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Heridas que no cierran (II): la tragedia de Armero

En Armero todo fue una equivocación. Y, como en el Palacio de Justicia, las heridas permanecen abiertas porque no ha habido verdad ni justicia ni reparación

El 13 de noviembre de 1985 Colombia no terminaba de conocer la dimensión del holocausto del Palacio de Justicia. Ni siquiera sabía cuántas personas habían muerto ni quiénes eran. Se comenzaba a especular que algunas habían salido vivas y que posteriormente habían sido ejecutadas. Las imágenes eran dramáticas: cuerpos calcin...

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El 13 de noviembre de 1985 Colombia no terminaba de conocer la dimensión del holocausto del Palacio de Justicia. Ni siquiera sabía cuántas personas habían muerto ni quiénes eran. Se comenzaba a especular que algunas habían salido vivas y que posteriormente habían sido ejecutadas. Las imágenes eran dramáticas: cuerpos calcinados, la edificación en ruinas, teñida de ceniza y de una mezcla indescriptible de agua y sangre.

Esa noche me fui con unos amigos a un café en el centro de Ibagué. La tragedia era el eje de la conversación. En mi apartamento se estaba quedando un amigo armerita, Ausberto Hernández. El día anterior, una extraña corazonada lo hizo sacar a su hija de Armero, donde estaba de vacaciones y enviarla a Bogotá. Esa misma noche, Ausberto me contó que una guerrillera (“Claudia”) había logrado salvarse porque, al parecer, una magistrada le dio parte de su ropa y aderezos para que se hiciera pasar como rehén. Jamás volvimos a hablar del asunto.

Pasadas las once y media de la noche nos fuimos para mi apartamento. Al entrar encontré a mi esposa en la sala; acababa de hablar con su papá, que vivía en Mariquita: “Está cayendo mucha ceniza”. Encendimos la radio. Un periodista estaba entrevistando a mi padre, que también vivía allí. Hablaba de la ceniza y que no lograba comunicarse con nadie en Armero. De repente dijo: “Espere, se oye un ruido muy fuerte. Algo pasa…”. La comunicación se cortó. Quedamos fríos. “¡Pérez, me voy para Armero!”. “¿En qué se va a ir, ¡a esta hora no hay transporte!”. Pasamos a la sede de la Defensa Civil y encontramos un grupo alistándose para salir. Ausberto se les unió.

Al amanecer del 14 de noviembre comenzó a conocerse la noticia. Sobre las nueve de la mañana volvió Ausberto, con la mirada extraviada, la cabeza, su ropa y las botas untados de lodo. Venía del infierno. “Armero no existe. Ha desaparecido”. Horas más tarde viajamos a Lérida, donde habían instalado un campamento para recibir a los rescatados. Parecía una escena de guerra: ambulancias, máquinas de bomberos y helicópteros; soldados, personal médico y paramédico.

Durante estos años he tratado de comprender lo sucedido: la manera como se gestionó el antes y el después. Mi conclusión es que en Armero todo fue una equivocación. Y que, como en el Palacio de Justicia, las heridas permanecen abiertas porque no ha habido verdad ni justicia ni reparación.

La erupción era inevitable, la tragedia no

Comencemos por lo primero: reconocer que la tragedia era evitable. La teoría de la fuerza mayor, como eximente de responsabilidad, manejada por los tribunales contencioso-administrativos y el Consejo de Estado, es una ofensa a las víctimas. Dos días después de la avalancha asistí a una reunión en la Cruz Roja de Ibagué, y cuál no sería mi sorpresa al ver los mapas de riesgo elaborados por Ingeominas. Mostraban con fría exactitud el área que sería impactada. Quedé mustio. No daba crédito. “¿Cuándo hicieron estos mapas?”, pregunté. “Hace dos meses”, me dijo alguien.

Fueron muchas las voces que advirtieron el desastre. El volcán habló, pero nadie quiso escucharlo. El del Ruiz es uno de los 25 volcanes monitoreados por el Servicio Geológico Colombiano que están activos, y tiene una historia que data del Plioceno. Con evidencias de varias erupciones antes del 13 de noviembre. Con base en las crónicas de Fray Pedro Simón, de Ramón Guerra Azuola y otras fuentes, el historiador ibaguereño Helio Fabio González escribió un artículo que envió a El Tiempo, en el que hacía cálculos y concluía: “El próximo desbordamiento sobrevendrá hacia mediados de noviembre del presente año”. Había llegado a la conclusión de que la erupción se repetía con “una periodicidad alternante de 140 años y 9 meses, y 110 años y 2 meses”. El texto se publicó cuatro días después del infausto suceso.

Al último alcalde que tuvo la ciudad antes de ser sepultada por el lodo, Ramón Rodríguez, en la Gobernación del Tolima lo apodaban el “Loquito de Armero”. Cada semana iba a pedir que le ayudaran. “Moncho”, como le decían sus amigos, se dedicó a advertir de los peligros que corría su pueblo, al estar a solo 42 kilómetros del volcán Nevado del Ruiz. Había documentos cuya sola lectura inducía a pensar que este cataclismo era más que probable.

