La crisis argentina: la guerra en la cúpula del kirchnerismo da alas al malestar social
Con la inflación disparada y la crispación en aumento, los desacuerdos de palacio sobre la estrategia contra la crisis económica profundizan la brecha entre la población y los dirigentes
Las cosas no andan bien en Argentina. La inflación está disparada, los políticos se pelean y la crispación social sube. El país sudamericano se ha convertido en la gigantesca roca de Sísifo: sube la cuesta durante diez años para desbarrancarse irremediablemente más tarde. Cada nueva remontada inicia desde un escalón más abajo, y la gente está cansada. Lo dicen los sondeos y lo dice la calle. Allí surgen figuras antisistema, que calan sobre todo en jóvenes hartos de lo que ellos mismos llaman “la casta política”. ...
Las cosas no andan bien en Argentina. La inflación está disparada, los políticos se pelean y la crispación social sube. El país sudamericano se ha convertido en la gigantesca roca de Sísifo: sube la cuesta durante diez años para desbarrancarse irremediablemente más tarde. Cada nueva remontada inicia desde un escalón más abajo, y la gente está cansada. Lo dicen los sondeos y lo dice la calle. Allí surgen figuras antisistema, que calan sobre todo en jóvenes hartos de lo que ellos mismos llaman “la casta política”. Los movimientos sociales, vehículo del descontento de los más pobres y hasta ahora aliados del Gobierno, elevan poco a poco la intensidad de sus críticas. El peronismo tiene problemas para seducir, como antaño, a los desplazados.
Hubo un día de agosto de 2019 en que Alberto Fernández prometió que jamás volvería a distanciarse de Cristina Kirchner. Era por entonces precandidato presidencial por el Frente de Todos, con el aval de la propia Cristina, que había encontrado en su exjefe de ministros a un hijo (político) pródigo. Fernández, que se había convertido en un crítico feroz de quien fuera su jefa, proclamaba ahora que era “inmensamente feliz” por el reencuentro y prometía “hacer las cosas de otro modo”. El experimento electoral funcionó. Alberto Fernández ganó la presidencia, con Cristina Kirchner como su vice. Tres años después, nada queda de aquel amor y aquellas promesas.
La pareja presidencial lleva dos meses sin hablarse y se dispara dardos sin disimulo. Los voceros informales de la expresidenta tratan de usurpador del trono a Fernández y le recuerdan que está en ese sitio de prestado. “El Gobierno es nuestro”, advirtió, con honestidad brutal, Andrés Larroque, ministro en la provincia de Buenos Aires y hombre fuerte de La Cámpora, la agrupación que lidera Máximo Kirchner, hijo de Cristina. “Nadie es dueño del Gobierno, el Gobierno es del pueblo”, le contestó Fernández, sin usar intermediarios. Así, el Gobierno de doble comando inicial degeneró en algo mucho peor. Hoy Argentina tiene dos poderes paralelos: uno opera desde la Casa Rosada, con Fernández al frente, y otro desde el Senado, donde Cristina Kirchner ejerce la presidencia.
La situación es paradójica. Los últimos indicadores económicos en Argentina son positivos: el desempleo ha caído al 7% y el PIB se ha recuperado a valores de 2019. Pero está, como no, la inflación, el mal perpetuo de los argentinos. En marzo, el IPC fue del 6,7%, la mayor subida mensual desde la crisis del corralito de 2002; abril, se espera, estará por encima del 5%. Hay consultoras privadas que ya hablan de una inflación interanual por encima del 60% para 2022, una cifra que dinamitaría las metas acordadas con el FMI y elevaría la tensión social hasta límites imprevisibles. “El temor es que no se rompa la política, pero se rompa la calle”, dice Mariano Vila, director para la región sur de la consultora Llorente y Cuenca. “Porque a la inflación se le mezcla la inseguridad, el juego de los medios, la pelea en la cúpula del Gobierno; no hay calma, hay crispación, y esta todo dado para que alguien ponga un fósforo y explote”, advierte.
Los sondeos dan razones para encender las alarmas. Siete de cada 10 personas consultadas por Management & Fit respondieron que la situación económica de 2022 será “peor” o “mucho peor” que la del año pasado. “Cuando les preguntás si tienen confianza en que se pueda hacer algo para resolver el problema te dicen que no. Con un presidente sin poder de decisión, sin gestión, estamos en el peor de los mundos”, dice Mariel Fornoni, socia directora del estudio. El abismo entre la agenda política y las necesidades de la gente se agiganta.
El 1 de mayo, día de los Trabajadores, los sindicatos y los movimientos sociales manifestaron en Buenos Aires. Más de 200.000 personas marcharon en apoyo del Gobierno de Alberto Fernández, pero esta vez sin ocultar sus críticas. Al frente se puso el Movimiento Evita, que tiene a uno de sus dirigentes a cargo del reparto de los planes estatales de ayuda social. El discurso más encendido fue el de Gildo Onorato: calificó de “pelea payasesca” la que libran los Fernández en la Casa Rosada, advirtió que con 18 millones de pobres “el problema está en la calle” y dijo que la gente que representa “quiere más”. La crispación es evidente, y peligrosa. “No se cuan conscientes somos en Argentina de lo posible que es un estallido”, dice Mariano Vila. “La de 2001 fue una crisis económica, pero ahora tenemos un problema político y social. La economía puede estar mal, pero se arregla; el problema ahora es más profundo. La política no asume la responsabilidad. Debe decir ‘hasta acá llegamos, no tiremos más de la cuerda, si no cedemos un poco aparecen fenómenos como Milei”.
