Las cartas olvidadas que reconstruyen la trágica vida del hijo de Túpac Amaru
La editorial peruana Isole ha rescatado del Archivo General de Indias de Sevilla unos manuscritos de Fernando Túpac Amaru, el hijo del cacique que lideró la rebelión más grande que afrontó la monarquía española en sus siglos de dominio colonial en América
El 18 de mayo de 1781, en la plaza de Armas del Cusco, un niño de trece años contempló una masacre. Fernando Túpac Amaru Bastidas fue obligado a ver el asesinato de sus padres, su hermano mayor y algunos de sus tíos. A su madre, Micaela Bastidas, una prócer de raíces indígenas y africanas, quisieron cortarle la lengua y luego colocarle un collar de hierro para destrozarle la nuca, pero como su cuello eran tan delgado la remataron a garrotazos y patadas.
A su padre, José Gabriel Túpac Amaru Noguera, conocido simplemente como Túpac Amaru —afirmaba ser descendiente directo del último inca de Vilcabamba—, el líder de una gran rebelión que sentó las bases de la independencia latinoamericana, también le seccionaron la lengua, lo desnudaron y amarraron sus extremidades a cuatro caballos con la intención de desmembrarlo vivo. No lo consiguieron. Pero sus verdugos le cortaron la cabeza, la exhibieron en la plaza, y despedazaron su cuerpo, al igual que el de los otros condenados, esparciendo sus restos por distintas localidades.
Según algunos cronistas y exploradores, el pequeño Fernando lanzó un grito de horror que resonó en toda la ciudad y el continente. Poco después de aquel trauma fue condenado a ser desterrado a África, pero finalmente le cambiaron la sentencia y su destino fue España. Después de caminar durante dos meses desde el Cusco hasta Lima, el adolescente fue encerrado por un par de años en las mazmorras del castillo Real Felipe, en el puerto del Callao. El propósito de la corona española era evidente: atormentar al heredero para apagar cualquier llama de rebeldía.
Fernando Túpac Amaru es un personaje difuminado cuya historia adolece de investigaciones y está empachada de mitos. Se dice que tenía diez años y no trece cuando presenció la ejecución de su familia, así como se fantasea que fue castrado para que no tuviese descendencia. En el colegio su nombre suele dejar preguntas sin resolver; y en la academia, aproximaciones insuficientes.
A mediados de 2022, Viola Varotto, integrante de la editorial Isole, visitó el Archivo General de Indias de Sevilla. Hacía un par de años que sabía de la existencia del hijo menor de Túpac Amaru por unas acuarelas de la artista peruana Daniela Ortiz, y por un tiempo creyó que podía escribir una tesis alrededor de su figura, pero desistió. “Por la educación colonial que recibimos, los europeos pensamos que somos dueños de la historia y siempre tenemos algo interesante que decir. No quise caer en el mismo error”, explica esta sarda que vive en Perú desde hace muchos años.
Hurgando en Internet, encontró una ponencia de la Biblioteca Nacional del Perú donde se mencionaba que presumiblemente el Archivo General de Indias de Sevilla guardaba cartas escritas por Fernando Túpac Amaru a finales del siglo XVIII. Cuando hizo la solicitud le dijeron que quizá se había confundido porque los documentos no estaban en el radar de ningún sistema de archivos. Fue su terquedad la que los hizo aparecer al cabo de una semana. Se trataba de dos legajos con muchísimos documentos, entre ellos los dieciséis manuscritos, que extrañamente estaban fuera de catálogo.
Varotto se trajo a Lima las cartas escaneadas. Junto con su compañera de la editorial Ivonne Sheen, armaron un grupo de lectura para obtener miradas distintas sobre el hallazgo. Cada invitada podía pasarle la voz a alguien más al que no necesariamente conocían. El colectivo quedó conformado por las artistas visuales Rosaura de la Cruz y Ana Barandiarán, la historiadora Cecilia Méndez, la educadora Rosaly Benites, la lingüista Verónica Ferrari, la activista Jackeline Sosa, la curadora de arte Lizet Díaz, el especialista en archivística Eduardo Pérez Rosales y, finalmente, el artista multidisciplinario Javi Vargas.
