¿Y si Milei se convierte en un nuevo Fujimori?
El presidente argentino plantea un ‘shock’ económico y exige concentrar todo el poder con una idea de fondo: él es el pueblo, el Congreso es la casta. La deriva natural es un choque de legitimidades de final incierto
Es martes por la noche. Desde el despacho presidencial de la Casa Rosada, con toda la pompa que da el poder en un país muy presidencialista como Argentina, Javier Milei arquea las cejas durante su última entrevista del año, y suelta la bomba. Si el Congreso no le aprueba el megadecreto con el que cambia más de 300 leyes sin ningún tipo de discusión con nadie, llamará a una consulta popular, un plebiscito. El pueblo contra el Congr...
Es martes por la noche. Desde el despacho presidencial de la Casa Rosada, con toda la pompa que da el poder en un país muy presidencialista como Argentina, Javier Milei arquea las cejas durante su última entrevista del año, y suelta la bomba. Si el Congreso no le aprueba el megadecreto con el que cambia más de 300 leyes sin ningún tipo de discusión con nadie, llamará a una consulta popular, un plebiscito. El pueblo contra el Congreso. Un clásico del populismo. “Que me expliquen por qué el Congreso se pone en contra de algo que le hace bien a la gente. Porque la gente entendió bien, ¿eh?”. Milei, que ahora tiene mucho apoyo popular, quiere aplastar con él cualquier discrepancia, cualquier contrapoder. Por si no quedara claro, Milei remata acusando de corruptos a todos los que apuestan por debatir una reforma descomunal que da un giro completo a todo el sistema económico argentino. “A esos que les gusta tanto la discusión, discutir la coma, es porque están buscando coimas [sobornos]”.
Al día siguiente, Milei envía una ley ómnibus en la que exige al Congreso que le dé todos los poderes en las cosas que no puede, por la Constitución, cambiar por decreto: política fiscal, leyes electorales, privatizaciones, derechos fundamentales –la norma obliga a pedir permiso al Gobierno, que lo podrá denegar, para cualquier “reunión o manifestación” en la calle a partir de tres personas–. Milei exige que le dejen gobernar sin el Congreso, sin ningún contrapoder, sin oposición.
El hilo conductor de su visión es muy claro: el presidente representa al pueblo, con su 56% de apoyo electoral, y el Congreso es la casta. Si algo va mal –y la inflación aún más disparada que antes con las primeras medidas de Milei indica que muchas cosas irán mal para millones de argentinos en los próximos meses– será culpa del Congreso. Lo cierto es que Milei tiene un amplio apoyo popular, como sucede casi siempre tras una victoria electoral, y quiere aprovechar este momento de idilio para reventar cualquier oposición política, sindical o social.
La política tradicional argentina, refugiada en el Congreso y las provincias, transmite una clara sensación de susto. Milei amenaza con echarles a “la gente” encima, y nadie quiere ponerse frente a esa ola. Algunos de esos políticos y sindicalistas confían en que el tiempo hará su trabajo, y “la gente” irá abandonando a Milei a medida que vea los devastadores efectos de sus medidas sobre su vida cotidiana. Argentina está en pleno verano, muchos están de vacaciones, pero el momento de la verdad vendrá en marzo, cuando vuelva la actividad normal, confían los que preparan la oposición a Milei.
El problema de fondo está muy estudiado y descrito en el libro Cómo mueren las democracias (Ariel) de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, dos profesores de Harvard. En el texto se analizan muchos casos de populismos y conflictos de legitimidades, como el que está planteando Milei en Argentina, pero hay uno que se le parece especialmente, con algunas diferencias sustanciales, claro, porque toda comparación es excesiva: el de Perú. Alberto Fuijimori era, como Milei, un outsider de la política que en un año creó un partido y logró ganar las elecciones de 1990 nada menos que a Mario Vargas Llosa, el premio Nobel peruano. Hasta las cifras se parecen. Milei logró el 30% en primera vuelta y el 56% en la segunda. Fujimori el 29,9% y el 62% en la segunda en 1990.
