Las cárceles colombianas, el refugio del hampa
Con redes de delincuentes, funcionarios y supuestos empresarios a su servicio, los cabecillas de bandas intimidan desde el otro lado de las rejas
En lugares donde actúa el crimen organizado hace poca diferencia que una o varias de sus cabezas estén en prisión. Los capturados abandonan las calles pero sus movimientos continúan desde la cárcel. La captura el pasado 9 de febrero de Mauricio Marín Silva, alias Nacho, máximo jefe de la banda La Inmaculada, generó una descarga de violencia en Tuluá, uno de los municipios más poblados del Valle del Cauca, bajo el control de esa agrupación. Ese fin de semana...
En lugares donde actúa el crimen organizado hace poca diferencia que una o varias de sus cabezas estén en prisión. Los capturados abandonan las calles pero sus movimientos continúan desde la cárcel. La captura el pasado 9 de febrero de Mauricio Marín Silva, alias Nacho, máximo jefe de la banda La Inmaculada, generó una descarga de violencia en Tuluá, uno de los municipios más poblados del Valle del Cauca, bajo el control de esa agrupación. Ese fin de semana, dos personas fueron asesinadas, incluido un oficial de tránsito; otro agente resultó herido, al igual que una mujer y un bebé de un año, y siete taxis fueron incinerados en vías públicas. La ciudad de unos 232.000 habitantes, en el occidente colombiano, tuvo que ser militarizada para recuperar algo de calma.
La orden de desatar el caos la impartió Andrés Felipe Marín, alias Pipe, desde la cárcel La Picota en Bogotá —a más de 350 kilómetros de distancia— como retaliación por el arresto de su hermano. Pipe está condenado a 30 años de prisión por haber ordenado 39 asesinatos desde otro centro de reclusión.
Los integrantes de organizaciones como La Inmaculada no necesitan estar libres para que se cristalice lo que planean desde el otro lado de las rejas. Con la mayoría de sus líderes detenidos, la banda conserva el dominio en la población. Extorsionan, trafican drogas, roban y asesinan sin sobresaltos. Hasta la venta de alimentos está bajo su mando. “A punta de pistola, cogieron el control de la venta de todos los productos en la plaza de mercado. Dicen cuánto vale un kilo de tomate, un arrume de cebolla, el cilantro, la yuca, el plátano”, relata Robert Posada, secretario de Desarrollo Institucional de Tuluá. Parte de ese dinero va directo a los bolsillos de la red de criminales.
Como esa estructura, hay otras que delinquen con aire de ubicuidad en distintas ciudades de Colombia. En agosto de 2023, el Instituto Nacional Penitenciario (INPEC) publicó un listado con los 30 bandidos más peligrosos que seguían extorsionando desde las cárceles. Figuraban, entre otros, los alias de Cachetes, Gomelo, Caregallo y, por supuesto, alias Pipe. Toda clase de apelativos para identificar a algunos de los integrantes más poderosos de distintas estructuras del crimen organizado. También aparecía Ober Ricardo Martínez, alias El Negro Ober, cabecilla de Los Rastrojos Costeños con presencia en Barranquilla, y quien ha sido trasladado varias veces de prisión como estrategia de contención. Lo mismo ha pasado con alias Satanás, líder de la banda que lleva ese nombre y que ha llegado a amenazar por mensajes de WhatsApp a policías y comerciantes de Bogotá.
Su poder a prueba de cárcel amenaza lejos y cerca de las celdas. El Ministerio de Justicia declaró la emergencia carcelaria el pasado 12 de febrero ante el asesinato de dos guardias del INPEC y una seguidilla de atentados contra funcionarios en diferentes prisiones. Más que una medida nacional, fue otra muestra de los desafíos penitenciarios que han salido a flote en la región en los últimos dos meses. En Brasil, la inédita fuga de dos presos, esa misma semana, puso a prueba las cárceles de máxima seguridad, mientras que Ecuador afrontó una de sus peores crisis de violencia en enero pasado tras la huida de alias Fito, considerado el criminal más peligroso de ese país.
Fernando Carrión, especialista en seguridad y académico de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en Ecuador, advierte que los riesgos asociados al manejo de las prisiones reflejan un fenómeno que ha cobrado fuerza en América Latina. “Lo que tenemos es una red global del crimen, ya no es el crimen organizado nacional, sino una red global que actúa con holdings que son los carteles mexicanos, italianos o españoles, entre otros, y que tienen vínculos muy estrechos con grupos locales. Ahí establecen toda esta mecánica de acciones criminales en prisión que se van generalizando”, señala.
