Néstor Osuna, el ministro perfecto

El titular de Justicia consume tratados de derecho constitucional como pan caliente. No mete la pata, es bueno diseñando políticas públicas y, además, tiene buen humor

​​​​​​​​​​​Néstor Iván Osuna​ Patiño, ministro de Justicia de Colombia, en su oficina en Bogotá.Chelo Camacho

Néstor Osuna tiene un bajo perfil. Habla poco, y solo cuando es requerido por la prensa o por los congresistas interrumpe sus labores cotidianas de ministro para atenderlos como se debe, por el respeto que les atribuye a esas dos actividades. Es la correcta postura a la responsabilidad de ser ministro de Estado. Por eso no mete la pata. Siempre tiene la respuesta adecuada o la explicación pertinente a los asuntos de su competencia.

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Néstor Osuna tiene un bajo perfil. Habla poco, y solo cuando es requerido por la prensa o por los congresistas interrumpe sus labores cotidianas de ministro para atenderlos como se debe, por el respeto que les atribuye a esas dos actividades. Es la correcta postura a la responsabilidad de ser ministro de Estado. Por eso no mete la pata. Siempre tiene la respuesta adecuada o la explicación pertinente a los asuntos de su competencia.

El Ministerio de Justicia es una entidad sui generis. Prácticamente es un despacho político, porque con el transcurso del tiempo fue perdiendo funciones, tanto que hace relativamente poco fue adscrito al Ministerio de Gobierno y hubo que reversar la iniciativa porque nadie entendía cabalmente que hubiera desaparecido un órgano que se encargara de una función tan sagrada como la justicia.

Ese Ministerio fue muy importante desde su creación en 1890, encargado de la vigilancia y auxilio de la rama judicial, y suprimido en 1894. En 1945 revivió con funciones de vigilancia y control del funcionamiento del órgano judicial; inclusive ejercía las funciones de la Procuraduría. En 1960 se reorganizó, y se le asignó administrar pronta justicia y velar por la rama judicial, así como estudiar y vigilar las causas del delito y su prevención; la protección y la corrección de los menores; y muchas y diversas funciones, todas importantes para el manejo del Estado.

En 1973 se creó la oficina de estupefacientes del Ministerio de Justicia y lo encargó de formular la política de Estado en materia de justicia y mil cosas más. En 1991, la Constituyente le quitó su carácter de organismo administrativo de juzgados y cárceles para transformarse en una entidad planificadora de políticas en materia jurídica y judicial, y promotora de reformas legislativas. En 2003 se fusionó con el Ministerio del Interior. En 2011 resucitó la cartera ministerial y ese es el cargo que ostenta el ministro Osuna, con funciones de fijar políticas de defensa jurídica de los intereses del Estado y de ser el responsable del manejo penitenciario. Para decirlo de una manera popular: mucho tilín tilín y pocas paletas. Por supuesto que eso no le quita solemnidad a su cargo, tanto como para que él -Osuna- considere que lo nombraron ministro porque querían para ese alto cargo a alguien con cierto perfil técnico y de talante progresista, que no fuera de ningún partido político pero que tampoco se asustara en un debate parlamentario.

En lo de fondo, la reforma a la justicia, necesita -dice- un poder judicial mucho más grande y eficiente, más despachos judiciales, más medios tecnológicos, más equipos interdisciplinarios y, por otra parte, un gran esfuerzo anticorrupción y anti-impunidad en el poder judicial. Pero en todo caso, ministro, hace mucha falta en Colombia una justicia eficiente. Lo primero requiere presupuesto; lo segundo, temple y voluntad. Ojalá que presente el proyecto que le devuelva la grandeza al poder judicial.

El ministro es un tipo de corbata y vestido oscuro que consume tratados de derecho constitucional como pan caliente. Ha sido su especialidad y disfruta con su cátedra en el Externado, que dicta desde hace 30 años y que conserva como alto funcionario. Es increíble: su hobby es el derecho constitucional. Cuando tiene tiempo, hoy por hoy no lo hay, escucha a Brahms y a Stravinsky, y tiene en veremos el libro de Irene Vallejo, La vida en un junco, que el ajetreo ministerial no le deja avanzar: sigue en la misma página desde el día de su posesión.

Es el ministro perfecto para diseñar políticas públicas. La última que presentó, para combatir el narcotráfico, es realista aunque tenga muchos críticos. Se trata de proteger al cultivador con la sustitución de cultivos y de dedicar todos los recursos del Estado a combatir las estructuras criminales. Pretende reducir el área cultivada llevando la oferta del Estado social de derecho -infraestructura, reforma agraria y educación- a las zonas más afectadas como Caquetá, Putumayo, Meta y Cauca. Entregar títulos de propiedad de tierras a cambio de que se deje de sembrar plantas de coca, marihuana y otras drogas ilícitas. Nunca se había construido una política de drogas a partir de una participación popular tan amplia. Se busca salir del círculo vicioso de la destrucción y fumigación, y la resiembra: a más fumigación, más resiembra. Ese mecanismo ha fracasado.

El ministro goza de tener buen humor. Nunca se le vuela la piedra, por lo menos en público. Lleva una vida privada tranquila con su compañero, un hombre inteligente y joven que le proporciona paz y tranquilidad, lo que para muchos equivale a la felicidad.

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