Las batallas de la lengua
Texto íntegro del discurso del escritor Juan Gabriel Vásquez en su posesión oficial como miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, leído el 2 de febrero en el paraninfo de la Academia
Señor director, doctor Eduardo Durán Gómez,
señoras y señores miembros de esta academia,
Es un inmenso honor estar esta mañana aquí, entre ustedes, acompañado de tantos amigos y colegas, de mi familia y de mi esposa, para ocupar un lugar que me enorgullece en el territorio de mi lengua, que es mi patria portátil, mi instrumento de trabajo y el objeto de mis desvelos. “No hay mejor gramática para una lengua que el orgullo de hablarla”, dijo hace 17 años, en un congreso de la lengua, ...
Señor director, doctor Eduardo Durán Gómez,
señoras y señores miembros de esta academia,
Es un inmenso honor estar esta mañana aquí, entre ustedes, acompañado de tantos amigos y colegas, de mi familia y de mi esposa, para ocupar un lugar que me enorgullece en el territorio de mi lengua, que es mi patria portátil, mi instrumento de trabajo y el objeto de mis desvelos. “No hay mejor gramática para una lengua que el orgullo de hablarla”, dijo hace 17 años, en un congreso de la lengua, Daniel Samper Pizano. Estas palabras pueden verse como una glosa a esa gramática.
Por razones que un día espero entender, en los últimos tiempos han decidido ustedes admitir en esta institución a un puñado de novelistas. Espero que no se arrepientan, aunque sé muy bien que la responsabilidad de estar a la altura de este nombramiento nos corresponde a nosotros. Pero hoy quiero decirles que, más allá de nuestras dudosas cualificaciones, creo que este riesgo que toman ustedes es de muchas formas un acierto profundo. Digo que se trata de un riesgo porque la ficción, igual que la poesía y la dramaturgia, ha vivido siempre en tensión profunda con la lengua que la hace posible: las artes literarias violentan su lengua, la irrespetan, la transforman, la obligan a llegar a lugares imprevistos, rompen sus reglas e inventan unas nuevas. Cuando emprendió esa guerra contra la gramática, la sintaxis y el significado que es Finnegans Wake, James Joyce, que hoy cumpliría 142 años de nacido, solía decir: “Se me acabó el inglés”. Y, ya hablando de nuestra tradición más establecida, no tengo que recordarles a ustedes lo que hace García Márquez en El otoño del patriarca para que entendamos que la relación entre las novelas y las academias no siempre pasa por los valores de la ortodoxia.
Pero también digo que la decisión de abrirnos a los novelistas las puertas de esta institución venerable es un acierto, y además una vindicación, si uno tiene, como tengo yo, dos intuiciones. Primero, que la invención de la novela moderna es un acontecimiento importante, no sólo en la historia de la literatura, sino en la conquista de ciertos valores indispensables de nuestras sociedades. Segundo, que esa invención tuvo lugar, no de manera exclusiva o excluyente, pero sí privilegiada, en nuestra lengua: en la lengua española que es fuente de las preocupaciones y las batallas de esta academia tanto como lo es de las mías. En siete breves décadas, a caballo entre el siglo XVI y el XVII, fue tomando forma en la lengua castellana una manera radicalmente nueva de explorar el mundo. Era un tiempo de transformaciones: nuevos continentes surgían del otro lado del mar, y el planeta mismo comenzó a comportarse de repente de manera distinta, girando alrededor del sol en vez de seguir haciendo lo que había hecho siempre. Era un mundo de jerarquías subvertidas; en él se cuestionaban todas las certezas que se habían dado por válidas durante siglos; el ser humano se vio de repente en el centro del universo, y empezó a necesitar nuevas maneras de explorarse y entenderse.
Por esos tiempos aparece en España un librito breve pero problemático, una carta escrita por un autor anónimo y dirigida a otra figura que tampoco se identifica. Con El Lazarillo de Tormes la ficción en prosa conquistó territorios que le eran hasta entonces extraños o extranjeros, por los que en realidad nunca se había aventurado, pero que se convertirían con el tiempo en sus dominios por excelencia, en el terreno de sus investigaciones y sus inquisiciones más atrevidas. La revolución del Lazarillo consistió en proponernos la autobiografía de un personaje salido de nuestra realidad más vulgar: un hombre desprovisto de heroísmo, de nobleza y buena cuna, de educación y dinero. El problema es que los lectores de su tiempo no habrían aceptado nunca una narración semejante, ni habrían sabido cómo leerla, si se les hubiera presentado en forma de ficción. Francisco Rico lo explica mejor que nadie:
Un libro del corte del Lazarillo, hacia 1552, no se dejaba leer como “ficción” de buenas a primeras: en el marco del relato en prosa, la categoría de “ficción” –en virtud de la cual se cuentan como si fueran verdaderos hechos que no lo son– no se había aún conjugado con la realidad humilde y familiar, no había querido someterse a las limitaciones y tedios de la experiencia cotidiana.