Los dos tenían el mismo problema: como en Estados Unidos, los diputados se eligen en parte en elecciones intermedias, en las que aún no eran nadie, y una parte en esa primera vuelta, en la que ninguno de los dos arrasó. Por eso Fujimori tenía solo 32 de las 180 curules en la Cámara de Diputados y 14 de 62 en la de Senadores en 1990. Milei controla directamente solo 38 de los 257 diputados y siete de los 72 senadores de Argentina, aunque puede contar con algunos más gracias al apoyo de Mauricio Macri. Fujimori tardó nueve días en anunciar sus medidas ultraliberales, que supusieron una gran devaluación, privatizaciones, liberalizaciones y un fuerte empobrecimiento de los peruanos para controlar la inflación desbocada (2.775% en Perú entonces, 150% en Argentina antes del cambio). Milei tardó cinco días. Se habló de Fujishock, y la palabra shock es ahora la más repetida en Buenos Aires.
El presidente logró un enorme apoyo popular y lo aprovechó para cargar contra el Congreso. Asustados y con una imagen de la política muy desgastada, los diputados peruanos le dieron poderes especiales al muy popular Fujimori, pero no le bastó. Había un gran elemento diferenciador que por suerte Argentina no tiene: el terrorismo de Sendero Luminoso. La mano dura de Fujimori contra ellos le hizo aún más popular y después de meses culpando al Congreso de todos los males, decidió cerrarlo en 1992 con un autogolpe. Y ya nadie lo pudo parar hasta el año 2000. Antes se había encargado de destruir a los sindicatos, para debilitar la protesta social, y de machacar el sistema político peruano, que nunca consiguió recuperarse y aún sigue penando con una extrema debilidad de los partidos y una inestabilidad permanente que llevó al papa Francisco a preguntar en 2018, cuando visitó Lima: ¿qué pasa en el Perú que todos los presidentes acaban en la cárcel?
La pregunta ahora es si Milei querrá seguir esa estela de enfrentamiento con el Congreso hasta convertirse en un nuevo Fujimori, o si parará antes o le harán parar. Argentina y Perú son dos países muy diferentes, por historia, por estructuras sociales, por realidades económicas. En Perú, los sindicatos ya estaban débiles cuando llegó Fujimori, que los remató. En Argentina están entre los más poderosos del mundo. Los partidos en Perú ya estaban muy tocados en 1990 –eso permitió que la segunda vuelta fuera en realidad entre dos outsiders como Fujimori y Vargas Llosa–. El peronismo sale herido de las elecciones, pero aún conserva mucha fuerza y poder local: gobierna la colosal provincia de Buenos Aires.
Además en Argentina hay muchos más contrapoderes, entre ellos algunos sectores de la prensa, incluida la conservadora, que están formulando una pregunta que vale para Argentina pero también para quienes en España –incluido irónicamente el propio Vargas Llosa– apoyan ciegamente a Milei: ¿qué pasaría si Cristina Fernández de Kirchner hubiera cambiado 300 leyes con un solo decreto sin consultar con nadie? ¿Qué pasaría si Pedro Sánchez exigiera al Congreso plenos poderes para cambiar por decreto y sin pandemia alguna los derechos fundamentales de protesta, la ley electoral o la polémica ley de amnistía? Tanto Fernández de Kirchner como Sánchez, como otros líderes políticos, hicieron y hacen muchos decretos. Abusan abiertamente de ellos. Pero nadie le había dado la vuelta al país en un solo decreto que cambia todo sin ningún tipo de consulta a sindicatos —que ya han convocado un paro nacional—, empresarios o sectores afectados, ni había pedido dos años –prorrogables a cuatro– de barra libre para gobernar sin oposición.
Es poco probable pues que Argentina siga el camino de Perú, porque los contrapoderes son más fuertes. Pero la dialéctica que plantea Milei es muy parecida a la del primer Fujimori, y ambos contaron con mucho apoyo popular para romper cualquier tipo de oposición. La pregunta es hasta cuándo. Hacer previsiones en Argentina implica siempre equivocarse, como acaba de demostrar Milei colándose en la Casa Rosada ante la mirada atónita de la desacreditada clase política tradicional. Pero todo indica que la prueba de fuego llega en marzo, cuando acabe el verano. Hasta entonces, prepárense para un shock permanente que no deja tiempo siquiera para analizar las dimensiones del desafío de un hombre que cuida siempre los gestos y arrancó su mandato con uno muy claro: su primer discurso fue en la calle, dando la espalda al Congreso, y no dentro, ante los diputados, como era habitual. Sabemos cómo empieza. Falta saber cómo acaba.
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