Nuestros fusibles: el asesinato del coronel Élmer Fernández
El escritor colombiano rememora una visita a la cárcel La Modelo. Recuerda a su director como alguien amable, rodeado de uniformados que le pasaban papeles y papeles para firmar
Hace poco más de una semana, el jueves 16 de mayo al final de la tarde, un operativo de tres motocicletas escalonadas siguió al coronel retirado Elmer Fernández Velasco desde la puerta de la cárcel La Modelo en Bogotá hasta la carrera 30 con calle 80, donde el segundo sicario en la tercera moto se acercó a la ventana del copiloto de la camioneta Mazda donde viajaba Fernández y de un disparo con silenciador apuntado a la cabeza acabó con su vida.
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Hace poco más de una semana, el jueves 16 de mayo al final de la tarde, un operativo de tres motocicletas escalonadas siguió al coronel retirado Elmer Fernández Velasco desde la puerta de la cárcel La Modelo en Bogotá hasta la carrera 30 con calle 80, donde el segundo sicario en la tercera moto se acercó a la ventana del copiloto de la camioneta Mazda donde viajaba Fernández y de un disparo con silenciador apuntado a la cabeza acabó con su vida.
Dos meses atrás, recién Fernández retomaba su servicio público como director de La Modelo, visité la cárcel por invitación de los Ministerios de Justicia y Cultura. Fuimos un grupo grande que incluyó periodistas de El Espectador y de la Agencia EFE. El lugar donde nos recibieron, nos ofrecieron café y dejamos nuestras cosas, fue en la oficina del director. Recuerdo que me le acerqué porque estaba sentado en la cabecera de la mesa amplia de la oficina rodeado de uniformados que le pasaban papeles y papeles que él tenía que firmar. Lo saludé de mano.
Hoy, luego de horas de radio y televisión, notas de prensa y decenas de columnas de opinión a raíz del asesinato de Fernández, tengo la sensación creciente de que nuestra conversación pública a veces ocurre como simulacro: cuando discutimos la perpetua crisis carcelaria, o la guerra contra las drogas. También, últimamente –es una tristeza decirlo–, cuando pedimos la implementación del Acuerdo de paz.
Fingimos discutir trayectorias de solución y bienestar –políticas públicas– respecto a las cuales los medios de comunicación hacen eco y por eso en parte entran a nuestra conversación y allí, entonces, concretan su escenario para el simulacro. Hay gatillos que nos lanzan a esto. Gatilleros, en este caso. El asesinato vil del coronel (r) Fernández ha sido nuestro detonante reciente de impotencia y postración. El último gatillo.
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Conocemos el reparto en estos teatros de conversación:
Aparece siempre –primero– un notable de la justicia que ya prestó su servicio público. Lo vemos en un lugar de descanso en tierra caliente repitiendo las palabras hacinamiento, extorsión, orden público, organizaciones criminales, hay que impedir el ingreso de elementos prohibidos. Se trata de un notable de vocación reformista, así que nos cuenta la propuesta que ya hizo décadas atrás, cuando –nos recuerda– fue ministro de Justicia: “una policía penitenciaria para el control interno de las cárceles”. (¿Eso no es la guardia del Inpec? Trato de entender, averiguo: resulta que entre 2000 y 2013 existieron los grupos CIAP –Central de Información y Análisis Penitenciario– y GRUVI –Grupo de Verificación de Información Penitenciaria–, que hacían tareas de inteligencia y veeduría dentro de las cárceles y contribuían así al control del accionar delincuencial).
Aparece luego un exministro de Justicia manofirme, exento de duda en su decir: hay que construir cárceles bajo la figura de alianzas público-privadas y que el Estado les vaya pagando a los constructores en veinte, treinta años; incluso cárceles que administren esos privados, así estabilizamos el tema carcelario. (¿Qué significará estabilizar en una realidad que lleva décadas siendo declarada en estado de cosas inconstitucional por su violación sostenida de los derechos fundamentales de la población a su cargo?)
