¿Y si quiero callar?
Cuando no se dice algo no es porque no se tenga nada para decir, sino porque, tal vez, se tenga la consciencia de que no es necesario, o suficientemente bueno, o claramente verificable
A veces simplemente no encuentro qué decir, sobre todo pensando en algo que “valga la pena”. Es una de esas ocasiones en que me invade la necesidad de entrar en silencio. Y me pregunto: ¿Por qué es tan poco valorado callar? ¿Por qué se nos pide siempre hablar y pocas veces, en cambio, guardar silencio? Qué tal si meditamos sobre esto, en tiempos en los que se exige la palabra perfecta y el comentario para cada momento, y en los que hacemos las reuniones innecesariamente largas y los chats interminables....
A veces simplemente no encuentro qué decir, sobre todo pensando en algo que “valga la pena”. Es una de esas ocasiones en que me invade la necesidad de entrar en silencio. Y me pregunto: ¿Por qué es tan poco valorado callar? ¿Por qué se nos pide siempre hablar y pocas veces, en cambio, guardar silencio? Qué tal si meditamos sobre esto, en tiempos en los que se exige la palabra perfecta y el comentario para cada momento, y en los que hacemos las reuniones innecesariamente largas y los chats interminables.
Ernest Hemingway, el famoso escritor y novelista estadounidense, en una de sus citas célebres decía: “Nos demoramos dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”. Y es que callar se ha comprendido como un defecto de operación. El que calla es porque no sabe qué decir, porque se quedó corto en la comprensión de un asunto o porque no aporta en una conversación. Esta es, tal vez, una de esas demandas que nos trae la posmodernidad: ya no es suficiente la búsqueda del saber, sino que debemos demostrar que lo sabemos.
En el teatro público que son las redes sociales, la búsqueda por ampliar audiencias exige aumentar el flujo de mensajes y la cantidad de comentarios, al ejercer ese nuevo oficio de “generador de contenidos”. En el entretanto perdemos la intimidad y el silencio nutritivo. Muy especialmente, sacrificamos la profundidad y la calidad de lo que tenemos por decir para privilegiar la cantidad y la frecuencia. Debemos decir tanto y de manera tan constante, que no importa el contenido ni siquiera si es oportuno el momento, si el tono es el adecuado o si es constructivo lo que decimos. Y en ese estado de cosas es cuando reflejamos nuestra necedad. Nos atropellan las palabras y las imágenes con esa necesidad de hablar, convirtiéndonos en voces vacías de muchos, incluso de nuestra pequeña comunidad que se conmueve con lo que decimos, así no genere valor.
Pienso entonces en la importancia de educar en saber callar y en filosofar sobre esa noble premisa que se le reconoce a Sócrates, que nos invita a pensar antes de hablar, evaluando si lo que vamos a decir es útil en cuanto necesario, es bueno en tanto construye, y si es verdadero en cuanto es verificable. En tiempos en que debemos apelar al pensamiento crítico porque los mensajes son, con frecuencia, ruidosos y ensordecedores, no solo en términos de palabras, sino también de imágenes que son gritos angustiantes, es necesario la pregunta por el valor, la búsqueda del silencio que alimenta.
El comienzo del año, por ejemplo, nos aturdió a muchos con una imagen que le dio la vuelta al mundo en ese escenario que son las redes sociales. Se trata del video que registra el momento del cambio de año en los Campos Eliseos, en París. En las imágenes vemos a miles de personas con sus celulares levantados, grabando el conteo regresivo para dar paso al momento en que las luces estallan y dan la bienvenida al año nuevo. En esas imágenes no hubo personas que gritan, se abrazan o se besan para celebrar la vida y dar significado a ese momento, en presencia. Lo que sí vimos fue la intención y la euforia de todos por registrar, llenar una conversación y poner a circular mensajes sobre el momento vivido.
Para mí fue inevitable además pensar en los muchos abrazos y momentos íntimos y familiares que sí ocurrieron, aunque no quedaron registrados. El no contarlos no significa que no hayan sucedido, de la misma manera en que cuando no se dice algo no es porque no se tenga nada para decir, sino porque, tal vez, se tenga la consciencia de que no es necesario, o suficientemente bueno, o claramente verificable.
De nuevo, reivindiquemos nuestro derecho al silencio, a ser responsables con lo que decimos -y lo que no decimos- y reconozcamos el valor social de callar, esa tarea profunda y sincera que no deberíamos demorarnos tanto en aprender porque se relaciona con la capacidad de discernir lo necesario de lo accesorio, la estética de lo sencillo y el poder del lenguaje que hay que cuidar. Vale la pena intentarlo: aprovechar cada oportunidad de quedarnos callados.
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