En abril de 1846, el coronel colombiano Joaquín Acosta presentó en una sesión de la Academia de Ciencias de París un trabajo titulado: “Relación de la erupción de lodo salida del volcán del Ruiz y de la catástrofe de Lagunilla en la República de Nueva Granada”. En él daba cuenta de un suceso ocurrido el 19 de febrero de 1845, un “ruido subterráneo en dirección a las orillas del Magdalena que se extendió desde Ambalema hasta el pueblo de Méndez, cubriendo una distancia de aproximadamente 40 km”. Después del ruido vendría un temblor y luego una avalancha de lodo que lo cubriría todo, sepultando a humanos y animales. En esa época las víctimas fueron cerca de mil personas, la mayoría trabajadores de las grandes plantaciones de tabaco en Ambalema. El mismo ruido ensordecedor que en 1985 escucharon mis amigos Julio Villamizar y Cristina Pérez y sus cuatro hijas antes de que una montaña negra se les viniera encima en su casa del barrio El Carmelo.

El informe se conocía en París, en Bogotá e incluso en Armero. Moncho, su alcalde, lo había leído. Acosta advertía que teniendo en cuenta las erupciones del Ruiz en 1592, 1700 y 1845, la próxima ocurriría la segunda semana de noviembre de 1985. Esto fue expuesto en Bogotá en un debate en la Cámara de Representantes citado por Guillermo A. Jaramillo y Hernando Arango Monedero, los bautizaron como los “Jinetes del Apocalipsis”, se les acusó de estar creando una situación irreal porque “todo estaba controlado por las autoridades”.

Faltando veinte días para el fatídico 13 de noviembre, Ramón Rodríguez le escribió un telegrama al presidente de la República, Belisario Betancur. Le advertía de los peligros del represamiento del río Lagunilla y de la inminente erupción del volcán, así como de la necesidad de construir obras de prevención “donde épocas atrás, en similares fenómenos, el río Lagunilla penetró en la población, siendo hoy de incalculables proporciones por la superpoblación actual de la ciudad. Agradecemos la atención a este S.O.S. de la ciudadanía armerita”.

El Estado nunca reconoció su responsabilidad. Evacuar jamás fue una opción. Miles de seres humanos perdieron su vida de manera injusta. Y después de 40 años no hemos hecho ni un taller de lecciones aprendidas, nos quedamos en los titulares, en los 25.000 muertos. De hecho, nunca supimos cuántos fueron. Al comienzo se habló de 29.000, después de 27.000, inclusive de 22.000. Y si nunca supimos cuántos, mucho menos quiénes fueron. Una de las ironías administrativas en Colombia es que los alcaldes no saben casi nada de quienes habitan sus municipios. Por eso, durante la reconstrucción, el Estado creó comités de reconocimiento para decidir quiénes eran armeritas. Ana Meneses, que trabajó en el censo elaborado por el DANE, terminado el 31 de octubre de 1985, afirma que la “ciudad blanca” tenía 4.352 predios urbanos y 27.642 habitantes.

Tampoco se evaluó la magnitud del desastre. Armero era más que un municipio: era un nodo que articulaba una subregión. Allí confluían gentes de la cordillera y del plan, de Ambalema, Casabianca, Falan, Murillo, Lérida, Líbano, Villahermosa y Venadillo. En Planeación Nacional no sabían ni donde quedaba Armero, como ha venido a confirmarlo el economista Silverio Gómez la semana pasada, quien trabajaba en el DNP para esa época.

Un triángulo dorado

Con Mariquita y Honda formaba un triángulo dorado. De las tres, Armero era la de más futuro. Tenía más futuro que presente, y más presente que pasado. Una especie de tierra prometida para miles de mujeres y hombres que sabían trabajarla. Inmigrantes de Argentina, Chile, Italia, Líbano, Siria, Turquía, entre otros países; y refugiados de la violencia de la mitad de siglo pasado. Un territorio fértil entre el parque de los Nevados y el valle del Magdalena, dispuesto para ser el cuerno de la abundancia.

Comenzó siendo San Lorenzo, siguiendo una tradición religiosa construida durante la colonia española, igual que Santa Lucía de Ambalema, San Bartolomé en Honda, Santa Ana en Falan y San Sebastián de Mariquita. Ninguno de estos santos se acordó de ella la noche del 13 de noviembre. Rodrigo Silva, del dueto inolvidable Silva y Villalba, compuso una triste y bella canción: Reclamo a Dios. “Niños y viejos, cayeron a tus plantas. Se fueron para siempre. Señor, ¿en dónde estabas?”. Todos sabemos en dónde estaba Dios, lo que no sabemos es en dónde estaban los gobernantes, que tenían la obligación de protegerla.

