hasta sus íntimos secretos sin más mediación que la del piano. Precisamente por ello, por esa confrontación a tumba abierta con la partitura, resulta, a la vez, muy fiel al compositor. Le tocó esta vez el turno a Chopin, cuando aún resonaba en la misma sala la inmensa Hammerklavier de Beethoven que tocó allí el año pasado.

El recital fue estructurado en dos partes bien di...

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Cada actuación de Grigorij Sokolov sitúa al oyente ante una meditación absolutamente personal en torno al programa. Personal porque no imita a ningún otro intérprete, sino que parece ensimismarse en la música, llegando hasta sus íntimos secretos sin más mediación que la del piano. Precisamente por ello, por esa confrontación a tumba abierta con la partitura, resulta, a la vez, muy fiel al compositor. Le tocó esta vez el turno a Chopin, cuando aún resonaba en la misma sala la inmensa Hammerklavier de Beethoven que tocó allí el año pasado.

Grigorij Sokolov. Obras de Chopin. Palau de la Música. Valencia, 3 de junio de 2014

El recital fue estructurado en dos partes bien diferenciadas. La primera se llenó con la Sonata núm. 3, que Sokolov exploró con magnífica naturalidad y sin asomo de cursilería, tan frecuente en muchos intérpretes de Chopin. No hubo afectación en el rubato ni exhibiciones de facilona sensibilidad. La riqueza de colores y de dinámica que plantea el ruso jamás se percibe como exhibición gratuita, y el canto que brota de ambas manos surge con sencillez y de manera lógica. Por eso sería curioso saber qué pensaría Chopin, tan puntilloso en cuanto a la ejecución de sus obras, de versiones como las de Sokolov, donde se conjuga el respeto y la libertad, la más recatada contención y la emoción intensa. Tanto es así que en el Largo quedaron sin aliento los afortunados asistentes. Al Finale, por el contrario, pareció faltarle un puntito de ansiedad en el agitado tema que inicia el rondó, desde el que la música se precipita en vertiginosos itinerarios por el teclado.

En la segunda parte, Sokolov hizo una especie de “recorrido por Chopin a través de las mazurcas” empezando por una de las más tempranas (1827), encantadora en su candor y ligazón al folklore polaco, y acabando con la que parece ser su última partitura (el op. 68/4). En medio, las cuatro mazurcas del op. 30 (1836 / 1837) y las tres del op. 50 (1841 / 1842). Toda la delicadeza y la gracia de la música de Chopin se encuentran en estas deliciosas miniaturas, que exigen al pianista una impecable limpieza de sonido, así como capacidad para plasmar, en 2 o 3 minutos, la ensoñación, el vigor y el perfume de la danza. Sokolov añadió a todo ello una rica imaginación para variar hasta el infinito los motivos melódicos de las piezas. Luego, como de costumbre, regaló hasta seis bises, entre los que Schubert ocupó el espacio mayor, con 3 impromptus del op. 90 y la segunda de las Tres piezas para piano, D. 946. Aun constituyendo estas cuatro obras parte del programa que dio en marzo de 2013, nunca está de más su repetición en manos tan creativas. Máxime cuando, encima, las ofrece de regalo.

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