En otras palabras, una vida como la de Lázaro no era de recibo en el arte de la ficción literaria; y fue por eso por lo que su autor prefirió presentar su libro como la carta real que un hombre real le escribe a otro. Por eso dice Francisco Rico que, más que anónimo, el Lazarillo es apócrifo. Es una falsificación, una impostura; y también es el libro donde la novela moderna comienza a ser lo que ha sido después y desde entonces, por lo menos en la familia literaria que por comodidad llamamos realismo. Fue allí, en nuestra lengua española de mediados del siglo XVI, donde la ficción en prosa le abrió los brazos a una parte de la experiencia que nunca había sido suya. Se convirtió en un viaje de exploración y conocimiento de nuestra naturaleza humana más común; un magisterio de curiosidad por los otros, por sus vidas insondables con las que nos cruzamos todos los días; un reconocimiento del misterio infinito de lo cotidiano, el único lugar donde los seres humanos podemos, como decía Ford Madox Ford, saber cómo viven los demás su vida entera; y un territorio de libertad que se ha enfrentado durante siglos a todas las restricciones –morales, religiosas, sexuales, sociales– que han tratado de domarla o asfixiarla.
El Lazarillo se publicó a comienzos de la década de 1550. Francisco Rico habla de 1552; la edición que yo he visto con mis propios ojos, en una fundación de Ginebra, es la de Amberes, de 1554, que tiene una importancia particular: cinco años después, fue incluida por la Santa Inquisición en su Index de libros prohibidos, junto a catorce libros de Erasmo de Rotterdam que eran el combustible intelectual de la Reforma. Para ser sincero, yo entiendo muy bien la prohibición: el Lazarillo no respeta nada, y de sus páginas salen muy mal parados todos los representantes de los poderes, de clérigos a aristócratas. El libro es pesimista porque es lúcido, y ha sido llamado nihilista porque no se engaña; para mí, abre un espacio donde el lector puede asistir a una vida construida a escala humana, una vida como la suya, una vida que transcurre en un mundo sin héroes ni dioses ni ayudas sobrenaturales –a la intemperie metafísica, como decía un filósofo–, y donde ni siquiera se tiene, como tenían los personajes de Rabelais, el consuelo de la fantasía.
Antes de que terminara el siglo del Lazarillo, un español de casi 50 años, poeta y dramaturgo fracasado, que además había perdido una mano peleando por su Rey, quiso hacer valer sus sacrificios para conseguir un puesto en América. Don Miguel de Cervantes escribió un Memorial, dirigido al Rey, para pedir uno de varios cargos en las colonias: gobernador de Soconusco, corregidor de La Paz, contador de la Nueva Granada o contador de las galeras de Cartagena. Recibió la respuesta al respaldo de sus propios folios mendicantes, y el tono y las palabras tuvieron algo de burla y aun de insulto: “Busque por aquí en qué se le haga merced”. Se ha convertido en una especie de tradición pensar que es entonces cuando Cervantes, despreciado y desilusionado, se pone a escribir Don Quijote. Pedro Gómez Valderrama, cuyo fantasma está presente de varias formas en esta academia, escribió un cuento bellísimo, “En un lugar de las Indias”, en el que especula sobre la posibilidad contraria: que Cervantes hubiera obtenido el cargo de contador de galeras en Cartagena. En el cuento, Cervantes envejece con una mulata llamada Piedad, escribiendo montañas de páginas sin jamás publicarlas; vuelve a España “consumido por el alcohol y la sensualidad de la mulata”, escribe Gómez Valderrama, y conoce a un tal Alonso Quijano, que le lee la historia que acaba de escribir: las aventuras en ultramar de Miguel de Cervantes. La especulación es bellísima, pero inquietante: no sé a ustedes, pero a mí me provoca escalofríos la idea de que Cervantes hubiera dejado de escribir Don Quijote por venirse a disfrutar de la costa caribe.
Para nuestra fortuna, la realidad fue distinta. Cervantes fue rechazado por la burocracia ingrata de la Corona española y, al mismo tiempo que pierde un cargo y un futuro mejor, pierde toda obligación de lealtad hacia un sistema –político, religioso, civil– que lo ha despreciado. Es un hombre sin ilusiones, pero también es un hombre sin obligaciones: en una palabra: es un hombre libre. Con esa libertad que le ha caído encima, y que viene acompañada de conocimiento y de experiencia, se pone a escribir un libro, un libro impredecible y multiforme, que comienza con el pretexto de ser la sátira de un género previo –los romances de caballerías– pero que en realidad rompe muy pronto con esas miras humildes y empieza a hacer cosas que nadie, ni siquiera su autor, había previsto. Cuando se publicó, en 1605, el Quijote tuvo tanto éxito que por todas partes comenzaron a salirle imitadores o parásitos, y a mí nunca ha dejado de maravillarme que a uno de ellos –a su acto de parasitismo, de robo literario– le debamos uno de los grandes acontecimientos de la historia literaria. No es exagerado decir, me parece, que sin ese hombre Don Quijote no tendría tal vez la influencia que tiene ni, por lo tanto, la misma importancia.