Como ejemplo, se refiere al cartel mexicano de Sinaloa que opera a través de grupos locales en alrededor de un centenar de países. “Antes el crimen organizado se definía por la suma de personas que cometían hechos delictivos. Hoy se suman organizaciones criminales a través de la tercerización. El Cartel de Sinaloa se vincula con Los Choneros en Ecuador para que estos trasladen la droga de la frontera al puerto de Guayaquil o para que produzcan la cocaína en tal lado, o presten seguridad en tal lado”, dice Carrión. Algo similar ocurre en Colombia, donde los vínculos de organizaciones locales se consolidan con otras de mayor alcance como el Clan del Golfo.
Además de las alianzas para el tráfico de drogas, las bandas locales se financian de la extorsión, una fuente no solo de dinero, sino de dominio, apunta Mathew Charles, sociólogo e investigador de la Universidad Externado de Colombia. “Si eres bandido y tienes que mover productos ilícitos necesitas tener control del territorio. Implementar un sistema de extorsión te permite controlar a la gente. Hay muchas bandas pequeñas que tienen alianzas con el Clan del Golfo u otros grupos, disidentes de las FARC o el ELN”, subraya.
Delincuencia de lado y lado de las cárceles
Para entender cómo operan algunos de los grupos locales en Colombia hace falta detenerse en dos planos: dentro y fuera de la cárcel. De los muros hacia el interior, algunos centros de reclusión pueden funcionar como un terreno de operaciones donde se definen estrategias y se pactan negociaciones entre cabecillas. Desde allí surgen órdenes que dan pie a acciones delictivas más allá de la prisión, como sucedió recientemente en Tuluá. Para las acciones criminales, entre las celdas y las calles no siempre existen líneas divisorias.
El economista Santiago Tobón, investigador en temas del crimen organizado de la Universidad EAFIT de Medellín, explica que las cárceles forman parte estructural del funcionamiento de esas agrupaciones. “La gran mayoría de los líderes están presos y las posibilidades de que sus integrantes pasen por las cárceles son altas. En Medellín, por ejemplo, muchos saben que van a entrar a la cárcel en algún momento, entonces son lugares que sirven de mecanismo de coordinación, de comunicación entre ellos para mediar acuerdos”, indica el experto.
La corrupción que permea las prisiones también favorece a los detenidos que siguen cometiendo actividades ilícitas. La extorsión es una de las más frecuentes, destaca Charles. “Es prohibido tener celular en la cárcel, pero es muy fácil conseguirlo. Un móvil básico puede costar hasta 3 o 4 millones de pesos (entre 750 y 1.000 dólares) y así es como manejan la extorsión. Siguen llamando a las zonas donde operan para pedir vacunas (cobros), y siempre hay una red de personas que pueden ayudarles a recoger el dinero, o presionan a las víctimas para que hagan giros”, precisa el académico.
El viceministro de Justicia, Camilo Umaña, reconoce que el uso de celulares en los centros penitenciarios es un problema recurrente. “Lo que muestran las cifras es que hay entre un 30 o 40% de la extorsión con denuncias de que provienen desde las cárceles. Se hace a través de diversos medios, como el uso de telefonía móvil no permitida y hay una especie de guión que usan los extorsionistas”, señala.
El secretario de Desarrollo de Tuluá, Robert Posada, agrega que “hay funcionarios que se prestan para entrar celulares, computadores personales, whiskey o mujeres. A través de los propios familiares de los sujetos que están en las cárceles les hacen llegar el dinero. En el caso de Tuluá han llegado a hacer videollamadas grupales con periodistas para decirles de qué pueden o no pueden hablar”. El INPEC adelanta investigaciones a 3.878 directivos, administrativos y guardianes por presuntas irregularidades en sus funciones, según cifras reportadas a EL PAÍS.
