Defender el periodismo
En el manual del perfecto populista, uno de los primeros mandatos es también uno de los más importantes: hay que desprestigiar a los periodistas
En el manual del perfecto populista, uno de los primeros mandatos es también uno de los más importantes: hay que desprestigiar a los periodistas. “Enemigos del pueblo”, los llamó Donald Trump poco después de llegar al poder, y desde ese momento se dedicó a atacarlos, a calumniarlos, a azuzar a sus seguidores contra ellos, e internet se fue llenando lentamente de videos en los que un periodista recibe los insultos o las agresiones de los fanáticos d...
En el manual del perfecto populista, uno de los primeros mandatos es también uno de los más importantes: hay que desprestigiar a los periodistas. “Enemigos del pueblo”, los llamó Donald Trump poco después de llegar al poder, y desde ese momento se dedicó a atacarlos, a calumniarlos, a azuzar a sus seguidores contra ellos, e internet se fue llenando lentamente de videos en los que un periodista recibe los insultos o las agresiones de los fanáticos de cerebro recién lavado. Los periodistas empezaron a trabajar clandestinamente, como si fueran todos infiltrados, porque bastaba con identificarse como miembro de CNN para convertirse en blanco de los violentos. Si este ciclo de autócratas antiperiodistas comenzó en 2016, con el anuncio trumpista del fascismo larvado, tal vez podamos decir que ha seguido en Nicaragua y Venezuela, donde los periodistas son las primeras víctimas de los nuevos remedos caribeños del estalinismo de siempre.
Lo de Nicaragua es ya un verdadero régimen del terror. Ayer la SIP hablaba de una situación de espanto en la cual los periodistas ya no son sólo víctimas de agresiones en la calle, sino que sufren asaltos a mano armada en sus propias casas, y se les cierran las cuentas bancarias y se agrede a sus familiares. Es un escenario de persecución en el cual el cierre de los medios y la ocupación de sus instalaciones casi parece blando. Hace casi un año que la dictadura de Ortega cerró Confidencial y Esta semana, los medios del valiente Carlos Fernando Chamorro, y además le quitó al él su nacionalidad: y fue poco después cuando el embajador de Petro en Nicaragua se deshizo en elogios del régimen.
(Tolérenme aquí una digresión sobre ciertos diplomáticos. Porque Petro ha nombrado a gente muy valiosa, pero hay algunos nombramientos que no se entienden. Yo, que he conocido a tantos funcionarios decentes y esforzados en tantas embajadas colombianas, y que conozco a tantas personas maravillosas que están ahora mismo en funciones, no dejo de pensar en esos impresentables que no tienen méritos ni siquiera para representar un salón de clase, mucho menos un país complejo como el nuestro. El tramposo aquel que corría la línea ética y se ufanaba de ello: representante de Colombia. El que no tenía los más mínimos estudios, ni la más mínima experiencia, más allá de haber jugado a la ONU en la universidad: representante de Colombia. El que elogia la dictadura de Ortega por convicción o memez: representante de Colombia. El que sabe tantas cosas malas sobre Petro que no sólo es premiado con una embajada, sino que el desvergonzado gobierno inventa una embajada nueva para dársela: sí, ese también está representando a Colombia. Son una vergüenza. Pero todo esto, como digo, merecería una columna aparte; y todo esto, como digo, no les quita valor a los buenos, que hacen su trabajo con dedicación y dignidad, y que además son mayoría.)
Vuelvo al tema que tengo entre manos. En la lista de populistas que han sacado millas del ataque al periodismo, o que han jugado con inverosímil constancia al desprestigio de los periodistas que los cuestionan o critican, se ha inscrito Gustavo Petro. Sus bestias negras son Caracol y RCN, que ha mencionado en una misma frase más de una vez, puerilmente acusándolos de embrutecer a la gente. Y yo pensaba en esa triste actitud, y en el mensaje peligroso que transmite, después de que en estos días dos medios colombianos fueran atacados o calumniados gravemente por personas en posiciones de autoridad. Ya han pasado unas semanas desde el primero de los hechos, y ya lo hemos olvidado convenientemente: Maduro y la fiscalía venezolana llamando narcotraficantes y paramilitares a los periodistas de Caracol –y, más acorde con sus payasadas demagógicas, “la basura del diablo en Colombia”– después de un reportaje que denunciaba cosas serias, y cuyo responsable es uno de los periodistas más valientes y respetados que tenemos: Ricardo Calderón. El segundo caso reciente lo hemos olvidado todavía más rápido: un militar hizo unas acusaciones gravísimas contra la W, pero no presentó una sola prueba, y la Fundación para la Libertad de Prensa tuvo que salir a decir lo evidente: que las palabras del general “desacreditan” y ponen “en riesgo” al medio.
Todo es parte del mismo clima contemporáneo: atacar al periodismo se ha vuelto una moda, un acto reflejo de cualquier poderoso que tenga una cuenta por cobrarse, o que quiera confundir o defenderse o echar balones fuera, o simplemente intimidar y amedrentar para que no se hable de él. Pero esto lo hemos visto siempre: Uribe lo hizo con frecuencia, y estoy seguro de que en ningún gobierno reciente ha habido más periodistas con guardaespaldas que en el suyo. (Tengo en mente un columnista, un investigador, un caricaturista y un articulista de sátira política que debieron acostumbrarse a ir con escolta, y a que sus familias fueran con escolta, después de los ataques de Uribe o del uribismo.) Desde luego, yo no esperaba que el gobierno colombiano saliera–en ninguno de los dos casos– a defender la libertad de prensa, ni mucho menos la soberanía colombiana con la que se llenan la boca para otras cosas. No lo esperaba porque Petro es el primer interesado en minar la credibilidad del periodismo. Y eso es lo grave.
Lo que también es grave es que los ciudadanos se hayan contagiado de esa frivolidad tan peligrosa. Despotricar contra “el periodismo” o “los periodistas” se ha convertido en el atajo intelectual de los que no tienen más ideas. Y sí: no me tienen que decir que en Colombia, como en Estados Unidos y como en cualquier parte, hay periodistas venales, deshonestos, manipuladores; y muchos tienen mucho dinero y mucha influencia, y muchas ganas de servir a intereses indecentes y oscuros. Pero lo que buscan estos líderes con sus ataques –los Trump, los Bolsonaro, los Maduro, los Ortega– no es denunciar la manipulación, la deshonestidad o la venalidad de un periodista, sino cubrir con un manto de desconfianza y de duda todo un oficio. Es que así, cuando todo es sospechoso, cuando no se sabe qué es verdad y qué es mentira, es mucho más fácil salirse con la suya.
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