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La guerra de Estados Unidos contra los lancheros: más riesgos que beneficios

Si la cuestión fuera combatir el narcotráfico, bombardear al eslabón más vulnerable de la cadena no elimina el tráfico: lo redistribuye, lo fragmenta y, en muchos casos, lo vuelve más peligroso

La decisión del Gobierno de Estados Unidos de bombardear lanchas sospechosas de traficar drogas en aguas internacionales —amparada en los poderes de guerra que permiten a su presidente declarar un conflicto armado ante riesgos...

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La decisión del Gobierno de Estados Unidos de bombardear lanchas sospechosas de traficar drogas en aguas internacionales —amparada en los poderes de guerra que permiten a su presidente declarar un conflicto armado ante riesgos para la seguridad nacional—, es aún más radical que la llamada “guerra contra las drogas” declarada hace más de 50 años.

Una medida de esta magnitud tiene implicaciones profundas para el orden jurídico internacional, los derechos humanos y la estabilidad territorial en América Latina, sin que exista certeza alguna de que logrará frenar el flujo de drogas hacia Estados Unidos. En primer lugar, usar el lenguaje y la lógica de la guerra para enfrentar redes criminales transnacionales implica utilizar una categoría que el Derecho Internacional Humanitario (DIH) no reconoce en estos casos.

No existe un “conflicto armado” entre Estados Unidos y las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas; por eso, aplicar tácticas militares, como bombardeos preventivos o destructivos, constituye una violación grave del DIH. Además, dejar en manos de los militares la decisión irreversible de destruir embarcaciones sin verificar plenamente quiénes las ocupan o qué actividad realizan realmente, pone en riesgo el derecho a la vida y las garantías judiciales.

En este caso, las afectaciones a los derechos humanos no son un efecto colateral, sino una consecuencia previsible: estas operaciones pueden terminar matando a pescadores artesanales, a comunidades que se movilizan por mar, o a trabajadores reclutados a la fuerza por organizaciones criminales. Y, como suele ocurrir cuando se usa la fuerza de manera desproporcionada, las responsabilidades se diluyen, sin que haya reparación ni rendición de cuentas.

Por otro lado, esta medida, por sí sola, tensiona el orden jurídico internacional porque promueve la idea de que un Estado puede usar poder letal y desproporcionado más allá de sus fronteras, apelando a una amenaza global y difusa. Incluso, si se dejara de lado la dimensión jurídica y humanitaria, —algo inadmisible y problemático en sí mismo—, la eficacia de esta medida es seriamente cuestionable.

Las lanchas rápidas representan solo una fracción menor del tráfico de cocaína hacia los mercados internacionales, y su destrucción no altera la estructura económica del negocio. De hecho, la historia de la lucha contra el narcotráfico demuestra que, cuando se presiona un eslabón de la cadena, los grupos criminales innovan rápidamente. Así lo hicieron en el pasado, construyendo semisumergibles, camuflando embarcaciones como pesqueros o contenedores comerciales, entre muchas otras estrategias.

La ofensiva sobre las lanchas solo generará una nueva ola de adaptación tecnológica y rutas alternativas, los costos serán millonarios para los Estados Unidos y los beneficios para la reducción del tráfico global mínimos, pero con una afectación a los eslabones más vulnerables de la cadena. Este es el patrón que se repite con este tipo de soluciones simplistas para enfrentar el narcotráfico.

Estas operaciones también tendrán un efecto directo en la reorganización territorial del negocio ilícito. Cuando el mar se convierte en teatro de operaciones de alto riesgo, el tráfico tiende a desplazarse hacia corredores terrestres o hacia puertos comerciales, donde la corrupción y la capacidad de camuflaje logística son mayores. Sectores que antes no estaban tan presionados pueden transformarse en epicentros de disputas, aumentando la violencia local y la vulnerabilidad institucional. Revisemos, por ejemplo, lo que pasa en Ecuador. Bombardear en alta mar no elimina el tráfico: lo redistribuye, lo fragmenta y, en muchos casos, lo vuelve potencialmente más peligroso.

Para las comunidades costeras, pesqueras y rurales que habitan estos territorios, el impacto será profundo. El miedo se volverá parte de la vida diaria: temor a ser confundidos con embarcaciones sospechosas, temor a la estigmatización y, sobre todo, temor a quedar atrapados entre la acción militar estadounidense y la represalia de las organizaciones criminales que controlan las zonas que habitan, además de la posibilidad de ser víctimas de extorsión por parte de estos grupos.

Estas comunidades, históricamente desprotegidas y habitantes de territorios vulnerables, quedan aún más expuestas. Allí la vida parece tener menos valor y las garantías constitucionales pierden vigencia real. Así no se debilita al narcotráfico, sino a quienes menos poder tienen en el tráfico de la cocaína y son fácilmente remplazables.

Además, la sostenibilidad de esta estrategia es francamente dudosa. La militarización extrema en la lucha contra el narcotráfico consume recursos enormes, desvía la atención de estrategias que integren desarrollo y salud pública, y perpetúa la ilusión de que el problema puede resolverse solo con la fuerza. A largo plazo, estas operaciones suelen perder respaldo político, desgastar relaciones diplomáticas y, paradójicamente, alimentar la narrativa de confrontación que muchos grupos criminales usan para legitimarse en los territorios.

Finalmente, la decisión de Estados Unidos supone un desafío directo a la institucionalidad global y a las jurisdicciones nacionales. Si un Estado reinterpreta a conveniencia los límites del uso de la fuerza, otros pueden seguir la misma ruta, debilitando los consensos que sostienen al sistema multilateral. Se envía el mensaje de que las normas son negociables cuando conviene, lo cual es especialmente grave en una región donde la tentación autoritaria y la militarización de las políticas públicas han tenido efectos devastadores.

Bombardear en nombre de la “guerra contra el narcotráfico” es desproporcionado e insostenible. La medida viola derechos y reglas internacionales, pone en riesgo a comunidades y genera nuevas rutas criminales. Además, es costosa y no afecta de manera contundente el negocio.

En lugar de abrir un nuevo capítulo de militarización, la región debe fortalecer las políticas que la evidencia muestra que funcionan. Una de ellas es la lucha contra los flujos de dineros ilícitos del narcotráfico y otras economías ilegales y el enriquecimiento de las organizaciones criminales. Preocupa que las tensiones geopolíticas y diplomáticas actuales debiliten las históricas alianzas estratégicas en inteligencia —incluida la inteligencia financiera—, esenciales para enfrentar el narcotráfico y, a la postre, para la estabilidad regional. Para Colombia, esto es aún más grave en un momento en el que las capacidades de inteligencia del país enfrentan serias fallas estructurales.

La región también debe concentrarse en la cooperación judicial, el fortalecimiento institucional, la reducción de riesgos y daños, en medidas innovadoras en seguridad y en el desarrollo rural integral para corregir los profundos desequilibrios territoriales. Solo así se podrá reducir el poder del narcotráfico desde la raíz y no desde el espectáculo bélico. No se trata de abandonar las estrategias de seguridad, sino de garantizar que realmente contribuyan a una reducción sostenible del fenómeno.

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