Se calcula que se perdieron 6.000 hectáreas de cultivos —de algodón, arroz, maíz, sorgo y ajonjolí—, 30.000 cabezas de ganado, maquinaria agrícola, molinos, secadoras y empacadoras; la infraestructura urbana y rural: viviendas, carreteras, escuelas, el hospital, el acueducto. La avalancha se llevó casi todo. Un estudio del Banco Mundial, la Agencia Colombiana de Cooperación Internacional y el Departamento Nacional de Planeación (DNP) señala que el desastre del Ruiz le costó al país 2,05% del PIB de esa época, traducidos en 712,8 millones de dólares. El área quedó estigmatizada como zona de riesgo volcánico.

Un Estado frágil y sin preparación

La avalancha desnudó no solo los cuerpos, sino también la precariedad e impreparación estatal. Se carecía de un sistema de atención de emergencias y desastres. Todo fue improvisado. Duele decirlo, pero es peor ocultarlo. Nadie supo qué hacer con la población, la cual se dispersó entre varios municipios: Bogotá, Ibagué, Lérida, Guayabal, Mariquita y fuera del país.

Tras expedirse la ley 44 de 1987 que otorgó beneficios tributarios a las empresas que se afincaran en la zona de desastre, el Gobierno incluyó a Ibagué como zona afectada. El “mapa de dolor” indicaba que la capital tolimense estaba en el extrarradio, al incluirla se puso el parche en donde menos dolía. Otro error. En Resurgir, el fondo creado para la reconstrucción, creyeron que la misión era hacer casas y se construyó una ciudad regional en donde no había fuentes de empleo. La dirigencia nacional y regional fue incapaz de canalizar la solidaridad mundial generada: se vincularon 35 países. Cristina Pérez, actualmente residente en Estados Unidos, es enfática en afirmar que “Resurgir no sirvió para nada”.

El relato que subsiste es desgarrador. Seguimos sin conocer la verdad, y es lo que duele más. Nos quedan especulaciones, entre ellas el debate sobre los niños desaparecidos. Se habla de 580 menores, según la Fundación Armando Armero, creada por Francisco González. Sin embargo, exfuncionarios del Instituto de Bienestar Familiar (ICBF) regional Tolima, lo contradicen. Sostienen que adopciones sí hubo, pero que no hay un solo caso judicialmente soportado de robo, y desmienten que haya habido adopciones masivas, legales e ilegales. Que sí hubo niños perdidos, pero jamás esa cantidad. González, sin embargo, insiste en que “los niños perdidos son la herida más grande que tiene Armero”.

Los últimos días de Armero

Hay quienes sostienen que a los armeritas se les advirtió y que ellos no quisieron escuchar. No es cierto. No hubo una campaña en torno a los mapas de riesgo, que se dieron a conocer después. Se esperaba agua, no lodo. En el libro de Carlos Orlando Pardo, “Los últimos días de Armero”, hay una historia que ilustra la carencia de información. Baudelino Arias, comerciante de papa y residente en Murillo, ese bello pueblo sembrado en las estribaciones del Nevado del Ruiz, al ver desde el café de la plaza que caía más ceniza de la acostumbrada tuvo un presentimiento. Alistó su maleta y sus muchachos, y se fue. Bajó 39 kilómetros y llegó a El Líbano, pero seguía cayendo ceniza. Vamos para Armero, le dijo a su mujer. Allí se quedó.

Hay quienes afirman que muchos armeritas creían que sobre el pueblo pesaba una maldición porque los liberales habían dado muerte a un sacerdote, Pedro María Ramírez, el mismo día que mataron a Gaitán en Bogotá en 1948, una historia exquisitamente contada por el antropólogo Armando Moreno en su libro Sangre en el parque. Afirmar eso es una ofensa.

Los 40 años han desatado una avalancha de libros. Los colombianos hemos encontrado en la literatura el antídoto contra la desmemoria. Se han escrito nuevos y reimpreso otros. Ahí quedan para la posteridad la novela de Germán Santamaría, No morirás; el libro de Fernando Cervantes del Portillo, Armero, la ciudad donde viví. El trabajo de José Luis Cruz Barragán; el de Carmen Inés Cruz y Francisco Parra; las 40 historias de Mario Villalobos Osorio; y el de Luis Fernando Monroy, quien dice que su obra tiene el propósito de “conjurar el fantasma del olvido”. Ahora, este municipio tiene más historia que presente.

Los libros son una forma de reparar a las víctimas. A Omayra Sánchez, la niña de 13 años que murió en silencio atrapada en los escombros de su casa y que agonizó durante tres días. Siempre que paso por Armero vienen a mi memoria los nombres de amigos entrañables con los que compartí momentos especiales, y cuyas vidas habría podido salvarse. Como las de Alfonso Quintero, el diputado del Nuevo Liberalismo, la de Alonso Núñez, concejal de la Unión Patriótica, y la de mi paisana Cecilia Duque, que ese día estaba allí visitando a un familiar.

Hace un año me fui a recorrer la nueva carretera de Murillo a Manizales. Estuve en el lugar exacto en donde nace el Lagunilla, de una inocencia cristalina. Lo crucé a saltos varias veces, y allí comprendí que ni él ni el volcán eran culpables. Solo la imprevisión. El no reconocerlo hace que esta, como la del Palacio de Justicia, siga siendo una herida que no cierra.

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