Entre tacones, vals y pobreza, migrantes venezolanas festejan sus 15 años en Colombia
Una iglesia cristiana de Villa del Rosario, Norte de Santander, organiza fiestas colectivas para que cumplan el sueño
No solo celebra sus quinceaños: asiste a la primera fiesta de su vida. A María Fernanda Jaramillo le amputaron la pierna a los tres años, un camión le pasó por encima. “No tuve niñez”, dice. Para ella todo será nuevo: su primer baile con prótesis, la primera vez que se maquille y use tacones. También será la primera vez que invite amigos a una fiesta, todo por la gracia de Dios.
La Iglesia para la Frontera, liderada por los pastores Isabelina Barbosa y Mauricio Miranda, organiza estas fiestas para ...
No solo celebra sus quinceaños: asiste a la primera fiesta de su vida. A María Fernanda Jaramillo le amputaron la pierna a los tres años, un camión le pasó por encima. “No tuve niñez”, dice. Para ella todo será nuevo: su primer baile con prótesis, la primera vez que se maquille y use tacones. También será la primera vez que invite amigos a una fiesta, todo por la gracia de Dios.
La Iglesia para la Frontera, liderada por los pastores Isabelina Barbosa y Mauricio Miranda, organiza estas fiestas para niñas migrantes venezolanas que no estaban destinadas a tenerlas, que más bien a esa edad ya son madres solteras y viven en la calle, del lado de Colombia. “No comen bien ni tienen ropa. Aquí viven mal, en trochas, muchas veces ya han visto matar, hay mucha violencia en sus hogares”, explica Miranda. La iglesia lleva siete años en la frontera haciendo trabajo social: han organizado brigadas médicas, atendido embarazadas y durante la pandemia tuvieron un comedor en el que repartían hasta 1.200 almuerzos diarios. En una bodega educan a 80 niños venezolanos indocumentados y dan cursos gratis de confección de ropa y calzado.
La Parada, el barrio donde viven, se encuentra a pocos metros del Puente Internacional Simón Bolívar, uno de los pasos fronterizos más transitados y convulsos de Suramérica. María Fernanda llegó con su familia desde Valencia, Venezuela, siete años atrás. Debido a la crisis económica, no tenían nada qué comer; en Colombia tenían alimentos pero carecían de un lugar para dormir. Vivían arrimados en un cuarto, durmiendo en el piso, a pesar de que tenían casa propia en Venezuela. Rosa Montañez, la madre de María Fernanda, es colombiana de nacimiento, y vivió 30 de sus 57 años en Venezuela. El producto de décadas de trabajo quedó abandonado allá.
—Si comíamos, no dormíamos de la angustia pensando en qué íbamos a comer al día siguiente. Las últimas semanas, la llevaba al colegio sin comer —Rosa se echa a llorar—. Yo tenía que cumplirle la promesa de que fuera al colegio porque fueron muchos años sin que ella pudiera ir.
Cuando habla, María Fernanda irradia ternura. De piel lozana, cuerpo espigado y rizos naturales, cuenta cómo batalló para sobreponerse a paros cardíacos, más de 20 cirugías en cinco años y reclusiones en cuidados intensivos. Sus primeras letras las aprendió en un hospital. Asistió por primera vez a la escuela a los ocho años, con muletas, pero solo por unos pocos meses, antes de que estallara la gran crisis, que no les dejó otra escapatoria que emigrar. Cuando recuerda el accidente, la discriminación y la soledad en Venezuela, un murmullo ronco y quebrado emerge de su garganta, como un sollozo contenido desde hace tiempo. “Los niños me hacían a un lado, no querían jugar conmigo. Lo que yo quería era llegar a mi casa y encerrarme, y no volver más al colegio”, rememora.
