“La cárcel era mucho mejor”: el hacinamiento de 1.000% en una estación de policía de Bogotá
El recinto en Usaquén, en el norte de la capital colombiana, alberga a 110 reclusos en un espacio con capacidad para 10. Aguardan durante meses y hasta años para que se liberen cupos en las prisiones
Andrés Botero extraña sus días en la cárcel de La Picota, donde estuvo preso por homicidio durante más de una década. Allí había biblioteca, talleres, servicios médicos, visitas íntimas y cuatro reclusos en cada celda. “Era mucho mejor”, dice sin dudar. Parecía el paraíso en comparación al viejo edificio de la estación de policía en la que lleva siete meses recluido. Ahora, tras ser detenido por porte ilegal de armas, este hombre antioqueño de 32 años vive encerrado con otros 53 c...
Andrés Botero extraña sus días en la cárcel de La Picota, donde estuvo preso por homicidio durante más de una década. Allí había biblioteca, talleres, servicios médicos, visitas íntimas y cuatro reclusos en cada celda. “Era mucho mejor”, dice sin dudar. Parecía el paraíso en comparación al viejo edificio de la estación de policía en la que lleva siete meses recluido. Ahora, tras ser detenido por porte ilegal de armas, este hombre antioqueño de 32 años vive encerrado con otros 53 compañeros en una celda ínfima y oscura. Tiene la desdicha de estar en el peor lugar para estar detenido en Bogotá: la estación de Usaquén alberga a 110 detenidos en un espacio habilitado para 10. El hacinamiento llega al 1.000% y amenaza con asfixiarlos.
Las hamacas son el principal truco para amontonar a tantas personas. El suelo no tiene espacio suficiente: está lleno de compañeros que permanecen sentados o acostados. Por eso gran parte de los reclusos duerme o reposa en las telas colgantes. Uno encima del otro, tendidos en cada hueco y sin mucho que hacer. Arrastrarse es casi la única forma de moverse, ya que es imposible levantar las hamacas para hacer espacio durante el día. El calor humano se siente: varios andan con el torso desnudo pese al frío bogotano en el exterior.
La celda es un espacio tan apiñado que charlar con Botero da la sensación de hablar con todos a la vez. Unos cuantos, curiosos, se suman cada tanto a la conversación aun cuando no tienen muchas expectativas con lo que puedan hacer los periodistas y los defensores de derechos humanos. Hacen comentarios que van desde la preferencia de los compañeros venezolanos por el béisbol frente al fútbol hasta bromas homofóbicas respecto a uno de los detenidos. Asimismo, se unen en resaltar que hay pocas opciones en la televisión. “Vemos El Diario de Diana [un programa motivacional]. No hay nada más”, exclaman entre risas.
La unidad de detención está compuesta por tres espacios más. Frente de la celda de Botero se encuentra otra similar, en la que están encerradas 46 personas. Unos pasos más adelante hay dos salas convertidas en reclusorios improvisados. No tienen barrotes como las celdas, sino puertas de madera y vidrios de oficina. La primera se reserva para los detenidos por delitos sexuales, en riesgo de ser linchados en las celdas. La segunda alberga a tres enfermos y a un hombre expulsado de una celda por problemas de convivencia. Aunque estos últimos tienen más espacio, están esposados el uno al otro para compensar la limitada seguridad.
Los detenidos no salen casi nunca. Está contemplado un tiempo para tomar sol, pero hay riesgo de que se fuguen y los policías suelen evitarlo. La salida más usual se limita a ir acompañados al baño. Y eso si no orinan en una botella y nunca si están en la celda 1, que tiene su propio sanitario. Para moverse un poco más, las únicas alternativas son las requisas o las visitas ocasionales, cuando caminan unos pasos hasta un auditorio en el edificio principal.
Los policías no tienen mayor idea de lo que pasa dentro de las celdas. La oscuridad y los cuerpos amontonados hacen que sea imposible ver más allá de unos dos o tres metros. “No vive”, es todo lo que escuchan cuando un grupo quiere expulsar a alguien por peleas. El subintendente Jefferson Ardila afirma que no sabe cómo se planearon tres intentos de fuga en los últimos meses ni cómo entran elementos cortopunzantes o teléfonos móviles. No obstante, los uniformados suelen ubicar a los reclusos por sus apodos y aseguran que en general todos se llevan bien. “Tienen que convivir, para ellos es más perjudicial pelearse”, remarca Ardila.
Sin cupos en las cárceles
La mayoría de los detenidos en Usaquén no debería estar allí. El profesor Fernando Tamayo, director del Grupo Prisiones de la Universidad de los Andes, explica por videollamada que las leyes establecen un máximo de 36 horas después de una detención para que la Policía remita a los afectados a un centro penitenciario. El problema es que las cárceles también están llenas y no tienen cupos para alojar más presos. Incluso las personas ya condenadas pueden permanecer meses y hasta años en centros de detención transitoria como el de Usaquén.