La historia, que seguramente ustedes conocen, es así: un escritor de segunda línea, un tal Alonso Fernández de Avellaneda, nacido en Tordesillas, quiso aprovecharse del éxito del libro de Cervantes, y publicó en 1614 una continuación de las aventuras de don Quijote y Sancho. Tanto irritó a Cervantes que ese plagiador mediocre le robara sus criaturas, que al año siguiente dio a la imprenta su propia y legítima segunda parte, en la que no sólo se permitió vengarse del plagiador con humor y elegancia, inventando escenas en las que Sancho y don Quijote se burlan del escritor de Tordesillas y de su libro sin gracia, sino que se dio el lujo de matar a su personaje principal, el pobre don Quijote, para que nadie más nunca pudiera robárselo. Así lo declara la pluma de Cervantes, a la cual prestó voz el autor al final de su segunda parte:
Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros, ni asunto de su resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote.
Todo este episodio de la historia literaria –el apócrifo de Avellaneda, la reacción de Cervantes– me ha sugerido siempre dos reflexiones. La primera es la que ya he mencionado: la gratitud que nos merece el imitador mediocre, sin cuyo libro Cervantes nunca hubiera escrito la segunda parte del suyo; y la segunda parte es, para mí, lo que hace que el Quijote sea el libro fundador que es, la profecía de todo lo que vino después, la obra inagotable donde la ficción en prosa descubre sus infinitas posibilidades. Se dice con frecuencia que la primera parte del Quijote es un libro para lectores y la segunda parte es un libro para escritores. Se quiere decir con eso que en la segunda parte están las elaboradas estrategias, las intuiciones técnicas y las osadías literarias que los escritores hemos venido explotando después, desde los ingleses del siglo XVIII hasta los posmodernistas del siglo XXI, muchos de los cuales creen que están descubriendo algo jamás visto cuando no hacen sino repetir lo que ya hizo, hace más de cuatro siglos, un hombre cansado y sin ilusiones.
La segunda de las reflexiones que me sugiere el breve monólogo de la pluma viene como respuesta a una pregunta compleja, sin duda uno de los grandes misterios de nuestra tradición literaria. ¿Por qué el Quijote no tuvo herederos en su lengua? El Lazarillo de Tormes abrió un camino por el cual entraron después Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, y El buscón, de ese Francisco de Quevedo que tanto se burló de Cervantes: así nació lo que llamamos novela picaresca. Pero nadie en España –ni en español– reconoció la inmensa revolución del Quijote; en lengua inglesa, en cambio, Henry Fielding y Laurence Sterne, por sólo poner dos ejemplos evidentes, declararon explícitamente sus deudas con el Quijote. “Escrita a la manera de Cervantes”, es la leyenda que aparece en Joseph Andrews, de Fielding, un libro que, al contrario que el Quijote, sí reconoció su propia novedad: Fielding se jactó de que nunca antes se había escrito algo así en su lengua (reconociendo que en otras sí). Y en medio de Tristram Shandy, Laurence Sterne invoca, para que sus personajes le salgan bien, al “gentil Espíritu del más dulce humor, que antaño se sentó sobre la pluma fácil de mi amado Cervantes”. De manera que los ingleses reconocieron algo que a los de nuestra lengua, al parecer, se les escapó. Por supuesto que uno puede dejarse llevar por la metáfora y echarle la culpa a la pluma de Cervantes, que pide a los escritores que dejen en reposo los huesos podridos de don Quijote. Tal vez los escritores españoles se tomaron la petición demasiado al pie de la letra.
Pero acaso este misterio, el silencio novelístico de la lengua que inventó la novela, pueda explicarse de otras formas. A los poderes de aquel reino español, indistinguible de la Iglesia católica, debió de parecerles por lo menos preocupante un libro como el Quijote, así como la posibilidad de que vinieran otros libros parecidos después. Y no porque el Quijote presentara el retrato de una España de tres religiones, ni porque en una escena quemaran libros el cura y el barbero, en alusión burlona y crítica a los caprichos pirómanos de la Inquisición, ni porque en alguna frase se deslizara una visión reformista y aun luterana; sino porque la historia de don Quijote y Sancho, tal como la cuenta Cervantes, propone una forma de hablar del mundo contradictoria y paradójica, alérgica a las verdades absolutas y a los valores sagrados. En otra parte he recordado que Fray Hernando de Talavera, confesor de la Reina Isabel (que ni siquiera era amigo de la Inquisición), tenía para los católicos un consejo especial: cuidarse del “pecado de ironía”. Y justamente eso, una ética de la ironía, es lo que nos propone el Quijote, llevando a lugares inesperados las conquistas enormes que ya había conseguido el Lazarillo. Una ética de la ironía, digo: una presentación de lo humano donde se desconfía de las certezas y se abren los brazos a la profunda ambigüedad de la experiencia. Se trata de una verdadera revolución que es estética, pero también moral, y después de la cual, mucho me temo, no hemos vuelto a ser los mismos. Ni en nuestra lengua, ni en cualquier otra. Y eso es, para mí, motivo de celebración. En cualquier otra lengua, pero sobre todo en español.
Muchas gracias.
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