Hoy residen en una vivienda de un solo espacio, construida a retazos con ladrillos y láminas de zinc. En días lluviosos, corren el riesgo de que el agua anegue su interior. Utilizan dos neveras de segunda mano compradas a crédito para hacer hielo. Evitan abrirlas con frecuencia y por eso disponen de otra, de poliestireno, donde almacenan los cubos de hielo listos para la venta, los más económicos de la cuadra, a 600 pesos la unidad (15 centavos de dólar). “Como mi esposo no puede trabajar porque tiene un problema en la columna, él se ayuda con el hielo y se siente útil. De ahí sacamos para la merienda de la niña y el transporte”, explica Rosa. Javier Jaramillo, el padre, es un hombre de 67 años que se vio obligado a vender la buseta de pasajeros que tenía en Venezuela para pagar la cirugía de la amputación.
Las neveras zumban y emiten un calor pesaroso, como ventiladores de fuego. Cuando el sol cede, la casa queda en penumbras, iluminada levemente con la luz que se filtra por las rendijas del techo y los calados. Como empleada doméstica, Rosa se rebusca para comprar los alimentos del día, pero a veces todas las ganancias se van en pagar el recibo de la electricidad. Colombia clasifica la condición económica de los hogares en estratos sociales, y aunque el de su casa es el dos, uno de los más bajos, el recibo le llega por más de 1.000.000 de pesos (250 dólares), un valor exorbitante. Como no tienen servicio de agua, cada semana deben comprar bidones para abastecerse. La familia se ha acostumbrado a no comer en las noches para ahorrar.
Cuando llegaron a Villa del Rosario, a María Fernanda le negaron el cupo en el colegio estatal, pero su madre persistió hasta que consiguió que la dejaran entrar. En ese entonces, María Fernanda era una niña muy grande en su grupo, pues a los ocho años apenas aprendía a leer y a multiplicar. Ahora está en octavo grado y ocupa los primeros lugares. Su madre le compró un viejo computador de mesa, con dinero que pidió a préstamo con intereses, y gracias a ello María Fernanda sueña: quiere ser economista o diseñadora, ser alguien grande.
La ilusión de su vida es conmemorar los 15 años. Los cumplió en junio, pero su familia no pudo celebrárselos. En Latinoamérica es tradicional celebrar la transición de niña a mujer, pero la fiesta es un lujo que estas chicas no pueden darse. Al principio rechazó la invitación de la iglesia. Le insistieron durante meses antes de que aceptara. “No tenía el ánimo suficiente”, confiesa. Ahora, frente al espejo, con su vestido de princesa y la mirada ensoñadora, todo le parece inverosímil. La sonrisa siempre tímida se transforma lentamente en una sonrisa de entusiasmo. “Estoy contenta porque por primera vez mis compañeros van a ir a algo que yo los invite, porque cuando yo tenía ocho años nadie quería venir”, dice emocionada.
Criada por su bisabuela
María Angélica Carrillo ha cumplido los 15 años en blanco, sin posibilidad alguna de realizar la fiesta anhelada. Aunque reside en Mariara (Carabobo), hace unos meses se trasladó a San Antonio del Táchira con la esperanza de que un médico pudiera atender en la cercana Colombia a su bisabuela, quien padece de artrosis y otras afecciones. Con la crisis humanitaria en Venezuela, el país con las reservas petroleras probadas más grandes del mundo, acceder a la atención médica es un lujo.
Atravesar la frontera desde La Parada hasta San Antonio toma apenas unos minutos. En el camino a La Invasión, el barrio agreste de calles polvorientas donde está María Angélica, se pueden observar hombres en motos y rostros cubiertos con pasamontañas. Les llaman “moscas” o “campaneros”, términos que en la jerga criminal significa “espías”. Es un territorio dominado por guerrilleros del ELN, en el que hay estrictos controles sobre quién entra y quién sale (si entra un carro desconocido lo detienen para averiguar información acerca de los ocupantes); para hacer fiestas hay que pedirles permiso, que otorgan o niegan, y también imponen sanciones.
María ha sido criada por su bisabuela Lucía de Alizo, una mujer corpulenta de 77 años que camina con cierta dificultad y llora fácilmente de felicidad. “Para mí es un sueño que la niña celebre sus 15 años. María es mi bendición”, dice Lucía, y las lágrimas corren por sus mejillas.
