Extrañamientos agustinianos
El escritor Emiliano Monge comparte las reflexiones que le invadieron en el velorio que amigos y familiares organizaron en honor al autor mexicano José Agustín con un repaso íntimo a su bibliografía y vida
Qué poco duran las promesas de año nuevo en esta newsletter. Lo digo porque eso que escribí hace dos semanas —que esta vez iríamos escalando el continente poco a poco— queda trunco desde esta entrega; por otro lado, como pasa tantas veces, la culpa no es de quien escribe sino de la muerte, tan pendenciera e inapelable.
Y es que hace unos días, el 16 de enero, ...
Qué poco duran las promesas de año nuevo en esta newsletter. Lo digo porque eso que escribí hace dos semanas —que esta vez iríamos escalando el continente poco a poco— queda trunco desde esta entrega; por otro lado, como pasa tantas veces, la culpa no es de quien escribe sino de la muerte, tan pendenciera e inapelable.
Y es que hace unos días, el 16 de enero, falleció José Agustín, autor de libros asombrosos como La tumba y Se está haciendo tarde (final en laguna), extraordinarios como Ciudades desiertas y El rey se acerca a su templo y únicos como De perfil e Inventando que sueño. Si el lector de esta newsletter no lo ha leído —qué envidia entrar por vez primera en estos libros o en sus textos ensayísticos o autobiográficos, como El rock de la cárcel, Tragicomedia mexicana o Vuelo sobre las profundidades—, hágalo ya.
Extrañeza única
Cuando recibí la noticia de la muerte de José Agustín experimenté algo similar a lo que experimenté la primera vez que lo leí: “No puede ser”, recuerdo que pensé y sentí cuando cerré el ejemplar de De perfil que había sacado del librero de casa de mis padres, tras leer aquel arranque que me sacudió sin que tuviera claro por qué y sin imaginar que el resto de esa obra seguiría sacudiéndome: “Detrás de la gran piedra y del pasto, está el mundo que habito. Siempre vengo a esta parte del jardín por algo que no puedo explicar claramente, aunque lo comprendo”.
Tras colgar el teléfono —hablaba con el hijo mayor de José Agustín, Andrés, poeta y editor, mi editor, pero, ante todo, un amigo de esos que la vida regala a cuentagotas—, la extrañeza no sólo no me soltó sino que, convertida en impulso, me hizo conducir hasta Cuautla, donde la familia y algunos amigos velarían a José Agustín, ese renovador de la forma y el estilo —tanto que, hoy, los escritores que montan sus ondas trepidatorias son legión, mientras que aquellos que montan las oscilatorias son capaces de seguir añadiendo a partir de la semilla que el guerrerense sembrara hace tanto: así de grande fue su ruptura—. En la carretera comprendí que, si estaba conduciendo así, desbocado, no era solo por despedirme del escritor que afiló una lengua, la que compartimos en esta newsletter, pues, nuestro idioma sería mucho más chato, sino también por acompañar a su familia. Una familia que, para mí, gracias a Andrés, es mucho más que José Agustín y Andrés.
Cuando llegué a Cuautla —donde José Agustín creó un mundo que no pudieron alcanzar sus detractores, quienes, como todos los mediocres del mundillo literario, no podían soportar la sombra del gigante— tras abrazar a quienes quería abrazar, volví a caer presa de la extrañeza —una extrañeza en las antípodas de la que hacía años me regalara el relato Luto, de Inventando que sueño: “¡Váyanse al diablo!, masculló Baby, pálida, acurrucada en la cabecera de la cama, sin dormir, oyendo los ruidos de los asistentes al velorio. Al otro día, simplemente salió del cuarto. Sus tías y primas la observaban, chismeando. De cualquier manera, no importaba, explica Baby alisando las sábanas: podían decir lo que quisieran. Idiotas, se dijo, no son más que unas idiotas. Se puso un bikini negro, una blusa roja y pasó por la ventana, para que la vieran. Ahí comprendió que no sabía qué hacer. Mejor me voy a la playa”, pues lo que encontré fue un ecosistema de amor, cuidado y templanza, una tristeza transparente, limpia y en paz— cuando una voz me preguntó, con la naturalidad de un personaje agustiniano: “¿Qué… pasas a ver al viejo?”.
