Petro se juega su mandato al todo o nada
A un año de su victoria, el presidente pierde la iniciativa, la oposición despierta y la polarización vuelve a ser protagonista
Hubo una vez un Gustavo Petro que calló muchas bocas. Acababa de lograr que más de 11 millones de colombianos votaran por él rompiendo mitos o verdades como que Colombia es de derechas y él, un guerrillero comunista que quería convertir el país en Venezuela. El día que fue investido presidente, algunos que n...
Hubo una vez un Gustavo Petro que calló muchas bocas. Acababa de lograr que más de 11 millones de colombianos votaran por él rompiendo mitos o verdades como que Colombia es de derechas y él, un guerrillero comunista que quería convertir el país en Venezuela. El día que fue investido presidente, algunos que nunca lo habían apoyado decidieron darle el beneficio de la duda a ese hombre al que siempre habían repudiado. Era una tarde de agosto y el político, con aires de filósofo romántico y su pelo escaso despeinado por el viento, habló de la unidad, de la paz, de un Gobierno de puertas abiertas y de su ánimo de escucharlos a todos. Nombró a ministros de centro y de ascendencia liberal y acordó una mayoría de consenso en el Congreso con partidos de la derecha. El país que nunca había tenido un presidente de izquierdas se entregó a la idea de un cambio. Era ese un Petro pragmático, casi un estadista. Había encerrado a su yo soñador, el que llevaba años diseñando el país que quería en la cabeza y las cosas salieron bien al principio. Hasta que el viejo Petro rasgó sus propias costuras y se comió al nuevo, harto de negociar con el resto de partidos y de ver rebajadas sus reformas sociales. O se hacía a su manera o no se haría. Y decidió romper con todos.
El presidente no quiere un cambio a medias. Quiere su reforma de la salud, su reforma a las pensiones y su reforma laboral como él las plasmó en papel. Se niega al juego de la política al que le obligan sus números. Ganó las elecciones, pero no tiene una mayoría en la Cámara ni en el Senado y necesita llegar a acuerdos para sacar los proyectos adelante. El Petro del principio pareció entender eso. Se apoyó en viejos zorros de la política, no necesariamente de su cuerda ideológica, para, primero ganar las elecciones y, segundo, consolidar una mayoría estable. Pero esas figuras se han ido desdibujando por distintas razones, dejando al presidente más solo que nunca. Con unas leyes bajo el brazo que él siente escritas en piedra, pero que se deshacen en un Congreso sin apoyos hasta quedarse en nada. Así se ha cerrado la primera legislatura de su Gobierno, con un último semestre en blanco que obliga a volver a empezar de cero en julio.
Por el camino de estos 11 meses el mandatario ha dilapidado mucho, muy rápido. Incluidas una cotas de popularidad inesperadas en los primeros meses. Logró aprobar la reforma tributaria más progresiva de la historia del país en tiempo récord y con una mayoría amplísima, de la mano del respetado José Antonio Ocampo, hoy ya fuera del Gobierno como las demás cabezas moderadas del gabinete. Pidió a la Fiscalía que investigara a su hijo mayor por un supuesto caso de corrupción. Perdió a su mano derecha y el cerebro detrás de su agenda, Laura Sarabia, por un caso en apariencia doméstico que acabó escalando hasta convertirse en la mayor crisis política hasta ahora. Se vio defendiendo a su Gobierno de eso contra lo que siempre había peleado: interceptaciones ilegales, polígrafos, maletines con dineros en efectivo. Tuvo que despedir a su “hermano” y jefe de campaña, Armando Benedetti, que, embriagado por el alcohol, los celos y la ira al sentirse desplazado políticamente, protagonizó unos audios escandalosos en los que habla de financiación ilegal durante la campaña en medio de ataques e insultos a Sarabia. Y tuvo que abandonar su plan inicial de aprobar el grueso de las reformas en el primer año.
En ese tiempo, el presidente conciliador se desesperó y sufrió una transformación. Radicalizó su discurso, llevó a la izquierda a su gabinete y movilizó a sus bases. Los ataques contra su Gobierno arreciaron desde el sector más derechista de la oposición al tiempo que perdió apoyos entre los sectores más moderados. Entonces renunció a vencer con negociación las resistencias políticas y se encomendó a otra estrategia, la de presentarse como víctima de las élites económicas y mediáticas, a las que culpa de cada crisis y cada derrota política que sufre. Si cae la reforma laboral en el Congreso, Petro culpa a los poderosos, pero no reconoce que hace tiempo que el Congreso navega sin rumbo, sin nadie al frente con capacidad para negociar los apoyos entre diferentes.
En Petro hay una sensación de urgencia por cambiar el país que encuentra fuertes resistencias. Existe un consenso mayoritario en que Colombia necesita cambios, pero la profundidad de los mismos aterra a algunos, que son precisamente esos que siempre han manejado el poder. El presidente no soporta esa medianía y se niega a desvirtuar sus ideas. Siente que los electores votaron en las urnas sus proyectos y que estos son inamovibles por voluntad popular. “Querer coartar las reformas puede llevar a la revolución”, advirtió en la manifestación del 1 de mayo.
La desaceleración del Gobierno ha sido aprovechada por la oposición, que vive un despertar después de años de caída libre. El Gobierno de Iván Duque ya había dilapidado parte de la fuerza de la derecha, que en las elecciones ni siquiera logró colocar un candidato en segunda vuelta, pero la victoria de Petro, apoyada sobre todo en los jóvenes, acabó por hundir a los partidos conservadores. Ahora empiezan a tomar aire en forma de marchas en la calle en las que las crisis del Gobierno encuentran un eco amplificado. La polarización y la incertidumbre vuelven a ser protagonistas mientras el país espera a que Petro marque el rumbo de su próximo año de mandato.
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