Aparece, finalmente, el exsecretario distrital de Seguridad y su mirada bogocentrista: tomar las instituciones a cargo de las cárceles –el Inpec y la Uspec– y combatir su bajo profesionalismo y sus altos niveles de corrupción. Combatir, por supuesto. Qué verbo cómodo –bogotano–. (Pero ¿combatir cómo? ¿Combatir qué? ¿La desigualdad y la alta conflictividad social de tal modo que, como dicen todos los diagnósticos serios de política criminal que existen y siempre son desatendidos, la pena de prisión sea lo menos necesaria y usada posible? No, por supuesto: de esto no habla ni el exsecretario ni el exministro. Sería convertir el simulacro en realidad).
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Con menos de dos meses en la cabeza del establecimiento, Fernández venía trabajando en al menos dos claros frentes que se han hecho públicos: la ejecución de requisas aleatorias y permanentes para intentar controlar las amenazas y extorsiones provenientes del patio cuatro del penal –el Gobierno había decretado la emergencia carcelaria en febrero de 2024 a raíz de un plan pistola en contra de la guardia del Inpec–, y el esfuerzo por ampliar y revitalizar los programas culturales y educativos que La Modelo ha sostenido desde hace años a pesar de las dificultades y de su fama –y prontuario– de cárcel corrupta y violenta.
En medio de la tragedia, la noticia de las exequias del coronel (r) Fernández. Cuentan que estuvo presente la cúpula de la Policía, que hubo honores. Las imágenes de sus familiares destruidos son otro golpe a nuestro estómago social. Un sujeto que trabajó con Fernández, y a quien conocí en nuestra visita del 13 de marzo cuando presenté allí adentro Recuperar tu nombre (un libro de no ficción que publiqué en febrero de este año donde cuento la experiencia íntima de detención preventiva de mi padre durante seis meses en la cárcel La Picota), me sorprende con una semblanza relámpago del exdirector: “conmigo el tipo fue pura dulzura, ternura, cariño, cercanía”. Le pregunto más porque me sorprende la elección de palabras blandas tratándose del exdirector de una cárcel. “Tengo purito dolor de que me quitaron a Elmer”.
En medio de los distintos esfuerzos de reportería, el último testimonio de Jineth Bedoya, la periodista sobreviviente a las violencias cíclicas que siempre encuentran la manera de originarse desde y hacia La Modelo. Bedoya cuenta que también estuvo hace poco en la cárcel visitando a Fernández. Lo hizo para presenciar los avances de la artista Nats Garu, quien está por terminar un mural de street art en una de las paredes interiores del penal. El mural fue pactado con el ministerio de Justicia y el Inpec para “resignificar lo que ocurrió allí”, es decir, el secuestro, la tortura y la violación que Bedoya sufrió al interior del penal en mayo de 2000 a manos de paramilitares. En 2021 el Estado colombiano fue condenado por estos hechos. Fernández estaba ilusionado con la revelación del mural que pronto iba –va– a ocurrir.
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Al margen de los actores notables en el simulacro de conversación, están pues estos servidores públicos de rango medio y el trato que les damos como fusibles: fue el caso de Fernández, cuyo asesinato hizo que nos enteráramos de que los directores de las cárceles nacionales –esos lugares a los que les confiamos el aislamiento de delincuentes peligrosos que son miembros de organizaciones criminales; esos lugares que creemos sacian nuestro alarido extasiado por más populismo punitivo– viven desprotegidos, sin siquiera una camioneta blindada para transportarse, esa máquina para gritar rango social que en cambio pulula en los andenes de todas las capitales del país como símbolo de ostentación de los que sí importan porque tienen el dinero para importar.
El día de nuestra visita a La Modelo –no me dejan mentir los periodistas que estuvieron presentes– pasamos la mañana entera dando vueltas, enterándonos de los distintos programas de educación y resocialización, visitando la sede nueva de BibloRed dentro de uno de los patios del penal y escuchando a la orquesta El son de adentro, compuesta por privados de la libertad. Recuerdo muy bien a Fernández, su rostro gentil, quizás también abrumado. Recuerdo que me le acerqué porque me impresionó verlo sepultado en papeles que le llegan unos detrás de otros. Recuerdo su mano estirada dándonos la bienvenida. Sentí su acento del sur, pero no pude precisarlo. Quise hablarle más. Le cayó encima otra oleada de documentos por firmar.
Ahora pienso: eso es lo que nuestros simulacros de conversación pública y el Estado colombiano esperan de los fusibles: su fundición en firmas y cuerpos asesinados.
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