Antes de que pudiera procesarlo, antes de que comprendiera esa pregunta y antes de que pensara una respuesta, me vi a solas con José Agustín, en su habitación, hermosamente decorada por su nuera y su compañera de vida, Margarita, tan hermosamente como él había sido dispuesto sobre su cama. Qué bien morir así, pensé, de nuevo, extrañado: en el centro de un espacio único, con esta energía que da vuelta al momento, volviéndolo insospechadamente bello. Luego me senté en la única silla de la habitación y permanecí ahí los siguientes quince minutos, a solas con el hombre que escribió, en La tumba: “Qué miedo tan idiota a la muerte, es lo único digno de estudiarse en esta vida”. Fue un momento de brutal intimidad, un homenaje. Entonces pensé que así deberían ser todas las despedidas, que uno debería pasar siempre un momento así, en el que se mezclan los silencios de acá con los que allá se están formando —”Lo que no entiendes es lo que no es aparente, lo que está detrás de las cosas”, escribió José Agustín en Ciudades desiertas.
Por supuesto, durante esos quince minutos pensé un millón de cosas mientras se fundían, dentro de mí, el autor descomunal y el hombre José Agustín, el día que lo conocí y la tarde que abrí su último libro, la vez que me tomó del brazo para pasar entre la multitud que lo esperaba para presentar su diario cubano y esa otra vez, fatídica, en la que otra multitud, sumada a la imprudencia y la dejadez de las autoridades de protección civil de Puebla, lo orilló, buscando su firma, haciéndolo caer a un foso del que ya no saldría del todo. Al final, entendí que no era posible que así fueran todos los velorios, porque lo que estaba pasando ahí era algo único: un hombre, José Agustín, estaba dejando de ser mortal, para convertirse en inmortal. Y su familia, mejor que nadie, lo sabía.
Una sala y un jardín
Cuando la puerta por fin se abrió, entendí que me tocaba dejar aquella silla a la persona que había aparecido en el vano, que resultó ser amiga del viejo y de la familia, además de ser quien había ordenado la biblioteca de José Agustín. Ella también permaneció ahí cerca de quince minutos. Yo, mientras tanto, tras cambiar mis extrañezas, traté de hacer eso que me había llevado a donde estaba: acompañar a mi carnal y a su familia, servir de improbable apoyo o, cuando menos, de estorbo poco estorboso. Entonces, tras hablar de lo único posible, hablamos de lo que fuera.
Hablamos y cambiamos de asientos en la sala, varias veces, con las demás personas, con la manada de perros que habitan la casa de José Agustín, Margarita y Tino, con Lucio, el nieto pequeño, quien a sus ocho años parecía entender como nadie lo que estaba pasando: “Es mi abuelo aunque ya no se parece tanto al que era”, me explicó antes de convencerme de que le ayudara a llenar su pistola de agua.
En el jardín —la noche se estaba comiendo a la tarde, sin prisa—, tras jugar con aquella pistola de agua, Andrés me habló de su infancia en aquel espacio, de cómo escalaban, él y sus hermanos Jesús y Tino la enorme araucaria y de su tío pintor. Entonces fuimos a ver algunas de las obras de ese tío y luego entramos al estudio del escritor.
Antes de irme, Andrés me puso en las manos la libreta en la que José Agustín empezó a escribir De perfil. Entonces la extrañeza no fue ante aquel arranque, sino ante su letra y, sobre todo, ante la última página: “me voy con esta noveluca a otra libreta”.
Me fui poco después, con esa última extrañeza y la certeza de haber compartido un brevísimo instante de un amor y un cariño largos y anchos.
Coordenadas
La obra completa de José Agustín se encuentra en edición de DeBolsillo.