TEATRO

Los días sin imagen

De pronto, una noche este año nos castigó con una forma de silencio: la ausencia de los intérpretes, el teatro sin magos

Patio de butacas del Teatro Real de Madrid, sin público.Carlos Rosillo

Me preguntan por una de las cosas que faltaron este año. Podría hacer un listado, pero me pierdo en esos bosques. Hubo dolor, hubo muertes, por supuesto, aunque también pasaron y siguen pasando hermosas, brillantes, fugaces miradas, y algunas las reconocimos. Otra noche nos castigaron con la ausencia de los intérpretes: no actuaban para nosotros. Hasta entonces, actores y actrices estaban muy cerca, pero todo se hizo lejano. De repente daban lo que antaño llamaban “el parte” o “el toque de queda”, y llegó aquella forma de silencio, las puertas cerradas, los bares con aire de duelo, los cines c...

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Me preguntan por una de las cosas que faltaron este año. Podría hacer un listado, pero me pierdo en esos bosques. Hubo dolor, hubo muertes, por supuesto, aunque también pasaron y siguen pasando hermosas, brillantes, fugaces miradas, y algunas las reconocimos. Otra noche nos castigaron con la ausencia de los intérpretes: no actuaban para nosotros. Hasta entonces, actores y actrices estaban muy cerca, pero todo se hizo lejano. De repente daban lo que antaño llamaban “el parte” o “el toque de queda”, y llegó aquella forma de silencio, las puertas cerradas, los bares con aire de duelo, los cines como de luto, el teatro sin magos. Los rótulos parecían tener todavía la fuerza de los nombres, y al otro lado de la calle brillaban destellos, solo destellos. Los perros olfateaban, sin saber qué buscar. La primera tarde sonó este lejano recuerdo: el tintineo de unos pocos céntimos en el bolsillo, y echar millas hasta el bar de la carretera, donde había un televisor alto como un tótem. En la pantalla había maestros de juegos, con sombreros blancos, caballos negros o grandes coches. Estaban disfrazados, muy bien disfrazados, aunque a veces ganaban la partida quienes se llevaban el juego de la verdad a aquel lugar llamado teatro. En la calle, del repentino silencio brotaban la calma de los juegos solitarios y el paisaje sin imágenes. Era una infancia tan precaria que no sabíamos qué palabras eran “melancolía”, “angustia oscura”, “enhollinada”. Se borraban los significados, pero no su sentido. Eso quizás lo sabíamos: éramos cuatro criajos mirándonos en el espejo del lavabo, y de repente nos sentíamos como nuestros abuelos. Más miedo: como si todos hubiésemos envejecido.

Este año he ido sumando la doble infancia, el silencio sin apenas ruidos, la belleza sin tiempo, y también volver al pueblo sin voces, a las calles sin apenas una moto, a lo lejos. El otro día, pese a las muchas liturgias por cumplimentar, volvió el escalofrío de las luces apagándose, y al encenderse rebrotó la última que habíamos conocido tanto tiempo atrás. La del verdadero juego: el nuestro. Allí estaba nuestra familia. Celebro a los que han luchado y siguen luchando. Celebro y agradezco estar vivo, hay momentos en que brota aquella risa de entonces, pero no logro quitarme de una vez el pringue de esta tristeza. Buenas noches, Jerry. Tu carcajada sigue en escena.

Había una historia que he contado muchas veces, pero siempre cambia, y siempre tiene razón. Un padre y una madre van con su hijo al teatro a ver una pieza de serie negra, y uno de los personajes cae tendido a pocos pasos de ellos. Todos contienen la respiración y pegan un respingo. La madre le pregunta si quiere que salgan afuera. “No, no. Ni hablar”, susurra el chico, negando con los ojos cerrados. Más tarde le dice el padre, acariciándole la nuca: “Menudo susto, ¿eh? Aunque ya te han pasado algunos así en el cine”. “Sí”, contesta señalando el teatro, “pero es que al hombre le pasaba allí”. Años después, el padre me regaló este axioma: “El teatro es algo que le pasa a alguien que está allí”. Feliz Año Nuevo.

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