María Angélica responde siempre con monosílabos, frases lacónicas o simplemente asiente y ríe. Es aprensiva, un poco tímida. Este año no pudo continuar con sus estudios y, mientras logra convalidar el bachillerato los sábados, trabaja cuidando a dos niños de la vecina y le ayuda a vender las comidas rápidas a la tía para ganarse algo de dinero. De cuerpo macizo, en su rostro se dibuja una sonrisa pausada. Apenas hace unos días se midió por primera vez el vestido. Quedó tan impresionada que cuando regresó a la casa lloró de emoción. Ella veía las fotos de sus amigas que sí celebraban sus quince y suspiraba. Como en una cuenta regresiva, ve que la espera termina. La fiesta será al día siguiente.
—Usted llega a las 6:30 pm. Ni un minuto más, ni un minuto menos —le dice a su bisabuela. Lucía asiente entre risas. Las cuencas de los ojos no se le ven.
La migración ha ido en aumento. Desde que en 2015 el Gobierno venezolano cerró la frontera, multitudes de personas pasaron a Colombia por trochas (caminos informales) y ríos, con niños a cuestas y equipajes pesados; otros lo hicieron sin nada.
De los más de 7.700.000 migrantes venezolanos en el mundo, casi 3.000.000 vive en Colombia, de acuerdo con un informe de la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela. El departamento de Norte de Santander, donde queda la Iglesia, alberga más de 250.000 migrantes, según cifras de 2022. La Parada ha sido un lugar de incubación de todo tipo de horrores: secuestros, violaciones, asesinatos, trata de personas, casas de desmembramientos. El barrio es disputado por varias bandas delincuenciales, la más fuerte es la venezolana Tren de Aragua. “Controlan a los vendedores ambulantes, quienes tienen que pagar una cuota. A uno le da miedo denunciar”, cuenta Juan Carlos Guevara, presidente de la Junta de Acción Comunal de La Parada.
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Las beneficiadas son más. Crismar Rodríguez es esbelta, morena y con tirabuzones. Cumplirá los 15 años en diciembre, pero desde hace meses, cuando comenzó un curso de bordados en la iglesia, se entusiasmó con la celebración que le ofrecieron. Era algo que no se esperaba. Desde la pandemia, no ha podido retomar sus estudios y la situación se puso tan difícil que consideró devolverse a Valencia, Venezuela, de donde llegó con su madre hace cinco años.
Cuando llegaron a Villa del Rosario pasaron muchas necesidades; Mayra Alejandra Pinto, su madre, tuvo que vender empanadas en la calle. Hoy viven en una casa humilde, con cortinas como puertas que separan el baño y la habitación, y el techo de fibrocemento. Pagan 20.000 pesos (cinco dólares) diarios de arriendo y conviven con el riesgo de que el casero las desaloje si no pagan. En el porche, Mayra Alejandra trabaja haciendo peinados, uñas y cejas. Crismar quisiera trabajar para ayudarla con los gastos.
En contraste, Valeria Brito Díaz, otra de las quinceañeras, parece una chica reservada. Cuando se le pregunta algo, mira a su madre en busca de aprobación y se sonroja. Pero tan pronto gana confianza comienza a hablar. Toma el violín y toca con la luz del cielo marmóreo de las cuatro de la tarde como telón de fondo. Un par de trenzas se desprenden de su cabellera castaña. Dos semanas atrás cumplió sus 15 años, sin celebraciones.
Buscando una mejor vida, llegó con sus padres y su hermana desde Maracay. Atravesaron la frontera por la trocha hace cinco años y se sometieron a vivir en el suelo, en un cuarto atestado de gente que no conocían. Debían pasar todo el día fuera y regresar solamente a dormir. “Dormíamos con viejos, chamos, con toda clase de gente. A mí me daba miedo”, explica Anyury Díaz, madre de Valeria. Por la pieza donde viven ahora debe pagar 16.000 pesos (cuatro dólares) diarios.