La situación en las estaciones de policía es más precaria que la de las prisiones. Datos del Ministerio de Justicia señalan que las cárceles tienen un hacinamiento del 20%, mientras que el promedio nacional de los recintos de la policía ronda el 150%. Además, se agregan problemas como la limitada preparación que tienen los policías para manejarlos. Tamayo analiza que están entrenados para la seguridad y el combate del delito, no para la atención a la población y el cuidado del bienestar, como sí lo están los guardias penitenciarios. “Las estaciones de policía han resignificado la miseria de la prisión. Es tan dramática la situación que hacen parecer que las cárceles están bien”, resalta.
No hay certezas absolutas sobre cuando se profundizó el hacinamiento en Usaquén y las demás estaciones. Alirio Uribe, congresista y defensor de derechos humanos, comenta por teléfono que nunca asistió a un detenido en estos recintos en sus épocas de abogado litigante. Cree que se empezaron a llenar hace unos años cuando los jueces de tutela comenzaron a dar órdenes a las cárceles para que no recibieran más presos y así se salvaguardan los derechos de los demás internos. El profesor Tamayo es menos categórico: afirma que no hay cifras confiables, pese a que reconoce que en 2015 la Corte Constitucional cerró el ingreso a algunas prisiones.
El Congreso debate por estos días una reforma penitenciaria para resolver esta crisis, que la Corte Constitucional reconoce como un estado de cosas inconstitucional. El objetivo es, entre otros puntos, liberar cupos en las cárceles a través de mayores facilidades para la prisión domiciliaria y de delitos que se convertirán en excarcelables. Si eso sucede, los detenidos en las estaciones podrán pasar a los centros penitenciarios.
No obstante, el representante Uribe comenta que el ambiente en el Legislativo es muy hostil y que el proyecto tiene chances de hundirse. “La reforma tiene muchos enemigos, en este país a nadie le interesan los derechos humanos de los presos”, lamenta. El congresista cree que no ayuda que las políticas represivas del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, se hayan vuelto el modelo a seguir para la derecha colombiana. “Miran a los presos con desprecio y creen que la solución es que se queden en la cárcel. No piensan en que en su mayoría son las personas más pobres”.
Disparo tras robar un Rolex
Un recluso en la sala de enfermos de la estación de Usaquén tiene una gran cicatriz en su panza. Cuenta que el año pasado le dispararon después de intentar robarle un Rolex a un político y que los médicos tuvieron que reconstruir su estómago. Dice, además, que no tiene los medicamentos adecuados para su diabetes.
El ambiente es relajado mientras relata que en otra época robaba bancos y pizzerías. Una policía lo provoca: le pregunta que cómo está detenido si robó tanto dinero. La idea generalizada es que los ricos consiguen abogados y no terminan en lugares como la estación de Usaquén.
Los detenidos, en su mayoría, están acusados o condenados por delitos de hurto, extorsión u homicidio. Saben que parte de la sociedad cree que se merecen lo que padecen. Por ello, quizá, no tienen expectativas con la reforma penitenciaria. Dicen que las promesas y las leyes nunca terminan en beneficios para ellos.
El temor de que maten a un recluso
El jefe de la unidad de detención, el sargento Didier Fuentes, ordenó hace dos semanas el traslado de Luis Velásquez de la celda 2 al cuarto de los enfermos. El recluso, de 39 años, le pidió durante una salida para una audiencia que lo ayudase a protegerse de sus compañeros. Denunció que le pegaban, que llevaba dos días “secuestrado” en una hamaca cerca del techo y que ni siquiera podía ir al baño. Tenía miedo de que lo mataran.
Velásquez alega que otros detenidos lo extorsionan desde el primer día, cuando tuvo que pagar 200.000 pesos (unos 42 dólares) por ocupar una hamaca. Lo han asociado a una poderosa familia del departamento del Meta, a la que aún llaman para pedir dinero y provisiones. Además, la convivencia en medio del hacinamiento es difícil: moverse puede llevar a pisar a alguien e iniciar una riña. Ellos lo acusan de haberle entregado objetos de valor a los policías y de no pagar sus deudas por cigarrillos y telefonía móvil.
El sargento no dudó cuando tomó la decisión de trasladarlo. Sabe que es su responsabilidad si aparece muerto. Reconoce que odia este aspecto de su nuevo puesto, en el que está hace dos meses. Dice que ya se quiere ir, que no está preparado y que tiene miedo: “Nos pueden echar por un mal procedimiento, pero no estamos entrenados para cuidar gente”.
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