Durante meses cada uno de ellos se enfrentó al dolor de quien estuvo cautivo durante casi las dos terceras partes de su vida. Leer las cartas escritas por de Fernando Túpac Amaru fue despertar un clamor del silencio. El lamento ilustrado de un prisionero cuyo delito básicamente había sido ser hijo de dos rebeldes que inquietaron Hispanoamérica. Esos sentidos esfuerzos acaban de ver la luz en Las cartas de Fernando Túpac Amaru y otros documentos (1782-1798).
En septiembre de 1787, desde el castillo de Santa Catalina en Cádiz, el cautivo le escribió a Carlos III: “A Vuestra Majestad humildemente pide y suplica que en atención a los motivos y causas deducidas, se digne de tenerle piedad y conmiseración a un vasallo rendido y sumiso que implora su real clemencia con los más vivos sentimientos de dolor. Siento de que su soberana bondad se ha de mover a compasión al ver padecer a un inocente tanto tiempo un prolongado martirio sin otro delito que haber nacido”.
Fernando Túpac Amaru no cesó en implorar humanidad. Y lo hizo sin renunciar a su apellido ni renegar de sus padres. En reiteradas ocasiones suplicó cuidados para su salud, así como recibir los ritos católicos y manifestó sus deseos de trabajar. Estudió aritmética, gramática y filosofía en el colegio de los padres escolapios de Getafe y Lavapiés. Y aseguraba estar preparado para ocupar un puesto como contador o archivero de rentas provinciales de la corte. En julio de 1792, a sus 23 años, le pidió al Rey de España, Carlos IV: “Se digne por un efecto de su real clemencia hacerle la gracia singular de destinarle a alguna oficina que ayude al desempeño de su lealtad innata”.
La historiadora Cecilia Méndez comenta que si en ninguna de las cartas Fernando Túpac Amaru se atreve a desafiar al rey es porque era plenamente consciente de que su sobrevivencia dependía cuán obediente fuera. “Su situación me recordó al famosísimo artículo de Hannah Arendt. Ella decía que un criminal tenía más derechos que un judío. Era una época en que el concepto de derechos humanos, claramente, no existía”, señala.
Méndez siempre se preguntó cómo Túpac Amaru pasó de ser el héroe oficial de su infancia —fue reivindicado en el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado— al terrorista de su vida adulta —el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) tomó su nombre—. De construirle monumentos y figurar en los billetes, su imagen se convirtió en una amenaza. “El discurso hegemónico de la prensa cambió la forma de ver la Independencia. A Túpac Amaru nadie lo ha olvidado, lo han silenciado que es distinto. La estigmatización de Velasco y Túpac Amaru van de la mano”, dice.
El 30 de agosto de 1798, Fernando Túpac Amaru falleció con apenas 30 años en el barrio de Lavapiés, en Madrid. Según los manuscritos padecía de una “melancolía hipocondriaca”. Ni los baños termales habían surtido efecto. Nunca se le permitió regresar al Cusco ni gozar de un resquicio de libertad. Diez años atrás de que se lo llevara la parca escribió: “[…] el no haber podido en todo este tiempo disfrutar de ningún acto de religión como oír misa, confesar, y comulgar; con cuyo pasto espiritual se fortalece el alma para recibir de Dios sus soberanos auxilios y morir en paz, que es lo que el suplicante pretende en los pocos días que le pueden quedar de vida, según ya se haya cansada y sin fuerzas su débil naturaleza, como encerrado en este castillo en un estrecho y húmedo encierro, tan dilatado tiempo, y sin haber visto jamás el sol ni respirado otro aire”.
El hijo del cacique murió en la pobreza extrema. Si bien recibía nueve mil reales anuales para su manutención, no se le exoneró de los impuestos y terminó endeudándose a causa de su resquebrajada salud. Una de las integrantes del grupo de trabajo, Jackeline Sosa, halló su partida de defunción en el archivo de la parroquia de San Sebastián en Madrid. Formaba parte del libro de difuntos pobres. Un anexo que también está incluido en el libro. “Intentó vivir dignamente hasta el último instante”, dice Viola Varotto, quien al día siguiente de la presentación del libro en el Cusco viajó con su mochila al reducto de la rebelión de Túpac Amaru: Tungasuca, en la provincia de Canas, a casi 3800 metros de altitud para dejar algunos ejemplares del libro directamente a los pobladores. Fue el retorno póstumo del niño cautivo.