Milei es Javier, la figura más representativa de la escalada electoral de la antipolítica. Es la versión argentina del brasileño Jair Bolsonaro o el estadounidense Donald Trump. Si hace unos meses estaba a años luz de la Casa Rosada, su apoyo crece ahora como la espuma. Los sondeos lo ubican con alrededor del 23% de los votos, apenas por detrás del 27% del oficialismo y el 26% de Juntos por el Cambio, la alianza de centro derecha liderada por el expresidente Mauricio Macri. Milei se autoproclama libertario, y ha calado sobre todo entre los jóvenes de clase media, muchos de ellos universitarios que no pueden acceder al mercado de trabajo. Su figura vociferante, que alterna insultos con promesas de dolarización de la economía, encandila a las cámaras de televisión, responsables de promover su figura a bajo costo.
“La salida al malestar puede ser un salto al vacío”, advierte Marcelo Bermolén, director del Observatorio de Calidad Institucional de la Universidad Austral. “Esta tercera vía no se sabe todavía qué haría, que equipos tendría; es una posibilidad que parece muy frágil. En los países donde es débil la institucionalidad los personalismos son fuertes. Los argentinos esperan un papá Alberto, un papá Mauricio o una mamá Cristina para reemplazar las falencias que tiene la institucionalidad en general. Es la política la que vacía las instituciones”, dice.
“Ha habido una escalada del conflicto en la cúpula del poder, que es como una entrega en capítulos”, lamenta Lucía Vincent, de la Red de Politólogas y académica de la Universidad Nacional de San Martín. Entre los televidentes están aquellos más politizados, que opinan en los medios y hacen previsiones más o menos catastróficas. Pero Vincent pone la atención “en una gran mayoría que está alejada, con una fuerte desafección política y mucho desinterés”. El mar de fondo es la situación económica. En el metro cuadrado del argentino medio las estadísticas de crecimiento no impactan, por el lastre diario de la inflación. “Esa gente siente que los políticos están alejados de la realidad y eso alimenta otras opciones antisistema, que cada vez tienen más llegada”, dice Vincent.
El presidente Fernández parece sembrar ahora en el desierto, acompañado por un puñado de ministros fieles, entre ellos Martín Guzmán. Es justamente el ministro de Economía el botín de guerra que quiere el kirchnerismo, convencido de que la disparada de la inflación es la loza que entierra cualquier opción de triunfo en las presidenciales de 2023. “Hay que revisar algunas cosas, porque alguien está fallando”, dijo este viernes Cristina Kirchner ante 4.000 personas reunidas para escucharla en Resistencia, Chaco (norte).
“Guzmán es el símbolo del poder albertista y entregarlo sería claudicar ante el kirchnerismo”, opina Lucía Vincent. La estrategia de desgaste es permanente, pero el presidente se ha aferrado a Guzmán, última evidencia de autonomía política. El kirchnerismo, denuncia el albertismo, coincide en el diagnóstico de la enfermedad pero no atina a dar con el remedio. Las tensiones, dicen, están vinculadas a los efectos de la crisis económica global, agravada primero por la pandemia de la covid-19 y ahora por la guerra en Ucrania. La secretaria de Relaciones Económicas Internacionales y ex vicejefa de Gabinete, Cecilia Todesca, reconoce que “algunos compañeros y compañeras pueden decir ‘acá hace falta un poco más de creatividad, incorporar algo nuevo’. Pero la economía argentina, pensamos nosotros, que somos los criticados, tiene algunos limitantes, nos guste o nos guste”.
¿Qué busca entonces el kirchnerismo con la embestida contra el presidente? ¿Se romperá, finalmente, el binomio de poder? No está del todo claro. Mariano Vila considera que una ruptura “tendría un costo muy alto para todos y el peronismo como espacio no lo puede permitir”. “Incluso en la oposición hay dirigentes con responsabilidad que no lo permitirían, porque no le conviene a nadie”, dice. Mariel Fornoni coincide. “Resta un año y medio de Gobierno. ¿El kirchnerismo tiene la certeza de que va a poder torcer la mano de Alberto y que sin irse va aceptar los cambios que quieren hacer? Sino no tendría sentido, porque si Alberto se fuera le queda el lío a Cristina, que es la vicepresidenta, y ella quiere reelegirse o meter a alguien de su entorno”, argumenta. “La gente no va a alentar salidas autoritarias; ese escenario está descartado, pero si está la posibilidad de que se termine volcando a ciertas propuestas populistas que tendrían consecuencias más graves”, advierte Marcelo Bermolén. Los fantasmas del malestar argentino acechan ocultos tras las bambalinas.
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