La cárcel en sí misma es también un negocio. Con una sobrepoblación de más de 20.000 reclusos —cerca de 102.000 presos subsisten en espacios para 81.700— la capacidad institucional es débil. En algunos casos, las bandas controlan las prisiones en estructuras parecidas a las de las ciudades, divididas por sectores. “En el caso de Medellín, cada patio está controlado por una razón [estructura que reúne a los combos o bandas de barrio]. Y los pasillos pertenecen a diferentes combos que son los que ejercen la explotación comercial por tener acceso al baño o a una cama. El interno que hace una llamada utiliza una moneda de 200 o 500 pesos (50 centavos) y tiene que darle otra a la persona que controla el teléfono”, añade Tobón.
El otro plano está fuera de la cárcel, donde las organizaciones criminales tienen redes que las integran en distintos niveles. Por un lado, personas dedicadas a roles en la delincuencia local. “En la parte baja de la pirámide no son más de 30 o 40 muchachos a los que utilizan como distribuidores de estupefacientes, gatilleros o sicarios, o como conductores de motos. También hay jóvenes que sirven de campaneros, dan información de lo que se mueve en el municipio”, explica Posada.
También hay cómplices aparentemente alejados de actividades ilícitas. “Estas organizaciones no podrían operar si no tuvieran enlaces. En el caso particular de Tuluá hay personas que posan como políticos, empresarios o comerciantes decentes cuando en realidad están al servicio de estas organizaciones criminales, dándoles información, recibiendo dinero de extorsiones, lavándoles dinero del control que hacen de las economías legales e ilegales e incluso dándoles información de ciudadanos a los que pueden extorsionar”, añade el secretario municipal. Un caso que ilustra esa forma de operar es la captura de Leidy Tatiana García, una agente de tránsito señalada de perfilar a víctimas de extorsiones en la población vallecaucana que se entregó hace unos meses a las autoridades. Como ella, hay otros funcionarios afrontando procesos penales.
Para Charles, el profesor del Externado, las redes de extorsión se alimentan del temor de las víctimas, algunas conscientes de que la prisión no es barrera suficiente. “Si recibes esa llamada sabes que no importa que estén desde la cárcel porque parte de la estructura está afuera y es una amenaza real. Si te llaman y te dicen soy alias tal, necesito que me pagues 50.000 pesos (12 dólares) o 5 millones de pesos (1.250 dólares), sabes que si no lo haces es posible que te hagan daño, esos casos siguen”.
Los aliados de mayor nivel también son quienes ordenan recibir el dinero de las extorsiones y se encargan de que ingrese a la cadena de la economía legal. En septiembre del año pasado, por ejemplo, las autoridades detuvieron a Claudia Lorena Moscoso, abogada y gerente de la empresa de transporte La Esperanza en Tuluá. Al mismo tiempo, la mujer actuaba como jefa del grupo Los Cancerberos, autores de panfletos intimidatorios contra jueces, fiscales y periodistas.
Estas organizaciones no solo controlan negocios ilícitos, sino los que funcionan con sello de legalidad, indica Carrión, el especialista de Ecuador. “En América Latina está legalizado ese mercado y maneja más o menos el 7% del PIB de la región. Si se cae el lavado, se cae la economía. Todo el proceso de lavado ha conducido a que las empresas sean absolutamente legales”, declara.
El hacinamiento de cerca del 25% en las cárceles de Colombia, los alcances de la corrupción y la puja de poderes entre grupos criminales en algunas prisiones supone un escenario inestable, advierten los expertos. “Si estos grupos se fueran a la guerra, como sucedió en Medellín en 2009, podría llevar a mucha violencia en las cárceles de una manera que desbordaría a las autoridades de forma muy grave”, alerta Tobón.
El otro error frecuente es el populismo penal, una lógica común en países donde los altos niveles de inseguridad conducen al respaldo del aumento de penas, con escasas alternativas de resocialización. “A una persona la cogen presa por cualquier conducta, el policía sabe que esa persona ha estado 15, 16 veces en la prisión. Eso quiere decir que no ha habido rehabilitación. Las infraestructuras y los modelos de gestión son tan precarios que han hecho que al interior estas estructuras se fortalezcan”, dice Carrión.
El viceministro Umaña admite que el problema carcelario representa un reto mayúsculo de seguridad pública que trasciende muros y barrotes. Mientras tanto, en ciudades como Tuluá siguen reclamando resultados más contundentes, con capturas de las cabezas ocultas de las estructuras criminales. “Tiene que haber una disposición del Estado para perseguir los dineros que les dan el combustible para seguir operando: en el caso de Tuluá, tienen secuestrada a toda una población”, lamenta Posada.
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