En Colombia tampoco ha sido fácil la vida. La madre no tiene trabajo y el padrastro de Valeria se rebusca transando mercancías por las trochas; si se encuentra a un policía en el camino, debe pagar coimas. “Mi vida en Venezuela era feliz porque estaba con toda mi familia”, explica Valeria.
A Valeria le gusta bailar, dibujar y tocar el violín. Añora sus quinceaños. Nunca ha estado en una celebración de esas. “No hubiéramos podido hacerlo porque hay que pagar vestido, pasapalos, decoración”, algo que está fuera de su alcance, explica.
La fiesta
La idea de celebrar los 15 años de niñas migrantes fue de la pastora Isabelina Barbosa Angarita. Celebró el primero sin pensar que se convertiría en un evento que se repetiría varias veces al año. La gente empezó a donar vestidos, zapatillas y tacones. La mayoría de celebraciones han sido para niñas que viven en la calle, muchas veces sin sus padres. Hasta hoy, 32 niñas han celebrado.
Durante el día, la pastora cuida todos los detalles. Como ella misma decora, trata de no atar los globos demasiado fuertes para que no se revienten y así poder usarlos en otra ocasión. Los últimos días han sido lluviosos. Mirando el cielo, teme que el mal tiempo arruine la fiesta. Es una tarde tórrida. La iglesia, una construcción prefabricada hecha con materiales duraderos, es de dos pisos, con un balcón en el segundo. Luce como una edificación ostentosa en medio de la miseria imperante.
La ceremonia es sencilla, sin mucha pompa. Para los invitados hay sillas de plástico en la terraza. En el pequeño probador del segundo piso, el calor es enervante. A nadie se le ocurre abrir la ventana. Las chicas han llegado desde las dos de la tarde para que otras chicas voluntarias de la iglesia las maquillen y peinen. Una a una, entran para vestirse frente a un espejo de cuerpo entero y una pared colmada de fotos de otras quinceañeras. Valeria se abanica con la mano; se le forman perlas de sudor en la frente. Alguien se presenta, por fin, con un ventilador, y abre la ventana. Sopla entonces una brisa serena y tibia. La tarde cae.
Las chicas lucen tiaras en sus cabezas y vestidos con pedrería, canutillos y tul bordados. La crinolina, una falda con aros de metal para dar volumen, realzan su belleza. Todas están nerviosas. Por momentos, parece que en vez de celebrar los quinceaños se prepararan para su matrimonio. Antes de salir al escenario, María Fernanda practica el vals con Valeria. María Angélica está preocupada porque su bisabuela no responde a las llamadas. Crismar se mira emocionada en el espejo.
—Siento mariposas en el estómago —dice Valeria.
—El corazón se me quiere estallar. Como un infarto —dice María Jaramillo.
Ya es de noche. Bajan por las escaleras y el movimiento de los trajes las hace ver aún más delicadas, risueñas y fulgurantes. De pie, los invitados aplauden. Cuando ellas se dan la vuelta, sus crinolinas danzan como hilos con vida propia. Posan ante los arcos de globos y, en una silla isabelina, cada una pasa para que le hagan el cambio de zapatillas. Hay comida, pasabocas y gaseosas. Los pastores elevan una oración y la fiesta continúa.
María Angélica aprieta los labios y busca con los ojos a su bisabuela entre el público. En el último momento, a Lucía de Alizo, la bisabuela, se le ha presentado un fuerte dolor en las piernas que le ha impedido cruzar la frontera, un trayecto que, a pie, le tomaría una hora, y en carro unos 15 minutos. Lucía no consiguió transporte y los 30.000 o 40.000 pesos de un taxi (7 a 10 dólares) resultaban muy costosos para ella.
El padre de María Fernanda se acerca a la pista y la invita al vals. Es la primera vez que ella baila con su prótesis, lo hace con precaución de no caerse. Apenas él la toma de la mano, ella suelta un llanto discreto y profundo. Él sonríe y la abraza. Se advierte que es uno de esos hombres que no se permiten llorar en público.
Bajo el cielo oscuro y sosegado, ellas parecen otras. Han cumplido un sueño.
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